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– No -respondió ella, aunque reconocerlo no aplacó su ira-. Dios mío, Jeffrey. -Comprobó el estado de su rodilla y vio que no se había lesionado el tendón-. Me has hecho daño.

– Lo siento -se disculpó él, quitándole otra rama del pelo.

Sara se miró el desgarrón de la manga, ahora más molesta que indignada.

– ¿Cómo has podido tropezar así?

Volviéndose, Jeffrey examinó el suelo alrededor.

– Supongo que hay… -Se interrumpió.

Sara siguió la mirada de Jeffrey y vio un tubo metálico que sobresalía del suelo. Un trozo de tela metálica sujeto con una goma elástica cubría el extremo.

– Sara -se limitó a decir Jeffrey, pero ésta se estremeció al percibir miedo en su voz.

Ella reprodujo los segundos previos en su memoria: el ruido al caer al suelo, que no había sido sordo sino una reverberación hueca. Bajo sus pies se escondía algo. Había algo enterrado.

– Dios mío -susurró Jeffrey, y retiró la tela metálica.

Miró por el tubo, pero Sara sabía que no conseguiría ver nada por aquel orificio de poco más de dos centímetros de diámetro. Aun así, preguntó:

– ¿Ves algo?

– No.

Jeffrey intentó mover el tubo pero fue en vano. Algo lo sujetaba firmemente bajo tierra.

Sara se arrodilló y, apartando las hojas y la pinaza con las manos, retrocedió a medida que descubría el contorno de un rectángulo de tierra suelta. Cuando se encontraba a poco más de un metro de Jeffrey, los dos parecieron comprender simultáneamente qué había debajo de ellos.

Sara sintió una alarma creciente mientras Jeffrey, inquieto a su vez, hundía los dedos en el suelo. La tierra ofrecía apenas resistencia, como si alguien hubiera cavado allí recientemente. Sara, de rodillas a su lado, empezó también a apartar piedras y tierra, procurando no pensar en lo que podía aparecer debajo de ellos.

– ¡Mierda!

Jeffrey levantó la mano, y Sara vio un profundo tajo en la palma de su mano donde un palo afilado le había traspasado la piel. El corte sangraba profusamente, pero él reanudó la tarea, cavando, apartando la tierra a los lados.

Sara arañó algo duro y, cuando retiró la mano, vio madera debajo.

– Jeffrey-dijo, pero él siguió cavando-. Jeffrey.

– Lo sé -contestó él.

Había dejado al descubierto un trozo de madera alrededor del tubo. Una abrazadera metálica rodeaba el conducto, manteniéndolo bien sujeto. Jeffrey sacó su navaja, y Sara permaneció inmóvil, observando, mientras él intentaba desatornillar la abrazadera. Debido a la sangre del corte, la empuñadura le resbalaba en las manos; al final desistió, tiró la navaja a un lado y agarró el tubo. Apoyó el hombro contra él y, con una mueca de dolor, empujó hasta que se oyó primero el siniestro gemido de la madera y luego un sonoro chasquido al ceder la abrazadera y partirse la tabla en la que estaba sujeta.

Sara se tapó la nariz cuando un olor a aire estancado emanó del interior.

El agujero medía apenas veinte centímetros cuadrados y afiladas astillas sobresalían del borde como dientes.

Jeffrey acercó el ojo a la abertura. Movió la cabeza en un gesto de negación.

– No veo nada.

Sara continuó cavando a lo largo del contorno de la madera, con la sensación de que el corazón iba a salírsele por la boca a cada nueva sección que desenterraba. Había tablas unidas mediante clavos, formando la tapa de lo que sólo podía ser una caja larga y rectangular. Jadeaba y, pese a la brisa, le sobrevino un sudor frío. De pronto sintió que la sudadera era como una camisa de fuerza; se la quitó y la tiró a un lado para poder moverse con mayor libertad. La cabeza le daba vueltas al contemplar las distintas posibilidades que tenían ante sí. Sara rara vez rezaba, pero al pensar en lo que podían encontrar allí enterrado, pidió ayuda a quienquiera que la escuchara.

– Cuidado -advirtió Jeffrey, empleando el tubo a modo de palanca para desprender las tablas.

