Cuando Lena patrullaba por las calles a pie, los problemas aún eran mayores: dolor de espalda, rozaduras a causa de la pistolera, verdugones debidos al golpeteo de la porra contra la pierna cuando echaba a correr tras un delincuente. A veces, cuando los cogía, usaba de buena gana la porra: así se enteraban de lo que una sentía al perseguir medio kilómetro a un triste capullo, a una temperatura de treinta grados y apechugando con cuarenta kilos de equipo. Luego estaba el chaleco antibalas. Lena había conocido a policías -hombres corpulentos, fornidos- que habían perdido el conocimiento a causa del calor. En agosto, resultaba tan sofocante que sopesaban los pros y los contras entre recibir un tiro en el pecho o morir de insolación.
Sin embargo, cuando por fin recibió su chapa dorada de inspectora, dejó el uniforme y la gorra y entregó la radio portátil por última vez, echó de menos aquella carga, el pesado recordatorio de que era policía. Ser inspectora significaba trabajar sin accesorios. En la calle, el uniforme no podía hablar por ella, el coche patrulla ya no inducía a los demás vehículos a aminorar la marcha incluso cuando ya circulaban por debajo del límite de velocidad. Tenía que encontrar otras maneras de intimidar a los malos. Sólo disponía del cerebro para saber que seguía siendo policía.
Cuando la enfermera la dejó sentada en esa habitación de Atlanta, lo que en la clínica se llamaba «sala de recuperación», Lena se miró las magulladuras antiguas y las comparó con las nuevas: señales de dedos alrededor del brazo como una cinta; la muñeca hinchada porque se la habían retorcido; el verdugón en forma de puño por encima del riñon izquierdo, que no veía pero sí sentía cada vez que se movía de determinada manera.
En su primer año de uniforme lo había visto todo. Peleas domésticas en las que las mujeres lanzaban piedras al coche patrulla, creyendo que de ese modo la disuadirían de llevarse a sus maridos a la cárcel tras haberlas maltratado. Vecinos que se apuñalaban por una morera con las ramas demasiado bajas o un cortacésped desaparecido que al final estaba en un rincón del garaje, por lo general cerca de una bolsita de maría o a veces de alguna droga más dura. Niños agarrados a sus padres, rogando que no se los llevaran de sus casas, y luego en el hospital los médicos encontraban señales de desgarro anal o vaginal; a veces incluso tenían el fondo de la garganta desgarrado, con pequeñas marcas debidas a los conatos de asfixia.
Los instructores intentaban prepararlos para esto en la academia, pero en realidad uno nunca podía llegar a estar preparado. Tenía que verlo, paladearlo, sentirlo en sus propias carnes. Nadie podía explicarte el miedo que se sentía al detener en la carretera a un conductor desconocido, cómo se aceleraba el corazón cuando uno se acercaba a él con la mano en la pistola, preguntándose si el individuo del coche también hacía lo propio. Los manuales incluían fotos de muertos, y Lena recordaba que sus compañeros de clase se habían reído de algunas. La mujer que se emborrachó y perdió el conocimiento en la bañera con las medias enredadas alrededor de los tobillos. El hombre que se colgó a la vez que se hacía una paja, y de pronto uno se daba cuenta de que lo que sostenía en la mano no era una ciruela madura. Debía de ser padre, marido, sin duda hijo de alguien, pero para los cadetes, era «el tío de la ciruela».
Nada de eso lo preparaba a uno para ver y oler la realidad. El instructor no podía describir la sensación que producía la muerte, el momento en que uno entraba en una habitación y se le erizaba el vello de la nuca, anunciándole que había sucedido algo malo o -peor aún- que algo malo iba a suceder. Un superior no podía advertirle a uno que no convenía humedecerse los labios para quitarse el sabor de la boca. Nadie le decía a uno que, por mucho que se restregase el cuerpo, el olor de la muerte sólo se iba con el tiempo. Tras correr cinco kilómetros al día bajo un sol tórrido, levantar pesas en el gimnasio, con el sudor manando como la lluvia al caer de oscuros nubarrones, por fin se eliminaba el olor; y entonces llegaba otra llamada: a una gasolinera, a un coche abandonado o a la casa de un vecino donde los periódicos se amontonaban en el camino de entrada y el correo sobresalía del buzón, y allí encontraba a otra abuela, hermano o tío que había que volver a eliminar del organismo a fuerza de sudar.
