Lena escuchaba y esperaba a que él subiera por la escalera para poder volarle la cabeza. Pero no subió. Era evidente que esas provocaciones formaban parte de un juego para él. Aun sabiéndolo, Lena no pudo evitar el pavor que la invadía al oír su voz. Era tan intenso su deseo de hacerle daño, de hacerlo callar para siempre… Nadie debía volver a escucharlo nunca más.
La puerta se abrió y se volvió a cerrar. Sin aliento, Terri dijo atropelladamente:
– No las encuentro. Las he buscado…
«Mierda -pensó Lena-. La pistola de Dale. No.»
– Perdona, pero no me extraña-dijo Paul.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Terri aún con voz trémula, pero Lena adivinó algo bajo el miedo, un conocimiento oculto que le daba poder.
Debía de haber cogido la pistola. Debía de pensar que era capaz de detenerlo.
Tim dijo algo y Paul se echó a reír.
– Exacto -coincidió Paul, y luego dijo a Terri-: Tim cree que su tía Rebecca está arriba.
Lena oyó otro ruido, esta vez un clic. Lo reconoció en el acto: el percutor de una pistola.
Paul se sorprendió, pero no se alarmó.
– ¿De dónde la has sacado?
– Es de Dale -respondió Terri, y Lena sintió que se le encogía el estómago-. Sé usarla.
Paul se echó a reír como si la pistola fuera de plástico. Lena se asomó para mirar desde lo alto de la escalera y lo vio caminar hacia Terri. Había perdido su oportunidad. Paul ahora tenía al niño. Debería haberse enfrentado a él en la escalera. Debería haberle disparado entonces. ¿Por qué coño le había hecho caso a Jeffrey? Debería haberse asomado por la esquina y haber acribillado a ese hijo de puta a balazos.
– Hay una gran diferencia entre saber usar una pistola y usarla -dijo Paul.
Lena percibió la mordacidad de sus palabras, odiándose por su indecisión. Maldijo a Jeffrey y sus órdenes. Ella sabía apañárselas sola. Debería haber hecho caso a su intuición desde el principio.
– Vete ya, Paul -dijo Terri.
– ¿Vas a usarla? -preguntó-. ¿Y si hieres a Tim? -La provocaba como si fuera un juego-. A ver qué tal estás de puntería. -Lena lo veía perfectamente, cómo acortaba la distancia entre él y Terri, con Tim en brazos. De hecho, zarandeaba al niño a la vez que acosaba a su sobrina-. Vamos, Genie, a ver cómo lo haces. Dispara a tu propio hijo. Ya has matado a uno, ¿no? ¿Qué más da otro?
A Terri le temblaban las manos. Sostenía la pistola al frente, con las piernas separadas y la culata apoyada en la palma de la mano. A cada paso que Paul daba, perdía poco a poco su determinación.
– Puta estúpida -la provocó-. Vamos, dispara. -Estaba a menos de medio metro de ella-. Aprieta el gatillo, chica. Muéstrame lo dura que eres. Hazte valer por una vez en tu patética vida. -Al final, tendió la mano y le quitó la pistola, diciendo-: Imbécil de mierda.
– Suéltalo -suplicó-. Sólo te pido que sueltes a mi hijo y te marches.
– ¿Dónde están esos papeles?
– Los quemé.
– ¡Mentira!
Le golpeó la mejilla con la pistola. Terri se cayó al suelo y escupió un chorro de sangre.
Lena sintió el dolor en sus propios dientes, como si Paul le hubiera pegado a ella. Tenía que hacer algo. Tenía que acabar con aquello. Sin pensar, se arrodilló y luego se estiró boca abajo en el suelo. Según las normas, debía identificarse, dar a Paul la oportunidad de tirar el arma. Sabía que él nunca se entregaría. Los hombres como Paul no se rendían si tenían la menor posibilidad de escapar. Y en ese momento tenía dos posibilidades: una estaba en sus brazos y la otra en el suelo.
Lena se arrastró hasta el extremo del rellano y, sujetando la pistola con las dos manos, apoyó la culata en el borde del último peldaño.
– Bueno, bueno -dijo Paul.
Estaba de espaldas a ella, al lado de Terri, y Tim le rodeaba la cintura con las piernas. Lena no veía el cuerpo del niño; no podía apuntar y tener la absoluta certeza de que no lo heriría también a él.
– Estás asustando a tu hijo.
