Lena quiso llevarse la mano a la pistola, pero sabía que debía obedecer las indicaciones de Jeffrey. Él mantenía los brazos a los lados, pensando seguramente que lograría convencer a Dale. Ella no lo veía tan claro.
– Me están agobiando -se quejó Dale-. Eso no me gusta.
Levantó la llave a la altura del pecho, con un extremo apoyado en la palma de la mano. Lena sabía que ese hombre no era tonto. La llave podía hacer mucho daño, pero no a tres personas a la vez, y menos teniendo en cuenta que las tres iban armadas. Observó a Dale atentamente, segura de que intentaría coger la pistola.
– Esta actitud no va a beneficiarle en nada -le advirtió Jeffrey-. Sólo queremos hablar con Terri.
Dale se movió con notable agilidad para un hombre de su tamaño, pero Jeffrey se le adelantó. Cogió la porra del cinturón de Brad y golpeó a Dale en las corvas cuando éste se abalanzó hacia la pistola. Dale se desplomó como una pila de ladrillos.
Lena no pudo por menos de sobrecogerse al ver a Brad, normalmente tan dócil, hincar la rodilla en la espalda de Dale, aplastándolo contra el suelo mientras lo esposaba. Había bastado con un golpe en las corvas para derribarlo. Ni siquiera se resistió cuando Brad, tras ponerle un juego de esposas en cada mano, le tiró de los brazos hacia atrás para inmovilizárselos a la espalda.
– Le he advertido que no lo hiciera -dijo Jeffrey a Dale.
Dale aulló como un perro cuando Brad lo puso de rodillas.
– Joder, tenga cuidado -se quejó, moviendo los hombros como si temiera que se le hubieran desencajado-. Quiero llamar a mi abogado.
– Ya lo hará más tarde. -Jeffrey le devolvió la porra a Brad y ordenó-: Llévalo al asiento trasero del coche.
– Sí, jefe -dijo Brad, y puso a Dale en pie, provocando otro aullido.
El grandullón se dirigió al coche arrastrando los pies y levantando una nube de polvo detrás de él.
– No es tan duro como parece, ¿eh? -dijo Jeffrey en voz baja para que sólo lo oyera Lena-. Seguro que se cree muy hombre cuando le da una paliza a su mujer.
Lena sintió que el sudor le resbalaba por la espalda. Jeffrey se sacudió el polvo de la pernera del pantalón con la mano antes de encaminarse hacia la casa.
– Ahí dentro hay dos niños -recordó a Lena.
Lena buscó algo que decir.
– ¿Crees que Terri se resistirá?
– No sé qué hará.
La puerta se abrió antes de que llegaran al porche delantero. Terri Stanley estaba dentro, con un bebé dormido en brazos. A su lado había otro niño, de unos dos años, que se frotaba los ojos con los pequeños puños, como si acabara de despertarse. Terri tenía las mejillas hundidas, círculos oscuros en torno a los ojos, un labio reventado, un hematoma reciente de color amarillo azulado en la mandíbula y verdugones de un color rojo encendido en el cuello. Lena entendió por qué Dale no había querido que hablaran con su mujer. La había molido a palos. Lena no se explicaba cómo se tenía en pie.
Terri observó a Brad llevarse a su marido al coche patrulla y, eludiendo la mirada de Jeffrey y Lena, dijo con voz inexpresiva:
– No presentaré cargos. Ya pueden soltarlo.
Jeffrey se volvió hacia el coche.
– Sólo vamos a hacerle sufrir un rato.
– Así sólo empeoran las cosas -hablaba con cuidado, obviamente para evitar que se le partiera el labio otra vez. Lena conocía el truco, igual que conocía el dolor en la garganta que se sentía al forzar la voz para hacerse entender-. Nunca me había pegado así. No en la cara. -Se le quebró la voz. Estaba desbordada, no tenía escapatoria-. Que mis hijos tengan que ver esto…
– Terri… -empezó a decir Jeffrey, pero no supo cómo seguir.
– Me matará si lo dejo -arrastraba las palabras a causa del labio hinchado.
– Terri…
– No voy a presentar cargos.
– No se lo estamos pidiendo.
Terri titubeó, como si no fuera ésa la respuesta que esperaba.