Sara, aún de rodillas, se inclinó hacia atrás y se tapó los ojos para protegerse de la lluvia de tierra. Aunque todavía enterrada en su mayor parte, la madera se astilló, pero Jeffrey no cejó en su empeño hasta romper las delgadas tablas con las manos. Al ceder los clavos al esfuerzo, se oyó un gemido grave y chirriante como un estertor. El hedor a descomposición reciente asaltó a Sara como una brisa acre, pero no apartó la mirada cuando Jeffrey se tendió en el suelo para introducir el brazo en la estrecha abertura.

Mientras palpaba el interior, Jeffrey alzó la mirada hacia ella con la mandíbula tensa.

– He tocado algo -anunció-. A alguien.

– ¿Respira? -preguntó Sara, pero él negó con la cabeza antes de que ella pronunciara la palabra.

Más despacio, más pausadamente, Jeffrey arrancó otro trozo de madera. Miró la parte inferior y se la entregó a Sara, que vio arañazos en la superficie, como si un animal hubiera quedado allí atrapado. En la siguiente tabla que le dio Jeffrey había clavada una uña del tamaño de una de las suyas, y la dejó en el suelo cara arriba. La siguiente tabla presentaba arañazos aún más profundos; Sara la colocó junto a la primera, reproduciendo la disposición original, consciente de que era una prueba. Podía ser un animal. Una broma de mal gusto de algún niño. Una antigua sepultura india. Se le ocurrieron sucesivas explicaciones mientras observaba a Jeffrey arrancar las tablas, y cada una que sacaba era como una astilla en el corazón de Sara. En total había unas veinte tablas, pero al llegar a la duodécima, vieron cuál era el contenido de la caja.

Jeffrey se quedó mirando el ataúd, y al tragar saliva la nuez se le agitó visiblemente en la garganta. Al igual que Sara, se había quedado sin habla.

La víctima era una mujer joven, de menos de veinte años. El cabello, oscuro y largo hasta la cintura, le cubría el torso. Llevaba un sencillo vestido azul que le llegaba casi hasta las pantorrillas y calcetines blancos, pero no zapatos. Tenía la boca y los ojos muy abiertos, en una expresión de pánico que casi podía palparse, y una mano tendida hacia arriba, con los dedos contraídos, como si todavía intentara arañar la tabla para salir. Se veían pequeñas manchas petequiales en la esclerótica, lágrimas secas desde hacía tiempo que se adivinaban por las finas líneas rojas perfiladas en el blanco de los ojos. Había varias botellas de agua vacías junto a un tarro empleado obviamente para los excrementos. Tenía una linterna a la derecha y un mendrugo de pan medio comido a la izquierda. Se había formado moho en los rincones y también un poco en el labio superior de la chica, como un fino bigote. No había sido una gran belleza, pero seguramente sí bonita a su sencilla manera.

Jeffrey dejó escapar un largo suspiro y se sentó en el suelo. Como Sara, estaba cubierto de tierra; como Sara, parecía ajeno a ello.

Los dos miraban a la chica, observaban cómo la brisa del pantano le agitaba el pelo espeso y tiraba de las mangas largas del vestido. Sara vio que llevaba alrededor del pelo una cinta azul que hacía juego con el vestido y se preguntó quién se la habría puesto. ¿Se la había atado la madre o la hermana? ¿Se había sentado en su habitación y, mirándose en el espejo, se había puesto la cinta ella sola? Y ¿luego qué había sucedido? ¿Qué la había llevado hasta allí?

Jeffrey se frotó las manos en los vaqueros, dejando huellas de sangre.

– No querían matarla -supuso.

– No -coincidió Sara, sumida en una profunda tristeza-. Sólo querían darle un susto de muerte.

Capítulo 2

En la clínica habían preguntado a Lena por las magulladuras.

– ¿Estás bien, cariño? -había dicho la vieja negra con la frente arrugada en un gesto de preocupación.

Tras contestar que sí mecánicamente, Lena esperó a que saliese la enfermera para acabar de vestirse.

Eran magulladuras propias de su trabajo de policía: la pistola le rozaba de tal modo la cadera que a veces pensaba que acabaría con una muesca permanente en el hueso; la línea azul en el antebrazo, fina como una señal a lápiz, aparecida de tanto ajustar ese bulto de acero a la vez que mantenía la mano a un lado lo más recta posible para no alertar a la población en general sobre lo que llevaba oculto.