– Con lo bien que se te dan los niños, Sara, serías una madre excelente.
Sara dijo de inmediato las dos palabras que más detestaba pronunciar:
– No puedo -y a continuación añadió-: Tessie, te lo ruego.
Tessa asintió con la cabeza, aunque Sara supo que sólo era una retirada provisional.
– Pues yo lo que lamentaría es no dejar una huella. No hacer algo para que el mundo sea mejor.
Sara cogió un pañuelo de papel para sonarse la nariz.
– Ya lo haces.
– Hay una razón para todo -insistió Tessa-. Ya sé que tú no lo crees. Sé que no crees en nada que no tenga una teoría científica que lo respalde o una biblioteca llena de libros sobre el tema, pero lo que yo necesito en mi vida es eso. He de pensar que las cosas pasan por alguna razón. He de pensar que saldrá algo bueno de perder a…
Se interrumpió, incapaz de pronunciar el nombre de la hija que había perdido. En el cementerio, entre la tumba de los padres de Cathy y la de un tío muy querido que había muerto en Corea, se alzaba una pequeña losa con el nombre de la niña. A Sara se le partía el corazón cada vez que pensaba en la tumba fría y las posibilidades malogradas.
– Tú conoces a su hijo.
Sara arrugó la frente.
– ¿El hijo de quién?
– De Tom. Iba a tu clase. -Tessa se llevó a la boca un puñado de Cheetos antes de cerrar la bolsa. Siguió hablando mientras masticaba-. Es pelirrojo como tú.
– ¿Iba a mi clase? -preguntó Sara, incrédula.
Los pelirrojos tendían a fijarse los unos en los otros, ya que destacan entre los demás como un perro verde. Sara sabía con certeza que había sido la única niña pelirroja durante sus años en la escuela primaria Cady Stanton. Prueba de ello eran las cicatrices que tenía.
– ¿Cómo se llama?
– Lev Ward.
– En Stanton no había ningún Lev Ward.
– Era en la clase de catequesis -aclaró Tessa-. Cuenta historias curiosas sobre ti.
– ¿Sobre mí? -repitió Sara, muerta de curiosidad.
– Además -añadió Tessa, como si eso fuera un incentivo-, tiene un hijo de cinco años que es un encanto de criatura.
Sara advirtió la treta.
– Ya veo a niños adorables de cinco años en la consulta.
– Tú piénsatelo; no hace falta que me contestes ahora. -Tessa consultó la hora-. Debo volver antes de que oscurezca.
– ¿Quieres que te lleve?
– No, gracias. -Tessa le dio un beso en la mejilla-. Ya nos veremos.
Sara le limpió a su hermana los restos de Cheetos de la cara.
– Ten cuidado.
Tessa hizo ademán de marcharse y de pronto se detuvo.
– No es sólo el sexo.
– ¿Qué?
– Con Jeffrey -explicó-. No se trata sólo de química sexual. Cuando las cosas se ponen feas, al final salís fortalecidos. Es lo que os ha pasado siempre. -Tendió la mano para acariciar detrás de las orejas primero a Billy y después a Bob-. Cada vez que has recurrido a él, ha respondido. Muchos hombres habrían salido corriendo en dirección contraria.
Tessa dejó de acariciar a los perros y se fue, cerrando la puerta suavemente al salir.
Sara cogió los Cheetos, pensando en acabarse la bolsa a pesar de que la cremallera abierta de la falda se le clavaba en la piel. Quiso telefonear a su madre y averiguar qué pasaba. Quiso telefonear a Jeffrey y chillarle, y luego volver a telefonearle y pedirle que fuera a su casa a ver con ella una película antigua por la televisión.
En lugar de eso, volvió al sofá con otra copa de vino e intentó apartarlo todo de su mente. Por supuesto, cuanto más se esforzaba por no pensar, tanto más asomaba todo a la superficie. Pronto empezaron a aparecer en su cabeza imágenes de la chica en el bosque, del niño con leucemia, Jimmy Powell, y de Jeffrey en el hospital con una insuficiencia hepática en fase terminal.