– Tenemos que hablar con usted -dijo Jeffrey.
– ¿De qué?
Jeffrey recurrió a un viejo truco de policías.
– Eso usted ya lo sabe.
Lanzó una mirada a su marido, sentado en el asiento trasero del coche patrulla de Brad.
– No le hará daño.
Lo miró con cautela, como si Jeffrey le hubiese contado un chiste malo.
– No nos iremos a ninguna parte hasta que hablemos con usted -dijo Jeffrey.
– Supongo que pueden pasar -cedió por fin, retrocediendo y apartándose de la puerta abierta-. Tim, mamá tiene que hablar con esta gente.
Cogió al niño de la mano y lo llevó a una habitación con un gran televisor en el centro. Lena y Jeffrey esperaron en el amplio vestíbulo al pie de la escalera mientras Terri ponía un DVD.
Lena alzó la vista hacia el elevado techo, que cubría el vestíbulo y el pasillo del piso superior. En el lugar donde debía colgar una araña sólo se veían cables sueltos asomando de una placa de yeso. La pared junto a la escalera estaba rayada, y alguien había abierto un pequeño boquete en lo alto. Los barrotes que sostenían el pasamanos del otro lado se veían un tanto doblados, y cerca del rellano de arriba varios se habían agrietado o roto. Debió de hacerlo Terri, pensó Lena, e imaginó a Dale subiéndola a rastras por la escalera y a ella agitando las piernas desesperadamente. En total había contado doce peldaños y el doble de barrotes a los que agarrarse en un intento de impedir lo inevitable.
Las voces agudas de una película de dibujos animados resonaron en las frías baldosas del vestíbulo. Terri volvió, todavía con el pequeño en brazos.
– ¿Dónde podemos hablar? -preguntó Jeffrey.
– Permítame acostarlo primero -le pidió, refiriéndose al bebé-. La cocina está allí atrás.
Subió por la escalera y Jeffrey ordenó a Lena que la siguiera con un gesto.
La casa era más espaciosa de lo que parecía desde fuera. El rellano al final de la escalera conducía a un largo pasillo y a una serie de habitaciones, en apariencia tres dormitorios y un cuarto de baño. Terri entró en la primera, y Lena se detuvo y no la siguió. Se quedó en la puerta, desde donde vio a la mujer acostar al bebé dormido en la cuna. La habitación tenía una decoración alegre, con nubes en el techo, y una escena pastoral con ovejas y vacas felices en las paredes. Encima de la cuna, colgaba un móvil con más ovejas. Lena no veía al niño mientras su madre le acariciaba la cabeza, pero sí lo vio estirar las pequeñas piernas cuando Terri le quitó los patucos. Nunca había reparado en que los bebés tenían unos pies tan minúsculos, con dedos como nudos, y las plantas se doblaban como la piel de un plátano al acercar las rodillas al pecho.
Terri miraba a Lena fijamente por encima del hombro.
– ¿Tienes hijos? -emitió un sonido ronco que Lena interpretó como un asomo de risa-. O sea, aparte del que dejaste en Atlanta.
Lena sabía que estaba amenazándola, que con sus palabras pretendía recordarle que las dos habían acudido a aquella clínica por el mismo motivo, pero Terri Stanley no era la clase de mujer capaz de cumplir con la amenaza. Cuando se volvió, Lena no pudo evitar compadecerse de ella. A la luz del sol que entraba en la habitación, el hematoma de la mandíbula de Terri se veía como en tecnicolor. Se le había abierto la herida del labio y un hilo de sangre le caía por el mentón. Lena se dio cuenta de que hacía seis meses ésa podría haber sido su propia imagen en un espejo.
– Harías cualquier cosa por ellos -dijo Terri con tristeza-. Soportarías cualquier cosa.
– ¿Cualquier cosa?
Terri tragó saliva y se estremeció de dolor. Saltaba a la vista que Dale había intentado estrangularla. Las moraduras aún no eran visibles, pero ya saldrían, como un collar oscuro alrededor de la garganta. Las escondería con una buena capa de maquillaje, pero ella se sentiría agarrotada toda la semana, movería la cabeza con cuidado, intentaría tragar sin hacer una mueca, esperaría a que los músculos se relajaran y desapareciera el dolor.