De todo lo que él habría podido decir, nada la hubiera sorprendido más.
– Me llamó Jo…
Sara se sentó sobre los talones. Entrecruzó las manos en el regazo y se las miró, retrotrayéndose en el tiempo. En el instituto, Jolene Carter había sido todo lo que Sara no era: grácil, curvilínea pero esbelta, la chica más popular de la escuela, que podía elegir entre los chicos más populares. Fue la reina del baile, la principal animadora, la delegada del último curso. Era rubia natural, de ojos azules y con un pequeño lunar en la mejilla derecha que daba a sus rasgos, por lo demás perfectos, un aire sofisticado, exótico. Incluso cerca ya de los cuarenta, Jolene Carter conservaba un cuerpo perfecto, cosa que Sara sabía porque cinco años antes había llegado a su casa y se había encontrado a Jo completamente desnuda en su cama, con su culo perfecto al aire, a horcajadas encima de Jeffrey.
– Tiene hepatitis -dijo Jeffrey.
Sara se habría reído si hubiese conseguido hacer acopio de energía. Pero sólo pudo preguntar:
– ¿Cuál?
– La mala.
– Hay un par de malas -dijo Sara, al tiempo que se preguntaba cómo había llegado a esa situación.
– No he vuelto a acostarme con ella desde aquella única vez. Tú eso lo sabes, Sara.
Durante unos segundos, Sara fijó la mirada en él, dividida entre el deseo de levantarse e irse corriendo y el de quedarse a averiguar lo ocurrido.
– ¿Cuándo te llamó?
– La semana pasada.
– La semana pasada -repitió ella, y luego respiró hondo antes de preguntar-: ¿Qué día?
– No lo sé. A principios.
– ¿El lunes? ¿El martes?
– ¿Qué más da?
– ¿Qué más da? -repitió ella con incredulidad-. Soy pediatra, Jeffrey. Pongo inyecciones a niños, a niños pequeños, todos los días. Les saco sangre. Les toco cortes y rascaduras con los dedos. Hay medidas de precaución. Hay toda clase de…
Se le apagó la voz al preguntarse a cuántos niños había expuesto a la enfermedad, intentando recordar cada inyección, cada pinchazo. ¿Había actuado de manera segura? Se pinchaba a menudo con las agujas. Ni siquiera podía permitirse preocuparse por su propia salud. Aquello la desbordaba.
– Ayer fui a ver a Hare -dijo él, como si el hecho de haber visitado al médico después de saberlo durante una semana lo redimiera de algún modo.
Sara apretó los labios e intentó dar forma en su cabeza a las preguntas adecuadas. Se había preocupado por sus niños, pero de repente tomó verdadera conciencia de todas las implicaciones reales. Ella también podía estar enferma. Podía haber contraído una enfermedad crónica, tal vez mortal, contagiada por Jeffrey.
Tragó saliva y trató de articular las palabras a pesar de que la tensión le atenazaba la garganta.
– ¿Pidió los análisis con urgencia?
– No lo sé.
– No lo sabes -confirmó, no preguntó.
Claro que no lo sabía. Jeffrey padecía el típico rechazo masculino a todo lo relacionado con la salud. Sabía más sobre el historial de mantenimiento de su coche que de su propio bienestar, y Sara se lo imaginó sentado en la oficina de Hare, con mirada inexpresiva, buscando una buena excusa para salir de allí cuanto antes.
Sara se levantó. Necesitaba caminar.
– ¿Te examinó?
– Dijo que no presentaba síntomas.
– Quiero que vayas a ver a otro médico.
– ¿Qué tiene de malo Hare?
– Es que… -No sabía cómo decirlo. Se le había bloqueado el cerebro.
– Que sea el tonto de tu primo no significa que no sea un buen médico -adujo Jeffrey.
– No me lo ha dicho -dijo ella, sintiéndose traicionada por los dos.
Jeffrey la miró con cautela.
– Yo le pedí que no lo hiciera.
– Claro -comentó ella, no tanto enfadada como con la sensación de haber sido víctima de un engaño-. ¿Y por qué no me lo has dicho? ¿Por qué no me dejaste acompañarte para hacer las preguntas pertinentes?
– Por esto mismo -contestó él, señalando su nervioso ir y venir de un lado para otro-. Ya tienes bastantes preocupaciones. No quería darte un disgusto más.
