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Jeffrey lo observó, aún no del todo convencido de que ignoraba por completo lo que sucedía. Rebecca y Terri habían insistido en ello, pero para Jeffrey era evidente que Lev Ward llevaba la voz cantante en la familia. No le cabía en la cabeza que Paul pudiera salirse con la suya ante las narices de su hermano mayor.

– Busco a su hermano -dijo Jeffrey. Lev consultó su reloj.

– Tenemos una reunión dentro de veinte minutos. No creo que haya ido muy lejos.

– Necesito hablar con él ahora.

– ¿Puedo ayudarlo en algo? -se ofreció Lev.

Jeffrey se alegró de que le facilitara las cosas.

– Vayamos a su despacho -dijo.

– ¿Tiene que ver con Abby? -preguntó Lev mientras recorría el pasillo hacia el fondo del edificio.

Llevaba unos vaqueros gastados, una camisa de franela y unas botas camperas viejas a las que debían de haberles cambiado las medias suelas al menos media docena de veces. Del cinturón llevaba prendida una funda de cuero con un cúter de los que se usan para cortar moquetas.

– ¿Está poniendo una moqueta? -preguntó Jeffrey, recelando de la herramienta, que tenía una cuchilla muy afilada capaz de cortar prácticamente cualquier cosa.

Lev se quedó desconcertado.

– Ah -dijo, mirándose la cadera como si se sorprendiera de descubrir la funda allí-. Estaba abriendo cajas -explicó-. Los viernes siempre nos llegan los pedidos. -Se detuvo frente a una puerta abierta-. Ya hemos llegado.

Jeffrey leyó el cartel en la puerta, que rezaba: ALABADO SEA EL SEÑOR, ¡ADELANTE!

– Mi humilde morada -dijo Lev, señalando el despacho.

A diferencia de su hermano, no tenía una secretaria que le vigilase el despacho. De hecho, el suyo era pequeño, casi como el de Jeffrey. Ocupaba el centro de la habitación un escritorio metálico y una silla con ruedas sin brazos. Enfrente había dos sillas plegables y alrededor, en el suelo, ordenadas pilas de libros. Colgaban de las paredes, sujetos con chinchetas, dibujos infantiles, probablemente de Zeke.

– Disculpe el desorden -dijo Lev-. Según mi padre, una habitación revuelta es señal de una cabeza revuelta. -Se rió-. Supongo que tiene razón.

– El despacho de su hermano es un poco… un poco más lujoso.

Lev volvió a reír.

– Mi padre no paraba de meterse con él cuando éramos pequeños, pero ahora Paul ya es un hombre adulto, un poco mayor para que lo aleccionen. -Se puso serio-. La vanidad es un pecado, pero todos tenemos nuestras debilidades.

Jeffrey volvió a lanzar una mirada al vestíbulo y vio una fotocopiadora en un pequeño pasillo delante del despacho.

– ¿Y cuál es su debilidad, Lev? -preguntó Jeffrey.

Lev pareció pensárselo.

– Mi hijo.

– ¿Quién es Stephanie Linder?

Lev se sorprendió.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Respóndame.

– Era mi mujer. Murió hace cinco años.

– ¿Está usted seguro de eso?

Lev se indignó.

– Cómo no voy a saber si mi mujer está viva o muerta.

– Lo pregunto por curiosidad -explicó Jeffrey-. Verá, hoy ha venido su hermana Mary a verme y me ha dicho que tiene una hija. No recuerdo que nadie lo haya mencionado antes.

Lev tuvo el sentido común de mostrar arrepentimiento.

– Sí, es verdad que tiene una hija.

– Una hija que huyó de su familia.

– Genie, o Terri, como ahora prefiere llamarse, fue una adolescente muy conflictiva. Tuvo una vida muy difícil.

– Yo diría que todavía lo es. ¿Usted no lo cree?

– Se ha reformado -la defendió-. Pero es una chica orgullosa. Todavía albergo la esperanza de que se reconcilie con la familia.

– Su marido le pega.

Lev se quedó boquiabierto.

– ¿Dale?

– Cole la metió en una caja también a ella. Como a Abby. Cuando lo hizo, Terri tenía más o menos la misma edad que Rebecca. ¿Mary no se lo contó nunca?

Lev puso la mano en la mesa como si necesitara apoyo para mantenerse en pie.

– Pero ¿por qué…? -Calló al caer en la cuenta de lo que había estado haciendo Cole Connolly durante todos esos años-. Dios mío -susurró.

