– ¿Terri? -repitió Paul-. ¿Dónde coño estás? -Se oyeron sus lentos pasos en la cocina-. Joder, esto está patas arriba.
Con todas sus fuerzas, Lena cogió a Rebecca y la subió empujándola casi a rastras. Cuando llegaron arriba, estaba sin aliento y tenía la sensación de que le habían desgarrado las entrañas.
– ¡Estoy aquí! -respondió Terri a su tío, y se oyó el taconeo de sus zapatos en las baldosas del vestíbulo mientras se dirigía a la cocina.
Mientras oía sus voces amortiguadas en el piso de abajo, Lena metió a Rebecca y Tim en la primera habitación que encontró. Cuando se dio cuenta de que era la del bebé, ya era demasiado tarde.
En la cuna, el bebé gorjeó. Lena esperó a que se despertara y llorara. Después de lo que se le antojó una eternidad, el niño volvió la cabeza hacia el otro lado y siguió durmiendo.
– Ay, Señor -susurró Rebecca, rezando.
Lena le tapó la boca con la mano y la condujo con cuidado hacia el armario, seguida de Tim. Por primera vez, Rebecca pareció entrar en razón y abrió la puerta despacio, con los ojos muy cerrados, como si temiera que el menor ruido alertara a Paul de su presencia. Al ver que no ocurría nada, se sentó detrás de una pila de mantas de invierno en el suelo del armario y cogió a Tim en brazos.
Lena contuvo la respiración y cerró la puerta con sigilo, esperando a que Paul irrumpiera de un momento a otro. Apenas lo oía hablar por encima de los latidos de su corazón, pero de pronto sus pesados pasos resonaron en el hueco de la escalera.
– Esta casa está hecha una pocilga -dijo Paul, y lo oyó derribar objetos mientras recorría la casa. Lena sabía que estaba todo impecable, como también sabía que Paul estaba comportándose como un gilipollas-. Joder, Terri, ¿es que has vuelto a darle a la coca? ¡Vaya caos! ¿Cómo puedes criar a tus hijos aquí?
Terri farfulló una respuesta y Paul gritó:
– ¡No me repliques!
Había llegado al vestíbulo, donde su voz reverberaba en el suelo de baldosas y ascendía por el hueco de la escalera como el retumbo de un trueno. Con cautela, Lena salió de puntillas de la habitación del bebé y, arrimándose a la pared de enfrente, oyó a Paul gritar a Terri. Lena esperó un momento y luego se deslizó hacia la izquierda, en dirección al rellano de la escalera para ver qué ocurría abajo. Jeffrey le había ordenado que esperara, que escondiera a Rebecca hasta que él llegase. Debía quedarse en la habitación, vigilar que los niños no hicieran ruido y asegurarse de que estaban a salvo.
Lena contuvo la respiración mientras se acercaba a la escalera poco a poco y se arriesgó a echar un vistazo.
Paul estaba de espaldas a ella y Terri enfrente de él.
Lena retrocedió y se escondió tras la esquina. El corazón le latía con tanta fuerza que sentía palpitar una arteria a un lado del cuello.
– ¿Cuándo volverá? -exigió saber Paul.
– No lo sé.
– ¿Dónde está mi medallón?
– No lo sé.
Como Terri había contestado lo mismo a todas sus preguntas, al final Paul espetó:
– ¿Es que no sabes nada, Terri?
Ella guardó silencio, y Lena volvió a mirar hacia abajo para asegurarse de que seguía allí.
– No tardará -dijo Terri, alzando la vista hacia Lena-. Puedes esperarlo en el garaje.
– ¿No me quieres en tu casa? -preguntó él. Lena se apresuró a esconderse cuando Paul se dio la vuelta-. ¿Y eso por qué?
Lena se llevó la mano al pecho, deseando que se le apaciguara el corazón. Los hombres como Paul tenían un instinto casi animal. Podían oír a través de las paredes, ver todo lo que sucedía. Consultó la hora y calculó el tiempo que había transcurrido desde su llamada a Jeffrey. Aun si venía a toda velocidad con las luces de emergencia y la sirena encendidas, tardaría al menos un cuarto de hora en llegar.
– ¿Qué está pasando, Terri? ¿Dónde está Dale?
– Por ahí.
– Conmigo no te pases de lista.
Lena oyó un ruido semejante a una palmada. El corazón le dio un vuelco.
– Por favor, espera en el garaje.
– ¿Por qué no me quieres en tu casa, Terri? -preguntó Paul con la mayor naturalidad del mundo.