Tim permanecía callado. Debía de haber visto tantas veces cómo su madre recibía palizas que no se inmutaba.
– ¿Qué le has dicho a la policía? -preguntó Paul.
Terri se protegió con las manos al ver que Paul levantaba el pie para darle una patada.
– ¡No! -gritó cuando sintió en la cara el impacto del mocasín italiano.
Terri cayó desplomada de nuevo, con un gemido de dolor que a Lena le partió el alma.
Lena volvió a encañonarlo, intentando apuntar con pulso firme. Si Paul parara de moverse, si Tim estuviera un poco más abajo, podría acabar con todo en el acto. Paul ni sospechaba que ella estaba allí. Caería al suelo antes de darse cuenta de qué era lo que lo había derribado.
– Vamos, Terri -insistió Paul.
Aunque Terri no hizo el menor ademán de incorporarse, él volvió a levantar la pierna y le asestó un puntapié en la espalda. Ella dejó escapar un gemido.
– ¿Qué les dijiste? -repitió Paul como un mantra. Lena vio que apuntaba a la cabeza de Tim y bajó su pistola, consciente de que no debía correr riesgos-. Sabes que le pegaré un tiro. Sabes que le volaré los sesitos por toda la casa.
Terri se puso de rodillas con dificultad y, juntando las manos como una suplicante, imploró:
– Por favor, te lo ruego. Suéltalo.
– ¿Qué les dijiste?
– Nada -respondió-. ¡Nada!
Tim había empezado a llorar, y Paul lo mandó callar diciendo:
– Basta, Tim. Sé un hombre fuerte para el tío Paul.
– Por favor -suplicó Terri.
Lena percibió un movimiento con el rabillo del ojo. Rebecca estaba en la puerta de la habitación del bebé, inmóvil en el umbral. Lena cabeceó una vez, y, al ver que la chica no obedecía, endureció el semblante y, con gestos exagerados, le ordenó que volviera al armario.
Cuando Lena miró otra vez hacia el vestíbulo, vio que Tim había hundido la cara en el hombro de su tío. Se tensó cuando alzó la vista y vio a Lena en lo alto de la escalera apuntando con la pistola. Clavó su mirada en la de ella.
De pronto, Paul dio media vuelta, con la pistola empuñada, y disparó hacia la cabeza de Lena.
Terri soltó un chillido al oír la explosión, y Lena rodó hacia un lado, con la esperanza de no estar en la línea de tiro cuando otro disparo reverberó en toda la casa. La madera se astilló cerca de ella y de pronto se abrió la puerta principal, tras lo cual se oyó la voz de Jeffrey que gritaba: «¡No se mueva!», pero a Lena se le antojó muy lejana mientras que la detonación retumbaba en su oído. No sabía si era sangre o sudor lo que le resbalaba por las mejillas cuando volvió a mirar desde la escalera. Jeffrey, de pie en el vestíbulo, apuntaba con la pistola al abogado. Paul, que seguía sujetando a Tim contra el pecho, hincaba el cañón en su sien.
– Suéltelo -ordenó Jeffrey, alzando la vista hacia Lena.
Lena se llevó la mano a la cabeza y reconoció el tacto pegajoso de la sangre. Le cubría toda la oreja, pero no sentía dolor.
Terri lloraba a lágrima viva, con las manos en el estómago, y rogaba a Paul que soltara a su hijo. Parecía rezar.
– Baje la pistola -instó Jeffrey a Paul.
– Ni hablar -replicó.
– No tiene adónde ir -dijo Jeffrey, lanzando otra mirada a Lena-. Está rodeado.
Paul siguió la mirada de Jeffrey. Lena intentó ponerse en pie, pero tuvo vértigo. Volvió a arrodillarse, con la pistola a un lado. No podía fijar la vista.
– Parece que necesita ayuda -dijo Paul muy tranquilo.
– Por favor -rogó Terri, casi en otro mundo-. Por favor, suéltalo. Te lo suplico.
– No tiene escapatoria -dijo Jeffrey-. Suelte la pistola.
Lena notó un sabor metálico en la boca. Se llevó la mano otra vez a la cabeza y se palpó el cráneo. No advirtió nada alarmante, pero empezó a dolerle la oreja. Se toqueteó el cartílago con cuidado hasta que descubrió de dónde procedía la sangre. La parte superior del lóbulo había desaparecido, algo menos de un centímetro. La bala debía de haberla rozado.