Al final, se obligó a concentrarse en la autopsia. Había observado la intervención desde detrás de un grueso cristal, pero incluso así había estado demasiado cerca para evitar la sensación de malestar. Salvo por las sales de cianuro halladas en el estómago de la chica, los resultados de la autopsia no aportaron nada digno de mención. Sara se estremeció de nuevo al acordarse de la nube de humo que salió del estómago cuando el forense lo abrió. El feto no tenía nada fuera de lo común: era un niño sano que habría llevado una vida normal.
Llamaron a la puerta, primero tímidamente y después, al no oír respuesta, de manera más insistente. Al final, Sara gritó:
– ¡Pasa!
– ¿Sara? -preguntó Jeffrey. Miró alrededor en el salón, obviamente sorprendido al verla en el sofá-. ¿Estás bien?
– Me duele el estómago -contestó ella, sin faltar a la verdad.
Tal vez su madre tenía razón al decir que no había que excederse con el postre en la cena.
– Siento no haber podido llamarte antes.
– Da igual -respondió ella, aunque no daba igual-. ¿Qué ha sucedido?
– Nada -contestó él, a todas luces decepcionado-. Me he pasado toda la tarde en la universidad, yendo de departamento en departamento y buscando a alguien que pudiera decirme qué venenos tienen.
– ¿Y no tienen cianuro?
– Tienen de todo menos eso.
– ¿Y qué hay de la familia?
– No han aportado gran cosa. He pedido un informe económico de la granja. Debería recibirlo mañana. Frank ha estado llamando a todos los refugios, intentando averiguar qué sucede exactamente en esas misiones. -Se encogió de hombros-. El resto del día lo hemos pasado revisando el ordenador portátil. No hay gran cosa.
– ¿Habéis mirado los mensajes del Messenger?
– Ha sido lo primero que ha mirado Brad. Hay varios cruces de mensajes con la tía que vive en la granja, pero la mayoría era sobre las clases de la Biblia, horarios de trabajo, a qué hora se pasaría por su casa, quién iba a preparar el pollo para la cena, quién iba a pelar las zanahorias. Es difícil saber cuáles eran de Abby y cuáles de Rebecca.
– ¿Había algo con fecha de los diez días en que la familia estuvo ausente?
– Hay un documento que fue abierto el día en que se marcharon a Atlanta -contestó Jeffrey-. A eso de las diez y cuarto de la mañana, cuando los padres ya se habían ido. Era un curriculum de Abigail Ruth Bennett.
– ¿Para un empleo?
– Eso parece.
– ¿Crees que planeaba marcharse?
– Los padres querían enviarla a la universidad, pero ella se negó.
– Está bien poder elegir -dijo Sara entre dientes. Cathy prácticamente había obligado a sus hijas azuzándolas con un palo-. ¿Qué clase de empleo buscaba?
– Ni idea -contestó él-. Pero sobre todo mencionaba conocimientos de contabilidad y administración. Hacía muchas cosas en la granja. Supongo que eso habría causado una buena impresión en un posible jefe.
– ¿Estudió desde casa? -preguntó Sara.
Aunque le constaba que no siempre era así, sabía por experiencia que la gente tendía a hacer estudiar a sus hijos desde casa esencialmente por dos razones: para mantener a sus hijos blancos alejados de las minorías o para asegurarse de que no les enseñaban nada fuera del creacionismo y la abstinencia.
– Por lo visto, ése fue el caso de casi toda la familia. -Jeffrey se aflojó la corbata-. Tengo que cambiarme. -A continuación, como si sintiera la necesidad de dar una explicación, añadió-: Todos mis vaqueros están aquí.
– ¿Para qué tienes que cambiarte?
– He de ir a hablar con Dale Stanley, y luego Lena y yo vamos a ir al Pink Kitty.
– ¿El bar de las camareras con las tetas al aire en la carretera?
Jeffrey frunció el entrecejo.
– ¿Por qué las mujeres pueden llamarlo así y, en cambio, un hombre se lleva una patada en los huevos si lo hace?
– Porque las mujeres no tienen huevos -contestó ella, sintiendo un retortijón. Menos mal que no había comido Cheetos-. ¿Para qué vas? ¿O es tu manera de castigarme?