Hizo una señal con la cabeza a Lena y ésta salió tras él. Mientras recorría el pasillo, Lena oyó hablar a la familia, pero cuando llegaron al salón, todos callaron.
– Lo siento mucho -dijo Jeffrey a Esther.
Ella lo miró fijamente; incluso para Lena sus ojos verde claro eran desgarradores. No dijo nada, pero su ruego era evidente.
Lev abrió la puerta de la casa.
– Gracias a los dos -dijo-. Estaré allí el miércoles por la mañana a las nueve.
Paul estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo en el último momento. Lena casi pudo ver qué le pasaba por su pequeña cabeza de abogado. Debía de reconcomerse por el hecho de que Lev hubiera aceptado someterse al polígrafo. Supuso que en cuanto ellos se fueran, ambos hermanos tendrían unas palabras.
– Tendremos que pedir a alguien que venga para hacer la prueba -dijo Jeffrey a Lev.
– Claro -aceptó Lev-. Pero debo reiterar que sólo puedo asegurarle que yo la haré. Del mismo modo, la gente que verán mañana habrá acudido por su propia voluntad. No quiero decirle cómo tiene que hacer su trabajo, comisario Tolliver, pero será difícil conseguir que vayan. Si intenta obligarlos a hacer la prueba del detector de mentiras, lo más probable es que se marchen.
– Gracias por su consejo -dijo Jeffrey en tono poco sincero-. ¿Le importaría enviar también a su capataz?
Paul pareció sorprenderse.
– ¿Cole?
– Es probable que haya estado en contacto con todo el mundo en la granja -comentó Lev-. Es buena idea.
– A propósito -intervino Paul, dirigiendo la mirada hacia Jeffrey-, la granja es propiedad privada. No solemos admitir la presencia de la policía a menos que sea por un asunto oficial.
– ¿Y esto no lo considera un asunto oficial?
– Es un asunto de familia -dijo, y luego tendió la mano-. Muchas gracias por su ayuda.
– Una pregunta -dijo Jeffrey-: ¿Abby sabía conducir?
Paul bajó la mano.
– Claro. Desde luego tenía edad para hacerlo.
– ¿Disponía de algún coche?
– Cogía el de Mary -contestó-. Mi hermana dejó de conducir hace un tiempo. Abby lo usaba para repartir comida y hacer recados en el pueblo.
– ¿Iba sola?
– Por lo general, sí -contestó Paul con la cautela propia de los abogados cuando dan información sin recibir nada a cambio.
– A Abby le encantaba ayudar a la gente -añadió Lev.
Paul apoyó la mano en el hombro de su hermano.
– Gracias a los dos -dijo Lev.
Los dos policías se detuvieron al pie de la escalinata y miraron a Lev mientras entraba en la casa y cerraba la puerta con firmeza. Lena dejó escapar un suspiro y se volvió hacia el coche. Jeffrey la siguió y, absorto, subió al vehículo.
No dijo nada hasta que llegaron a la carretera y pasaron de nuevo por delante de Cultivos Sagrados. Esta vez Lena vio la granja con otros ojos y se preguntó qué se traían entre manos realmente allí.
– Una familia extraña -comentó Jeffrey. -Y que lo digas.
– No nos hará ningún bien dejarnos cegar por nuestros prejuicios -añadió, dirigiéndole una mirada severa.
– Creo que tengo derecho a una opinión.
– Es verdad -dijo él, y Lena notó que Jeffrey posaba la mirada en las cicatrices de su mano-. Pero ¿cómo te sentirás dentro de un año si el caso no se ha resuelto porque sólo tuvimos en cuenta su religión?
– ¿Y si resulta que el hecho de que sean fanáticos religiosos es lo que nos lleva a desentrañar el caso?
– La gente mata por distintas razones -le recordó él-. Dinero, amor, lujuria, venganza. Tenemos que centrarnos en eso. ¿Quién tiene un móvil? ¿Quién tiene los medios?
Estaba en lo cierto, pero Lena sabía de primera mano que a veces la gente hacía cosas simplemente porque le faltaba un tornillo. Al margen de lo que dijera Jeffrey, era demasiada casualidad que esa chica acabara enterrada en una caja en medio del bosque y que su familia fuera una panda de fanáticos provincianos.
