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– Ahora te necesito en plena forma.

– Lo estoy-aseguró ella, retirando la mano para volver a remeterse la camisa, a pesar de que ya la llevaba bien-. Vamos.

Lena no lo esperó. Se cuadró de hombros y atravesó la sala de revista con paso firme. Marla tenía la mano en el intercomunicador cuando Lena abrió la puerta.

Mary Ward estaba sujetando el bolso contra el pecho en el vestíbulo.

– Comisario Tolliver -dijo, como si Lena no estuviera delante de ella.

Con un pañuelo viejo y raído de colores negro y rojo en los hombros, aparentaba más edad ahora que la primera vez que la había visto. Debía de tener sólo diez años más que Lena. O fingía, o era realmente una de las personas más patéticas sobre la faz de la tierra.

– Pase a mi despacho -la invitó Jeffrey, y condujo a Mary cogida del codo a través de la puerta abierta antes de que pudiera cambiar de parecer-. ¿Se acuerda de la inspectora Adams?

– Lena -corrigió ella, y en actitud servicial, preguntó-: ¿Le apetece un café o algo?

– No tomo cafeína -contestó la mujer con voz tensa, como si hubiera estado gritando y se hubiera quedado ronca.

Lena vio asomar de la manga un pañuelo de papel arrugado y supuso que había estado llorando.

Jeffrey ofreció a Mary un asiento ante el escritorio de su despacho. Esperó a que se sentara y luego, para darle una sensación de familiaridad, ocupó una silla a su lado. Lena se quedó detrás de ellos, pensando que Mary se sentiría más cómoda si hablaba sólo con Jeffrey.

– ¿En qué puedo ayudarla, Mary? -preguntó Jeffrey.

Tardó en contestar, y en el pequeño despacho se oyó su respiración mientras aguardaban a que hablara.

– Usted dijo que mi sobrina estaba en una caja, comisario Tolliver.

– Sí.

– Que Cole la enterró en una caja.

– Así es -corroboró él-. Cole lo confesó antes de morir.

– ¿Y usted la encontró allí? ¿Fue usted quien encontró a Abby?

– Mi mujer y yo estábamos en el bosque. Encontramos el tubo de metal en el suelo. Nosotros mismos la desenterramos.

Mary cogió el pañuelo de papel de la manga y se secó la nariz.

– Hace varios años… -Se interrumpió-: Bueno, supongo que debería empezar por el principio.

– Tómeselo con calma.

Eso hizo, y Lena apretó los labios, deseando sacudirla para obligaría a hablar.

– Tengo dos hijos varones -explicó Mary-. William y Peter. Viven en el oeste.

– Recuerdo que nos lo dijo -comentó Jeffrey, aunque Lena lo había olvidado.

– Decidieron abandonar la iglesia. -Se sonó-. Para mí, fue muy duro perder a mis hijos. Pero nosotros no les dimos la espalda. Cada uno toma sus propias decisiones. No excluimos a la gente porque… -Se le apagó la voz-. Fueron mis hijos quienes nos dieron la espalda a nosotros. A mí.

Jeffrey esperó, y la única señal de impaciencia era su mano aferrada al brazo de la silla.

– Cole era muy severo con ellos -dijo-. Los disciplinaba.

– ¿Los maltrataba?

– Los castigaba cuando se portaban mal -reconoció, sin ir más allá-. Mi marido había muerto un año antes. Yo me alegraba de contar con la ayuda de Cole. Creía que necesitaban a un hombre fuerte en sus vidas. -Se sorbió la nariz y se la enjugó-. Eran otros tiempos.

– Entiendo -dijo Jeffrey.

– Cole tiene, o tenía, muy claras las ideas sobre el bien y el mal. Yo confiaba en él. Mi padre confiaba en él. Era ante todo un hombre de Dios.

– ¿Eso cambió por alguna razón?

Dio la impresión de que la invadía la tristeza.

– No. Yo creía todo lo que me decía. A costa de mis propios hijos, creí en él. Le di la espalda a mi hija.

Lena enarcó las cejas de inmediato.

– ¿Tiene usted una hija?

Asintió.

– Genie.

Jeffrey se reclinó en la silla, aunque seguía tenso.

– Ella me lo contó -prosiguió Mary-. Genie me contó lo que él le había hecho. -Hizo una pausa-. La caja en el bosque.

– ¿Él la enterró allí?

– Iban de acampada -explicó Mary-. Cole se llevaba a los niños a acampar a menudo.

Lena sabía que Jeffrey estaba pensando en Rebecca, en el hecho de que se había fugado al bosque otras veces.

