– Ya.
Se dio cuenta de que ella también sonreía, y deseó seguir hablando así con él para siempre, no tener que pensar en Terri muriéndose delante de ella, ni en que los hijos de Terri habían perdido a la única persona en el mundo que podía protegerlos. Ahora sólo les quedaba Dale, Dale y el miedo de morir asesinados como su madre.
Apartó esos pensamientos de la cabeza y dijo:
– La duodécima canción también me ha gustado.
– Ésa es «Down the Nile» -contestó él-. ¿Desde cuándo te gustan las baladas?
– Desde… -No lo sabía-. No lo sé. Simplemente me gusta.
Había entrado en el camino de acceso y se había detenido detrás del Toyota de Nan.
– «Move On» está bien -decía Greg, pero Lena ya no escuchaba.
Vio que la luz del porche estaba encendida y la bicicleta de Ethan apoyada contra la escalinata.
– ¿Lee?
Su sonrisa se había apagado.
– ¿Sí?
– ¿Estás bien?
– Sí -susurró.
La cabeza le daba vueltas. ¿Qué hacía Ethan en su casa? ¿Qué hacía con Nan?
– ¿Lee?
Tragó saliva y se obligó a hablar.
– Tengo que colgar, Greg. ¿Vale?
– ¿Pasa algo?
– No, nada -mintió, sintiendo que el corazón iba a estallarle en el pecho-. Sólo que ahora no puedo hablar.
Lena colgó sin darle tiempo a contestar, lanzó el teléfono al asiento contiguo y abrió la puerta sin poder contener el temblor de la mano.
Lena no supo cómo logró subir por la escalinata, pero se encontró con la mano en el pomo de la puerta, las palmas pegajosas y sudadas. Respiró hondo y abrió.
– ¡Hola! -Nan se levantó de un brinco de la silla donde había estado sentada, colocándose detrás como si necesitara un escudo. Con los ojos muy abiertos, habló empleando un tono de voz anormalmente agudo-. Te esperábamos. ¡Dios mío! ¡La oreja! -gritó y se llevó la mano a la boca.
– No es tan grave como parece.
Ethan estaba sentado en el sofá, con los brazos extendidos sobre el respaldo y las piernas separadas en una postura hostil que parecía abarcar toda la sala. No habló, pero no hacía falta. La amenaza de su presencia rezumaba por cada uno de sus poros.
– ¿Estás bien? -insistió Nan-. Lena, ¿qué ha pasado?
– Hemos tenido complicaciones -contestó Lena con la mirada fija en Ethan.
– En las noticias no han dicho gran cosa -dijo Nan.
Lena se dirigió lentamente a la cocina, casi mareada por la tensión. Ethan se quedó donde estaba, con la mandíbula apretada, los músculos agarrotados. Lena vio que tenía la mochila a sus pies y se preguntó qué llevaba dentro. Probablemente algo pesado. Algo con que pegarle.
– ¿Te apetece un té? -le ofreció Nan.
– No, gracias -contestó Lena, y luego dijo a Ethan-: Vamos a mi habitación.
– Podríamos jugar a las cartas, Lee -propuso Nan con voz trémula. Aunque obviamente estaba asustada, no se arredró-. ¿Por qué no jugamos los tres a las cartas?
– No te preocupes -contestó Lena, sabiendo que debía procurar por todos los medios que Nan no sufriera ningún daño.
Se había metido en ese lío ella sola, y Nan no debía pagar las consecuencias por culpa de ella. Se lo debía a Sibyl. Se lo debía a sí misma.
– ¿Lee? -probó Nan.
– No te preocupes, Nan -dirigiéndose a Ethan, repitió-: Vamos a mi habitación.
Al principio él no se movió, demostrándole que estaba al mando de la situación. Por fin se levantó con parsimonia, estirando los brazos ante él, simulando un bostezo. Lena le dio la espalda, indiferente a la pantomima. Entró en su habitación y se sentó en la cama, esperando y rezando para que dejara a Nan en paz.
Ethan entró tranquilamente en el dormitorio, observándola con desconfianza.
– ¿Dónde has estado? -preguntó, y cerró la puerta con un suave chasquido.
Tenía los brazos a los lados, y la mochila colgaba de una de sus manos.
