– No puedo explicarlo… -dijo.
Lena no era quién para sermonearla.
– Sabes que no es necesario.
– Ya -coincidió Terri.
Se volvió y tapó al bebé con una manta celeste.
Lena contempló su espalda y se preguntó si Terri sería capaz de cometer un asesinato. Si lo era, sin duda sería de las que usarían veneno. Era imposible que Terri fuera capaz de matar a alguien mirándolo a la cara. Era obvio que se había resarcido con Dale. Éste no tenía el ojo a la funerala por un accidente en el afeitado.
– Parece que le has sacudido una buena -comentó Lena.
Terri se volvió, confusa.
– ¿Cómo dices?
– A Dale -aclaró, señalándose el ojo.
Terri desplegó una sincera sonrisa y le cambió la expresión por completo. Lena vislumbró a la mujer que había sido antes de que empezara todo aquello, antes de las palizas de Dale, antes de que la vida se convirtiera en un martirio en lugar de una fuente de satisfacciones. Era una mujer hermosa.
– Lo he pagado caro -dijo Terri-, pero qué bien me ha sabido.
Lena también sonrió, pues conocía el placer de defenderse. Al final costaba caro, pero de entrada era fantástico, casi como un colocón.
Terri respiró hondo y dejó escapar el aire.
– Acabemos con esto de una vez.
Lena bajó por la escalera detrás de ella, sus pasos resonando en el suelo de madera. En la planta baja, no había alfombras y el ruido parecía el chacoloteo de un caballo. Dale no debía de haber puesto alfombras a propósito, para saber exactamente dónde estaba su mujer en todo momento.
Entraron en la cocina, donde Jeffrey contemplaba las fotos y los dibujos infantiles en la nevera. Lena vio que Terri había escrito los nombres de los animales que aparentemente representaba cada figura: león, tigre, oso. Para el punto de la «i» había trazado un círculo abierto como las adolescentes.
– Siéntense -invitó Terri, y apartó una silla de la mesa.
Jeffrey se quedó de pie, pero Lena tomó asiento frente a Terri. La cocina se hallaba razonablemente recogida para esa hora de la mañana. Los platos y los cubiertos del desayuno estaban en el escurridor, y la encimera, limpia. Lena se preguntó si Terri era ordenada por naturaleza o si Dale se lo había impuesto a golpes.
Terri se miró las manos, entrelazadas sobre la mesa. Era una mujer menuda, pero su actitud encogida la hacía parecer más pequeña aún. Irradiaba un aura de tristeza. Lena no se explicaba cómo Dale conseguía pegarle sin partirla en dos.
– ¿Quieren tomar algo? -ofreció Terri.
Lena y Jeffrey rechazaron la invitación al unísono. Tras lo sucedido a Cole Connolly, Lena dudaba que volviera a aceptar algo de nadie.
Terri se reclinó en la silla y Lena la observó atentamente. Advirtió que eran más o menos de la misma estatura y tenían una constitución parecida. Terri debía de pesar unos cinco kilos menos y era tres o cuatro centímetros más baja, pero no había grandes diferencias entre las dos.
– ¿No han venido para hablar de Dale?
– No.
Se tiró de un repelo de la cutícula del pulgar. Se veía sangre seca donde ya se había arrancado piel antes.
– Tenía que haber supuesto que al final vendrían.
– ¿Y eso por qué? -preguntó Jeffrey.
– Por la nota que le envié a la doctora Linton -contestó-. Supongo que no fue muy astuto por mi parte.
Esta vez Jeffrey tampoco reaccionó.
– ¿Y eso por qué?
– Bueno, ya sé que pueden encontrar en ella toda clase de pruebas.
Lena asintió como si eso fuera cierto, pensando que esa mujer había visto demasiadas series policíacas por televisión, donde las técnicos de laboratorio se paseaban en trajes de Armani y zapatos de tacón, extraían restos de cutícula de la espina de una rosa, volvían a su laboratorio y allí, por un milagro de la ciencia, descubrían que el agresor era un albino diestro que coleccionaba sellos y vivía con su madre. Al margen de que ningún laboratorio criminal del mundo podía permitirse pagar los millones de dólares que costaban los equipos que salían en esas series, la verdad era que el ADN se descomponía. Factores externos podían influir en la cadena, o a veces la muestra era escasa. Las huellas dactilares tenían que ser interpretadas, y eran pocos los casos en que hubiera suficientes puntos de comparación para poder presentarlas en un juicio.