– ¿Y qué le contó su hija?

– Me contó que Cole la engañó, que le dijo que se la llevaba a dar una vuelta por el bosque. -Calló, pero al cabo de un momento se obligó a continuar-. La dejó allí cinco días.

– ¿Y usted qué hizo cuando ella se lo contó?

– Se lo pregunté a Cole. -Cabeceó al pensar en su propia estupidez-. Y él me contestó que no podría quedarse en la granja si yo creía a Genie en lugar de a él. Se lo tomó muy mal.

– Pero ¿no lo negó? -preguntó Jeffrey.

– No -contestó-. No me di cuenta de eso hasta anoche. Nunca lo negó. Me dijo que debía rezar, dejar que el Señor decidiera a quién debía creer: si a él o a Genie. Yo confiaba en él. Tenía una noción tan estricta del bien y el mal… Lo consideraba un hombre temeroso de Dios.

– ¿Se enteró de eso alguien más de la familia?

Volvió a negar con la cabeza.

– Yo estaba avergonzada. Mi hija era una mentirosa -Mary se corrigió-: Bueno, mentía sólo sobre algunas cosas. Ahora me doy cuenta, pero entonces, no lo veía tan claro. Genie era una chica muy rebelde. Se drogaba. Iba con chicos. Se distanció de la iglesia. Se distanció de su familia.

– ¿Qué explicación dio para la desaparición de Genie?

– Hablé de ello con mi hermano y me aconsejó que dijera que se había fugado con un chico. Era una historia creíble. Pensé que nos ahorraría a todos el bochorno de la verdad, y ninguno de nosotros quería disgustar a Cole. -Se enjugó una lágrima con el pañuelo-. En esa época su presencia era muy valiosa para nosotros. Mis dos hermanos estaban fuera estudiando, y las chicas no éramos capaces de llevar la granja. Cole se ocupaba de todo junto con mi padre; era esencial para que la granja funcionase.

De pronto se abrió la puerta cortafuegos y apareció Frank, que se detuvo en seco cuando vio a Jeffrey y Mary Ward sentados ante el escritorio. Entró en el despacho y, tras apoyar una mano en el hombro de Jeffrey, le dio una carpeta. Jeffrey la abrió, a sabiendas de que Frank no lo habría interrumpido a menos que se tratara de algo importante. Lena advirtió que miraba varios faxes. La comisaría tenía un presupuesto muy justo y el fax, un aparato de diez años, funcionaba con papel térmico en lugar del normal. Jeffrey alisó las páginas mientras las examinaba. Cuando alzó la vista, Lena no supo adivinar si las noticias eran buenas o malas.

– Mary -dijo Jeffrey-, la he llamado señora Ward todo este tiempo. ¿Su nombre de casada es Morgan?

La sorpresa asomó a la cara de Mary.

– Sí -contestó-. ¿Por qué?

– ¿Y su hija se llama Teresa Eugenia Morgan?

– Sí.

Jeffrey le concedió un momento para recomponerse.

– Mary -empezó a decir-. ¿Abby conoció a su hija?

– Claro que sí -dijo-. Genie tenía diez años cuando nació Abby. La trató como si fuera su propia hija. Abby se quedó destrozada cuando Genie se marchó. Las dos sufrieron mucho.

– ¿Es posible que Abby visitara a su hija el día que fue a Savannah?

– ¿A Savannah?

Jeffrey sacó un fax.

– Según vemos aquí, la dirección de Genie es el 241 de Sandon Square, Savannah.

– Pues no -replicó ella, confusa-. Mi hija vive aquí mismo, comisario Tolliver. Su apellido de casada es Stanley.

De camino a casa de los Stanley, Lena iba al volante mientras Jeffrey hablaba por el móvil con Frank. Apuntaba lo que le decía éste en un bloc de espiral apoyado en la rodilla, confirmando con gruñidos que iba tomando nota.

Lena echó un vistazo al espejo retrovisor para asegurarse de que Brad Stephens los seguía detrás en su coche patrulla. Por una vez, se alegró de la presencia del joven policía. Brad era un bobalicón, pero últimamente había estado haciendo gimnasia y la prueba de ello era la musculatura que había desarrollado. Jeffrey les había hablado del revólver cargado que guardaba Dale Stanley encima de uno de los armarios del garaje. Aunque Lena no se moría de ganas de enfrentarse al marido de Terri, esperaba en parte que diera algún pretexto a Jeffrey y Brad para demostrarle cómo se sentía uno cuando otra persona más grande y más fuerte lo molía a palos.