Nadie sabía ayudarle a uno cuando la muerte se introducía en su vida. Nadie podía aliviar el dolor que uno sentía cuando tomaba conciencia de que sus propios actos habían acabado con una vida, por mala que esa vida fuera. Eran los gajes del oficio. Como policía, uno aprendía pronto que había un «nosotros» y un «ellos». Lena nunca creyó que lloraría la pérdida de uno de «ellos», pero últimamente no pensaba en otra cosa. Y ahora se había perdido otra vida, otra muerte en sus manos.
Llevaba varios días sintiendo la muerte en su interior, y nada podía eliminarla de sus sentidos. Tenía un sabor amargo en la boca y cada vez que tomaba aliento se avivaba aquel hedor a descomposición. Una penetrante sirena resonaba en sus oídos sin cesar y tenía la piel tan pegajosa que le daba la sensación de haberla tomado prestada en el cementerio. Su cuerpo no le pertenecía, ya no podía controlar la mente. A partir del instante en que salieron de la clínica, durante toda esa noche en la habitación de un hotel de Atlanta, y hasta el momento en que entró por la puerta de la casa de su tío, sólo pudo pensar en lo que había hecho, en las decisiones erróneas que la habían llevado hasta ese punto.
Ahora, tumbada en la cama, Lena miraba por la ventana, contemplando el deprimente jardín trasero. Hank no había cambiado ni un solo detalle de la casa desde que Lena era pequeña. Su dormitorio conservaba la mancha de humedad marrón en la esquina donde una rama había perforado el tejado durante una tormenta. La pintura se descascarillaba en la pared donde Hank había usado un tipo equivocado de imprimación y el papel de pared había absorbido suficiente nicotina para darle un horrible tono ictérico.
Lena se había criado allí con Sibyl, su hermana gemela. Su madre había fallecido en el parto y Calvin Adams, su padre, había muerto de un tiro en un semáforo en rojo pocos meses antes. Sibyl había sido asesinada hacía tres años. Otra muerte, otro abandono. Es posible que la presencia de su hermana hubiera mantenido a Lena aferrada a la vida. Ahora se dejaba llevar, tomaba decisiones cada vez peores, sin molestarse en rectificarlas. Convivía con las consecuencias de sus actos. O acaso sería más exacto decir que sobrevivía.
Lena se llevó los dedos al vientre, donde hacía menos de una semana estaba el bebé. Sólo una persona convivía con las consecuencias; sólo una había sobrevivido. ¿Habría tenido la criatura su tez oscura, aflorando una vez más los genes de su abuela de origen mexicano? ¿O habría heredado los ojos gris acero y la pálida piel blanca de su padre?
Se enderezó, deslizó los dedos hacia el bolsillo trasero y sacó su navaja. Con cuidado, extrajo la hoja. Tenía la punta rota, y estampada en un semicírculo de sangre seca estaba la huella dactilar de Ethan.
Se miró el brazo, la profunda magulladura allí donde Ethan la había agarrado, y se preguntó cómo el dedo que había dejado su huella arremolinada en la hoja, cómo la mano que había sostenido esa navaja, cómo el puño que le había causado tanto dolor, podían ser los mismos que recorrían su cuerpo con delicadeza.
La policía que había en ella sabía que debía detenerlo. La mujer que había en ella sabía que era un mal hombre. La realista sabía que un día la mataría. Pero algo en su ser más profundo rechazaba estos pensamientos, y se dio cuenta de que era la peor de las cobardes. Ella era la mujer que tiraba piedras al coche patrulla. Era el vecino con el cuchillo. Era el niño estúpido que se aferraba a quien abusaba de él. Era la que tenía lágrimas en lo más hondo de su garganta, que se asfixiaba con lo que él la obligaba a tragar.