– ¿Por qué le envió la carta a la doctora Linton? -preguntó Jeffrey.
– Sabía que ella haría algo -respondió Terri, y se apresuró a añadir-: No es que creyera que ustedes se quedarían de brazos cruzados, pero la doctora Linton cuida de la gente. Se preocupa de verdad. Sabía que ella lo entendería. -Se encogió de hombros-. Sabía que se lo contaría a usted.
– ¿Y por qué no se lo dijo personalmente? -preguntó Jeffrey-. Y a mí me vio el lunes por la mañana en la consulta. ¿Por qué no me lo dijo entonces?
Terri soltó una risa forzada.
– Dale me mataría si supiera que me he metido en esto. Detesta la iglesia. Detesta todo lo que tenga que ver con ellos. Pero es que… -se le apagó la voz-. Cuando me enteré de lo que le había sucedido a Abby, pensé que ustedes debían saber que ese hombre ya lo había hecho antes.
– ¿Quién lo hizo antes?
Tragó saliva antes de pronunciar su nombre.
– Cole.
– ¿La metió en una caja en el bosque? -preguntó Jeffrey.
Terri asintió y el pelo le tapó los ojos.
– Se suponía que habíamos ido a acampar. Me llevó a dar un paseo. -Hizo una pausa-. Llegamos a un claro, y había un hoyo en el suelo. Un rectángulo. Con una caja dentro.
– ¿Y qué hiciste? -preguntó Lena.
– No me acuerdo -le contestó Terri-. Creo que ni siquiera tuve tiempo de gritar. Me pegó muy fuerte y me metió dentro de un empujón. Me hice una herida en la rodilla y me arañé la mano. Empecé a chillar, pero él se me echó encima y levantó el puño, como si fuera a pegarme. -Guardó silencio por un momento, intentando mantener la compostura mientras contaba lo sucedido-. Así que no me moví. No me moví mientras él me tapaba con las tablas de madera, clavándolas una por una…
Lena se miró las manos mientras pensaba en los clavos penetrando en la madera, el sonido metálico del martillo al golpear la cabeza de metal, el miedo insondable mientras ella permanecía allí, incapaz de salvarse.
– Él rezaba -prosiguió Terri-. Decía cosas como que Dios le había dado la fuerza, que él sólo era un instrumento del Señor. -Cerró los ojos y se le saltaron las lágrimas-. Y de pronto tuve delante esas tablas negras. Se filtraba un poco de luz entre ellas, supongo, pero sólo parecía un poco menos negro que la oscuridad total. Aquello estaba tan oscuro… -Se estremeció al recordarlo-. Lo oí echar la tierra sobre la tapa, sin prisas, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Y rezaba sin parar, levantando la voz cada vez más, como para asegurarse de que yo lo oía.
Calló, y Lena preguntó:
– ¿Y qué hiciste?
Terri tragó saliva de nuevo.
– Empecé a chillar, y mis gritos sólo resonaron en la caja. Me hacían daño en los oídos. No veía nada. Apenas podía moverme. A veces todavía lo oigo -dijo-. Por la noche, cuando intento dormir, oigo el ruido sordo de la tierra que cae sobre la caja. El polvo que se filtra, que se me pega en la garganta. -Al recordarlo, empezó a sollozar-. Era un hombre malísimo.
– Por eso usted se marchó de casa -comentó Jeffrey.
Terri se sorprendió de que dijera eso.
– Su madre nos ha contado lo que pasó, Terri -explicó Jeffrey.
Terri se echó a reír, un sonido hueco desprovisto del menor sentido del humor.
– ¿Mi madre?
– Esta mañana ha venido a la comisaría.
Asomaron más lágrimas a sus ojos y le empezó a temblar el labio inferior.
– ¿Se lo ha contado ella? -preguntó-. ¿Mi madre les ha contado lo que hizo Cole?
– Sí.
– No me creyó -dijo Terri con un hilo de voz-. Le conté lo que me hizo, y ella me contestó que me lo había inventado, que iría al infierno. -Miró alrededor, la cocina, su vida-. Supongo que tenía razón.