Lena se encogió de hombros.
– Trabajando.
Ethan soltó la mochila, que cayó al suelo ruidosamente.
– Te he estado esperando.
– No tendrías que haber venido aquí -dijo ella.
– ¿Ah, no?
– Te habría llamado -y mintió-: Iba a pasar por tu casa después.
– Torciste la llanta de la rueda delantera de mi bicicleta -dijo él-. La nueva me ha costado ochenta dólares.
Lena se levantó y se acercó al escritorio.
– Te la pagaré -dijo, abriendo el primer cajón.
Guardaba el dinero en una vieja caja de puros. A su lado tenía un estuche de plástico negro que contenía una Mini-Glock. El padre de Nan era policía y, tras el asesinato de Sibyl, había insistido en que su hija tuviera una pistola. Nan se la había dado a Lena, y Lena la había guardado en el cajón por si acaso. Por la noche, siempre tenía su pistola reglamentaria en la mesita, pero si algo le permitía conciliar el sueño, era única y exclusivamente porque sabía que la Mini-Glock estaba en el cajón, en el estuche de plástico sin llave.
Podía coger la pistola en ese momento. Podía cogerla y usarla y expulsar por fin a Ethan de su vida.
– ¿Qué haces? -quiso saber él.
Lena sacó la caja de puros y cerró el cajón. Puso la caja en el tocador y levantó la tapa. Ethan tendió su enorme mano ante ella y la cerró.
Estaba justo detrás, y su cuerpo rozaba el suyo. Lena notó su aliento en la nuca cuando él dijo:
– No quiero tu dinero.
Lena se aclaró la garganta para poder hablar.
– ¿Y qué quieres?
Ethan se acercó un poco más.
– Ya sabes qué quiero.
Lena notó la erección cuando él se apretó contra su trasero. Apoyando las manos en el tocador a ambos lados de Lena, la atrapó entre sus brazos.
– Nan no ha querido decirme quién era el chico del compacto -dijo él.
Lena se mordió el labio hasta sacarse sangre. Se acordó de Terri Stanley cuando llamaron a la puerta de su casa esa mañana, la manera en que tensaba la mandíbula al hablar para que no se le abriera el labio. Terri ya nunca más tendría ese problema. Nunca más se quedaría despierta por la noche, pensando en cuál sería la siguiente brutalidad de Dale. Nunca más volvería a tener miedo.
Ethan empezó a restregarse contra ella. Lena sintió asco.
– Nan y yo hemos mantenido una conversación muy amena.
– Deja a Nan en paz.
– ¿Quieres que la deje en paz? -preguntó Ethan. Lena notó que su brazo se enroscaba a su cuerpo como un reptil. Al instante le agarró un pecho con tal fuerza que se mordió el labio para reprimir un grito-. Esto es mío -le recordó-. ¿Me oyes?
– Sí.
– Sólo yo puedo tocarte.
Lena cerró los ojos, obligándose a no gritar mientras él le rozaba la nuca con los labios.
– Mataré a cualquiera que te toque. -Cerró el puño en torno al pecho como si quisiera arrancárselo-. Tanto me da un muerto más o menos -dijo entre dientes-. ¿Me oyes?
– Sí.
El corazón le dio un vuelco y de pronto no lo notó latir. Un poco antes estaba entumecida de miedo, pero ahora ya no sentía nada.
Lentamente, Lena se dio la vuelta. Se vio a sí misma levantar las manos, no para abofetearlo, sino para cogerle la cara con ternura. Mareada, aturdida, tuvo la sensación de estar en el otro lado de la habitación, observándose a sí misma con Ethan. Cuando sus labios se unieron a los de él, no sintió nada. Su lengua no sabía a nada. Cuando notó los dedos callosos de él en la bragueta del pantalón, se quedó indiferente.
En la cama, estuvo más brusco que nunca, inmovilizándola, quizá con mayor violencia porque ella no se resistía. Durante todo ese tiempo, Lena siguió sintiéndose escindida, incluso cuando él la embistió como un cuchillo que le traspasaba las entrañas. Lena era tan consciente de su dolor como lo era de su respiración: un hecho, un proceso incontrolable a través del cual su cuerpo sobrevivía.