– Eso es un pretexto estúpido, y tú lo sabes. -Jeffrey detestaba dar malas noticias. Mientras que en su trabajo se veía obligado a lidiar con un enfrentamiento tras otro, en casa era incapaz de causar la menor perturbación-. ¿Por eso has eludido el sexo?
– Tenía cuidado.
– Cuidado -repitió ella.
– Hare dijo que podía ser portador.
– Te daba miedo decírmelo.
– No quería darte un disgusto -repitió Jeffrey.
– No querías que me enfadara contigo -corrigió ella-. Esto no tiene nada que ver con evitarme disgustos. No querías que me pusiera hecha una furia contigo.
– Por favor, no lo hagas. -Tendió la mano para coger la de Sara pero ella la apartó-. Yo no tengo la culpa, entiéndelo. -Volvió a intentarlo-. Pasó hace años, Sara. Ha tenido que decírmelo porque se lo indicó su médico. -Como si ayudara en algo, añadió-: A ella también la atiende Hare. Llámalo. Fue él quien le dijo que debía informarme. Es sólo una medida de precaución. Tú eres médico, y lo sabes.
– Dejémoslo -ordenó ella, levantando las manos. Las palabras se agolpaban en la punta de su lengua, pero hizo el esfuerzo de callárselas-. Ahora mismo no puedo hablar de esto.
– ¿Adónde vas?
– No lo sé -contestó ella, dirigiéndose hacia la orilla-. A casa. Esta noche puedes quedarte en la tuya.
– ¿Lo ves? -repuso él, como si eso demostrara algo-. Por eso no te lo había dicho.
– No me culpes a mí de esto -replicó ella, atragantándose con las palabras. Deseaba gritar, pero una intensa rabia le impedía levantar la voz-. No estoy furiosa contigo porque hayas estado follando por ahí, Jeffrey. Estoy furiosa porque me has ocultado tu riesgo de enfermedad. Tenía derecho a saberlo. Aunque no me afectase a mí, a mi salud y a mis pacientes, te afecta a ti.
Él se echó a correr para alcanzarla.
– Estoy bien.
Ella se detuvo y se volvió para mirarlo.
– ¿Sabes siquiera qué es la hepatitis?
Él se encogió de hombros.
– Pensaba ocuparme de eso cuando llegara el momento. Si es que llega.
– Dios mío -susurró Sara, incapaz de hacer nada salvo alejarse.
Se dirigió hacia la calle, pensando en tomar el camino más largo a la casa de sus padres para serenarse. Su madre se lo pasaría en grande con aquello, y con toda la razón.
Jeffrey la siguió.
– ¿Adónde vas?
– Te llamaré dentro de unos días. -No esperó su respuesta-. Necesito tiempo para pensar.
Acercándose a ella, Jeffrey le rozó el brazo por detrás con los dedos.
– Tenemos que hablar.
Ella se echó a reír.
– Y ahora quieres hablar, a buenas horas.
– Sara…
– No hay nada más que decir -atajó ella, y apretó el paso.
Las pisadas de Jeffrey resonaron detrás de ella. Sara se disponía a echarse a correr cuando de pronto él tropezó con ella. Sara cayó al suelo con un ruido hueco, que reverberó en sus oídos como un eco lejano, y se le cortó la respiración. Lo apartó al tiempo que decía:
– Pero ¿qué…?
– Joder, lo siento. ¿Estás bien? -Jeffrey se arrodilló delante de ella y le quitó una ramita del pelo-. No quería…
– Gilipollas -replicó ella. La había asustado, y eso aún la indignó más-. ¿Qué coño te pasa?
– He dado un traspié -contestó él al tiempo que intentaba ayudarla a levantarse.
– No me toques. -Lo apartó de un manotazo y se puso en pie sola.
– ¿Estás bien? -repitió él mientras le sacudía la tierra del pantalón.
Ella retrocedió.
– Sí.
– ¿Seguro?
– No soy de porcelana. -Sara frunció el entrecejo al ver su sudadera sucia de tierra. Se le había roto la manga a la altura del hombro-. ¿Qué te pasa?
– Ya te lo he dicho: he dado un traspié. ¿Crees que lo he hecho aposta?