Rebecca lloraba a lágrima viva.
– Nunca hacíamos nada bien. La tenía tomada con Abby, intentaba meterla en líos. Le decía que al final se presentaría un hombre y le daría su merecido, que sólo era cuestión de tiempo.
– Chip -dijo Terri, escupiendo el nombre-. A mí me hizo lo mismo: me puso a Adam delante.
– ¿Paul lo urdió todo para que Abby se liara con Chip?
– Lo único que tenía que hacer era asegurarse de que pasaban mucho tiempo juntos. Los hombres son así de idiotas. -Se sonrojó, como si de pronto se acordara de que Jeffrey era un hombre-. O sea…
– No se preocupe -dijo Jeffrey, sin comentar que las mujeres podían ser igual de idiotas; si no fuera así, no tendría trabajo.
– Simplemente le gustaba ser testigo de las desgracias ajenas -comentó Terri-. Quiere controlar a las personas, tenderles trampas y luego verlas estrellarse. -Se mordió el labio inferior y un hilo de sangre brotó de la herida. Era evidente que el paso de los años no había aplacado su ira-. Nadie lo pone en tela de juicio. Todos dan por sentado que dice la verdad. Lo adoran.
Rebecca había permanecido en silencio, pero parecía que las palabras de Terri le habían dado la fuerza necesaria. Alzó la vista y dijo:
– El tío Paul puso a Chip en la oficina con Abby. Chip no sabía nada de ese tipo de trabajo, pero Paul se aseguró así de que pasaban juntos tiempo suficiente para que acabara ocurriendo algo.
– ¿Para que ocurriera qué? -preguntó Lena.
– ¿Y tú qué crees? Estaba embarazada.
Rebecca ahogó un grito y, atónita, miró a su prima.
– Lo siento, Becca -se apresuró a disculparse Terri-. No tenía que habértelo dicho.
– El bebé… -susurró Rebecca, llevándose la mano al pecho-. Su bebé está muerto. -Las lágrimas le resbalaron por las mejillas-. Dios mío, también asesinó al bebé.
Lena enmudeció, y Jeffrey la observó atentamente, sin entender por qué las palabras de Rebecca le habían producido semejante efecto. Terri, igual de sobrecogida, fijó la mirada en la nevera, en los dibujos de vivos colores de sus hijos. «León. Tigre. Oso.» Depredadores, todos. Como Paul.
Jeffrey no tenía ni idea de qué demonios pasaba allí, pero sí sabía que Lena había planteado algo importante.
– ¿Quién mató al bebé? -preguntó Jeffrey.
Rebecca alzó la vista hacia Terri, y ambas miraron a Jeffrey.
– Cole -dijo Terri, como si eso fuera evidente-. La mató Cole.
– ¿Cole envenenó a Abby? -especificó Jeffrey.
– ¿La envenenó? -repitió Terri, con expresión perpleja-. Pero si se asfixió…
– No, Terri. Abby fue envenenada -explicó Jeffrey-. Alguien la mató con cianuro.
Terri se hundió en la silla, y en su expresión se adivinó que por fin entendía lo sucedido.
– Dale tiene cianuro en su garaje.
– Así es -coincidió Jeffrey.
– Paul estuvo allí -dijo ella-. Entra y sale cuando quiere.
Jeffrey mantenía la atención fija en Terri, deseando con toda su alma que Lena se diera cuenta de la envergadura de su error al no formular una pregunta tan sencilla a Terri. La hizo en ese momento:
– ¿Paul sabía que allí había cianuro?
Terri asintió.
– Un día me los encontré a los dos en el garaje. Dale preparaba revestimientos de cromo para un coche de Paul.
– ¿Eso cuándo fue?
– Hará unos cuatro o cinco meses -respondió-. Su madre lo llamó por teléfono y yo fui a avisarle. Dale se enfadó conmigo porque yo no podía entrar en su taller. A Paul no le gustaba verme allí. Ni siquiera me miraba. -Se le demudó el rostro, y Jeffrey advirtió que no quería hablar de eso delante de su prima-. Dale hizo un comentario en broma acerca del cianuro. Era un puro alarde delante de Paul, para demostrarle lo tonta que era.