– Tres veces, Lev. Cole metió a Abby en esa caja tres veces. La última vez no salió.

Lev alzó la vista hacia el techo, y Jeffrey sintió alivio al ver que era para contener las lágrimas y no para empezar a rezar espontáneamente. Jeffrey le dio tiempo, dejándolo luchar con sus emociones

Finalmente, Lev preguntó:

– ¿A quién más? ¿A quién más se lo hizo? -Jeffrey no contestó, pero se alegró de percibir indignación en la voz de Lev-. Mary nos dijo que Genie se había fugado a Atlanta para abortar. -Obviamente creyó adivinar la siguiente observación de Jeffrey, porque añadió-: Mi padre tiene unas creencias muy firmes acerca de la vida, comisario Tolliver, al igual que yo. Aun así… -Hizo una pausa, como si necesitara un mornento para recomponerse-. Nunca le habríamos dado la espalda. Jamás. Todos hacemos cosas que Dios no aprueba, eso no significa necesariamente que seamos malos. Nuestra Genie, o Terri, no era mala chica. Era una adolescente que cometió un error, un error muy grande. La buscamos y la buscamos. Pero ella no quería que la encontráramos. -Cabeceó-. Si lo hubiese sabido…

– Alguien lo sabía -dijo Jeffrey.

– No -insistió Lev-. Si alguno de nosotros hubiese sabido lo que hacía Cole, las repercusiones habrían sido muy graves. Yo mismo habría llamado a la policía.

– Según parece, no les gusta que la policía intervenga en sus asuntos.

– Quiero proteger a nuestros empleados.

– Pues mi impresión es que han puesto a su familia en peligro por intentar salvar a un montón de desconocidos.

Lev apretó la mandíbula.

– Es lógico que lo vea así.

– ¿Por qué no quiso denunciar la desaparición de Rebecca?

– Siempre vuelve -contestó-. Entiéndalo, es una chica muy tozuda. Nosotros no podemos hacer nada…

– No acabó la frase-. No creerá… -Titubeó-. ¿Cole…?

– ¿Que si Cole enterró a Rebecca como a las demás niñas? -acabó Jeffrey la pregunta, observando a Lev atentamente, intentando adivinar qué pasaba por su cabeza-. ¿Usted qué cree, reverendo Ward?

Lev suspiró lentamente, como si le costara asimilar todo aquello.

– Tenemos que encontrarla. Siempre va al bosque. Dios mío, el bosque… -Hizo ademán de marcharse.

– Está a salvo -dijo Jeffrey para detenerlo.

– ¿Dónde? -preguntó Lev-. Lléveme a verla. Esther está destrozada.

– Está a salvo -se limitó a decir Jeffrey-. Todavía no he acabado de hablar con usted.

Lev comprendió que la única manera de salir por la puerta era pasando por encima de Jeffrey. Aunque estaba seguro de que hubiera ganado la pelea, Jeffrey se alegró de que Lev, más alto que él, desistiera.

– ¿Llamará al menos a su madre? -preguntó Lev.

– Ya lo he hecho -mintió Jeffrey-. Esther se ha alegrado mucho de saber que estaba bien.

Lev volvió a sentarse con un profundo alivio, pero sin duda aún alterado.

– No es fácil asimilar una cosa así. -Tenía la costumbre de morderse el labio inferior, igual que su sobrina-. ¿Por qué me ha preguntado por mi mujer?

– ¿Alguna vez fue propietaria de una casa en Savannah?

– Claro que no -contestó-. Stephanie vivió aquí toda su vida. Creo que ni siquiera fue nunca a Savannah.

– ¿Cuánto tiempo hace que Paul trabaja allí?

– Unos seis años, más o menos.

– ¿Por qué en Savannah?

– Tenemos muchos proveedores y clientes en esa zona. Para él es más cómodo tratar con ellos en persona. -Y añadió con cierto tono de culpabilidad-: A Paul la granja se le queda pequeña. Le gusta estar en la ciudad.

– ¿Su mujer no lo acompaña?

– Tiene seis hijos -señaló Lev-. Obviamente también pasa mucho tiempo en su casa.

Jeffrey advirtió que Lev había malinterpretado su pregunta, pero tal vez en esa familia era normal que los maridos dejaran solas a sus mujeres con los niños una semana de cada dos. Jeffrey no conocía a ningún hombre al que no le gustaría semejante apaño, pero no concebía que ninguna mujer se conformase.