– ¿No crees que pudo ser un ritual? -preguntó ella.
– Creo que el dolor de la madre era real.
– Sí -coincidió ella-, yo también lo creo. -Y sintió la necesidad de añadir-: Eso no significa que el resto de la familia no esté involucrado. Aquello es una puta secta.
– Todas las religiones son sectas -señaló él, y aunque Lena detestaba la religión, tuvo que disentir.
– Yo no diría que la parroquia baptista del pueblo sea una secta.
– Son personas que piensan igual y que comparten los mismos valores y creencias religiosas. Eso es una secta.
– En fin -atajó ella.
Seguía sin estar de acuerdo con él, pero tampoco sabía cómo discutírselo. Dudaba que el Papa de Roma se considerase líder de una secta. Había una religión dominante y, por otro lado, estaban los bichos raros que se paseaban por ahí con serpientes y creían que la electricidad proporcionaba un canal de acceso directo al demonio.
– Al final todo nos lleva al cianuro -dijo Jeffrey-. ¿De dónde salió?
– Esther me ha dicho que no usan pesticidas.
– Será imposible conseguir una orden para comprobarlo. Aun cuando Ed Pelham cooperara por el lado de Catoogah, no tenemos motivos para poder pedirla.
– Ojalá hubiéramos mirado más detenidamente cuando estábamos allí.
– Habrá que investigar a fondo a ese tal Cole.
– ¿Crees que se presentará el miércoles por la mañana?
– Ni idea -contestó Jeffrey, y luego preguntó-: ¿Qué haces esta noche?
– ¿Por qué?
– ¿Te apetece ir al Pink Kitty?
– ¿El bar de las camareras con las tetas al aire a pie de carretera?
– El bar de striptease -la corrigió, como si él se hubiera ofendido.
Sosteniendo el volante con una mano, hurgó en su bolsillo y sacó un librito de cerillas. Se lo dio y ella reconoció el logo del Pink Kitty en la tapa. El bar tenía un enorme cartel fosforescente que se veía a kilómetros de distancia.
– Dime -continuó mientras cogía la autopista-, ¿por qué una veinteañera ingenua se llevó unas cerillas de un bar de striptease y se las metió por el culo a su animal de peluche preferido?
Por eso había mostrado tanto interés en el Snoopy de peluche de la cama de Abby. La muchacha había escondido las cerillas allí.
– Buena pregunta -respondió ella, levantando la tapa: todas las cerillas seguían intactas.
– Te recogeré a las diez y media.
Capítulo 6
Cuando Tessa abrió la puerta de la calle, Sara estaba tumbada en el sofá con un paño húmedo en la cara.
– ¿Sara? -gritó Tessa-. ¿Estás en casa?
– Aquí -contestó Sara desde debajo del paño.
– Vaya -exclamó Tessa. Sara adivinó su presencia cerca del extremo del sofá-. ¿Y ahora qué ha hecho Jeffrey?
– ¿Por qué le echas la culpa a Jeffrey?
Antes de responder, Tessa apagó el reproductor de CD en medio de una canción.
– Tú sólo escuchas a Dolly Parton cuando estás enfadada con él.
Sara se deslizó el paño hacia la frente para ver a su hermana. Tessa estaba leyendo la carátula del CD.
– Es una recopilación de antiguos éxitos.
– ¿Te has saltado la sexta canción? -preguntó Tessa mientras dejaba la caja encima de las que había apilado Sara cuando buscaba algo para escuchar-. Dios mío, se te ve fatal.
– Me siento fatal -reconoció Sara.
Presenciar la autopsia de Abigail Bennett había sido una de las experiencias más difíciles que había vivido Sara desde hacía mucho tiempo. La muchacha no había tenido una muerte dulce. Sus órganos se habían ido apagando uno por uno, hasta que sólo quedó el cerebro. Abby se había dado cuenta de lo que sucedía, había sentido su muerte segundo a segundo, hasta el doloroso final.
Sara se había angustiado tanto que incluso había llamado a Jeffrey por el móvil. En lugar de dejarla desahogarse, Jeffrey la había interrogado acerca de la autopsia. Y tenía tanta prisa por colgar que ni siquiera le había dicho adiós.