Otra vez el ruido. Lena no tuvo que mirar para saber qué ocurría. Conocía ese ruido repugnante, sabía que era una bofetada con la palma de la mano abierta, como también sabía lo que se sentía en la cara.
Se oyó algo en la habitación del bebé, Rebecca o Tim que se movían en el armario, y a continuación crujió una tabla del parqué. Lena cerró los ojos, paralizada. Jeffrey le había ordenado que esperara, que protegiera a Rebecca. Pero no le había dicho qué debía hacer si Paul las encontraba.
Lena abrió los ojos. Sabía exactamente qué haría. Con cuidado, desenfundó la pistola, apuntándola hacia el espacio por encima del rellano abierto. Paul era un hombre corpulento. Lo único que tenía Lena a su favor era el factor sorpresa, y no iba a renunciar a él por nada del mundo. Casi podía saborear la sensación de triunfo cuando Paul doblara la esquina y, en lugar de encontrarse con un niño asustado, se topase con una Glock ante su cara de presuntuoso.
– Es Tim -insistió Terri, en el piso de abajo.
Paul no dijo nada, pero Lena oyó pasos en la escalera de madera. Pasos lentos, sigilosos.
– Es Tim -repitió Terri. Los pasos se detuvieron-. Está enfermo.
– Toda tu familia está enferma -se mofó Paul, subiendo otro peldaño con unos mocasines Gucci que servirían para pagar un plazo de la hipoteca de la casa-. Es tu culpa, Terri. Por todas esas drogas que tomaste y esos tíos que te follaste. Por todas esas mamadas, todas esas veces que te dieron por el culo. Seguro que el semen te está pudriendo por dentro.
– Calla.
Sujetando la pistola con firmeza, Lena la sostuvo al frente, apuntada hacia el rellano abierto, mientras esperaba a que él llegara al final de la escalera para poder cerrarle la puta boca.
– Un día de éstos… -empezó a decir, subiendo otro peldaño-, un día de éstos tendré que contárselo a Dale.
– Paul…
– ¿Cómo crees que se sentirá cuando sepa que ha metido la polla ahí? -preguntó Paul-. ¿En toda esa mierda que tienes dentro?
– ¡Pero si tenía dieciséis años! -dijo ella entre sollozos-. ¿Qué iba a hacer? ¡No me quedaba más remedio!
– Y ahora tus hijos están enfermos -dijo, regodeándose en la angustia de Terri-. Están enfermos por lo que hiciste. Enfermos por esa roña y mugre que tienes dentro.
A Lena se le encogió el estómago de odio al oír el tono con que hablaba. Sintió el impulso de hacer algún ruido para incitarlo a subir más deprisa. La pistola le quemaba en la mano, lista para disparar en cuanto él entrara en su ángulo de visión.
Paul siguió subiendo.
– No eras más que una puta de mierda -dijo.
Terri calló.
– ¿Y has vuelto a las andadas? -prosiguió él, acercándose a Lena.
Sólo unos pasos más y habría llegado. Sus palabras eran tan odiosas, tan familiares. Podía ser Ethan hablándole a ella. Ethan subiendo por la escalera para molerla a palos.
– ¿Te crees que no sé para qué necesitabas el dinero? -preguntó Paul. Se había detenido a un par de peldaños del rellano, tan cerca de Lena que ésta olía su colonia de aroma floral-. Trescientos cincuenta pavos -comentó, dando una palmada a la barandilla como si contara un chiste-. Eso es mucho dinero, Ter. ¿En qué te gastaste toda esa pasta?
– Te dije que te lo devolvería.
– Ya me lo devolverás cuando puedas -dijo, como si fuera un viejo amigo en lugar de su verdugo-. Dime para qué era, Genie. Yo sólo quería ayudarte.
Con los dientes apretados, Lena observó la sombra de Paul detenerse en el rellano. Terri le había pedido a Paul el dinero para pagar la clínica. Seguro que la obligó a postrarse de rodillas y luego le dio una patada en la boca antes de marcharse.
– ¿Para qué lo querías? -repitió Paul; retrocedió escalera abajo ahora que su presa se lo ponía más fácil. Para sus adentros, Lena pidió a gritos que volviera, pero pocos segundos después oyó los pasos de Paul en el suelo de baldosas del vestíbulo como si hubiera bajado los últimos peldaños dando saltos de alegría-. ¿Para qué lo necesitabas, puta? -Terri no contestó, y él volvió a abofetearla. El ruido resonó en los oídos de Lena-. Contesta, puta.