Jeffrey ya se lo imaginaba, pero necesitaba oírlo.
– ¿Y qué fue lo que dijo Dale, Terri?
Se mordió el labio y resbaló otro hilo de sangre.
– Me dijo que un día de éstos iba a ponerme cianuro en el café, que ni siquiera me daría cuenta hasta que me llegara al estómago y los ácidos activaran el veneno. -Le tembló el labio, pero esta vez fue de indignación-. Me dijo que el veneno me mataría poco a poco, que yo sabría exactamente qué me pasaba y que él se quedaría mirándome, viendo cómo me revolcaba por el suelo y me cagaba encima. Me dijo que me miraría a los ojos hasta el último momento para que yo supiera que me había envenenado él.
– ¿Y qué hizo Paul al oír eso? -preguntó Jeffrey.
Terri miró a Rebecca y tendió la mano para acariciarle el pelo. Todavía le costaba hablar mal de Dale, y Jeffrey no entendía de qué quería proteger a la chica.
Jeffrey repitió la pregunta.
– ¿Qué hizo Paul al oír eso, Terri?
Terri bajó la mano y la apoyó en el hombro de Rebecca.
– Nada -contestó-. Pensé que se reiría, pero no hizo absolutamente nada.
Jeffrey consultó su reloj por tercera vez y volvió a mirar a la secretaria apostada como un centinela ante el despacho de Paul en la granja. Era menos locuaz que la de Savannah, pero tenía una actitud igual de protectora con su jefe. La puerta detrás de ella estaba abierta, y Jeffrey vio unas espléndidas butacas de piel y una mesa consistente en dos enormes pies de mármol con un tablero de cristal encima. Las paredes estaban recubiertas de estanterías, con libros de derecho encuadernados en cuero y objetos de golf desperdigados por doquier. Terri Stanley tenía razón; sin duda, a su tío le gustaba tener juguetes.
La secretaria de Paul apartó la vista del ordenador y dijo:
– Paul debe de estar a punto de llegar.
– ¿Puedo esperar en su despacho? -propuso Jeffrey, pensando que así podría examinar los objetos de Paul.
La secretaria se rió ante semejante idea.
– Paul ni siquiera me deja entrar a mí cuando no está -dijo, sin dejar de teclear-. Será mejor que se quede aquí. No tardará.
Jeffrey se cruzó de brazos y se reclinó contra el respaldo de la silla. Sólo hacía cinco minutos que esperaba, pero empezaba a pensar que tal vez debía ir a buscar al abogado él mismo. Si bien la secretaria no había llamado a su jefe para avisarle que el comisario estaba allí, su coche oficial blanco con los distintivos oficiales se veía a la legua. Jeffrey había aparcado justo delante de la puerta principal del edificio.
Volvió a mirar el reloj, advirtiendo que había pasado otro minuto. Había dejado a Lena en casa de los Stanley para vigilar a las dos mujeres. No quería que la culpa llevara a Terri a cometer alguna tontería, como, por ejemplo, llamar a su tía Esther o, peor aún, a su tío Lev. Jeffrey les había dicho que Lena se quedaba allí para protegerlas, y ninguna de las dos lo había puesto en duda. Brad se había llevado a Dale acusado de resistirse a la autoridad, pero no podrían retenerlo más de un día. Jeffrey dudaba seriamente que Terri fuera a colaborar en la acusación. A sus treinta años escasos, con dos niños enfermos, sin oficio ni beneficio, estaba atada de pies y manos. Lo mejor que podía hacer Jeffrey era hablar con Pat Stanley y decirle que pusiera orden en casa de su hermano. Si de Jeffrey dependiera, Dale estaría en esos momentos en el fondo de una cantera.
– ¿Reverendo Ward? -dijo la secretaria, y Lev asomó la cabeza por la puerta de recepción-. ¿Sabe dónde está Paul? Tiene una visita.
– Comisario Tolliver -saludó Lev, entrando en la recepción. Estaba secándose las manos con una toalla de papel y Jeffrey supuso que salía del lavabo-. ¿Ocurre algo?