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– ¿Conoces a este pequeño ladrón? -le preguntó incrédulo.

– Lo he visto por el pueblo, sí.

– Me estaba robando… mi espada y la brida. Probablemente en el mismo momento en que la esposa del vicario me estaba dando instrucciones para que rezara y…

– Aquí. -Sacando ventaja de la falta de atención de su captor, el muchacho se retorció y se liberó, y se levantó de un salto, sólo para que Gabriel saltara a su vez y le cerrara el paso-. La dama dijo que me tenías que dejar ir. Sólo me estaba llevando la espada y la brida para pulirlas y sorprenderte.

– Maldito mentiroso -le respondió Gabriel divertido.

– Es verdad -insistió el niño-. Estaba buscando trabajo, y pensé probarme a mí mismo primero. Las hubieras tenido de vuelta al anochecer. Soy rápido.

Gabriel miró atrás, distraído por la mujer que estaba de pie detrás suyo. La lluvia estaba cayendo con más fuerza ahora, filtrándose por las ramas que se arqueaban en una maraña sobre ellos. Varios mechones del cabello de Alethea quedaron pegados a su garganta. Una joven de grandes pechos y pelo oscuro, con cara de gitana. Lo hizo olvidarse de lo que había estado pensando, Dios sabría lo que estaba pasando por la cabeza de ella. Sintió un destello de pánico, su equilibrio inestable. ¿Qué se suponía que debía decir?

– ¿Te das cuenta que él está mintiendo?

Ella asintió con la cabeza y su mirada pasó sobre él, brillando con culpa. Él oyó una ramita chasquear detrás suyo y supo que su prisionero había huido.

– Tienes que recoger tus posesiones y alejarte de la lluvia -dijo ella-. Ni siquiera ahora estás usando una chaqueta.

Se quedó mirándola frustrado. No sentía la lluvia en absoluto. Pero lo que sentía le hacía difícil respirar.

– Pensé que querías que demostrara disciplina en mi papel de amo.

Ella sonrió y lo rodeó, sacando la espada del barro.

– Pero sí demostraste disciplina -dijo mientras le entregaba la espada-. Dominaste tu propia rabia. Y tengo plena confianza de que te das cuenta que incluso un ladrón merece una oportunidad para redimirse.

Él se rió y estuvo a punto de preguntarle qué creía que se merecía él. Nunca se había preocupado, realmente, de la opinión de nadie acerca de sí mismo. Por lo que sabía de Alethea, le daría una respuesta demasiado honesta.

Pasó el día llamándole la atención a su descarriado personal por los incontables delitos.

Reprendió al mozo de cuadra por la paja mohosa de los establos y el agua oscura de los canales. Ordenó que limpiaran las caballerizas tres veces al día, que revisaran los pastizales por piedras y hoyos, y se reparara la cerca del potrero.

Podría tener intención de no quedarse, pero tampoco iba a caminar en medio de la suciedad del dueño anterior, y le gustaba arrimar el hombro al trabajo duro.

Las cocinas olían tan asquerosas como el horno del demonio, con las vigas ennegrecidas por el hollín y salpicaduras de grasa antigua. Sospechaba que cualquier hombre que fuese lo suficientemente tonto como para consumir una comida completa preparada por las manos de la cocinera, moriría agónicamente bajo la mesa del comedor.

– Quiero que estas cavernas sean fregadas de arriba abajo y queden lo suficientemente limpias como para que uno pueda comer en el piso.

– Comemos en el piso todo el tiempo -le informó la criada de la trascocina-. Nadie se ha enfermado todavía.

– Está disgustado, señor -dijo inútilmente el ama de llaves-. Es una gran responsabilidad hacerse cargo de la casa de otra persona. Toda esa preocupación de si uno de los antiguos amos volverá a hurtadillas y lo asesinará mientras duerme.

Gabriel hizo un ruido nasal despectivo.

– Casi fui asesinado en el vestíbulo por alguien de mi propio personal.

– Bueno, eso no volverá a pasar, señor -le prometió-. Por un tiempo encerramos en la despensa al ofensor. ¿Por qué no se lleva una buena botella de ginebra al jardín y se calma mientras veo que puedo hacer para la cena?

– ¿Hogar? -murmuró mientras ella se escurría rápido a la cocina-. No es muy probable.

No se podía imaginar señoreando este lugar. El jardín amurallado donde se suponía que tenía que calmarse, era una maraña de rosas espinosas, malezas que le llegaban hasta el hombro, hierbas hediondas que liberaban el olor de los recuerdos amargos al pisarlas con las botas.

¿Cómo podía alguien preferir la vida rústica a la actividad de Londres? El aire de aquí lo mataba con la acidez de las bostas de vaca y las cosas que crecían. La quietud misma le roía los nervios. No había nadie con quién jugar o incluso fumarse un cigarro. Aunque lo que más detestaba era el silencio porque podía oír sus pensamientos, fuertes y enrabiados, por tantas preguntas sin respuesta, de una época sobre la que había decidido no reflexionar. Era un hombre del presente. Tal vez volver había sido un error. La venganza que había esperado, podía volverse contra sí mismo.

Cuando anocheció, incluso encontró que la luna brillaba mucho más en el campo. Se había olvidado las veces que había observado las estrellas y había esperado. No sabía cuando perdió la esperanza y ahora las estrellas habían dejado de titilar, pero estaba muy viejo para esa tontería.

Se lavó, se enjuagó el sabor de la mala ginebra de la boca, y volvió al comedor. El estómago le gruñía. No había comido desde que había devorado el jamón de la señora Bryant, hacía horas.

Platos Wedgwood [3] que no combinaban y cuchillos de estaño estaban sobre una mesa cubierta con un mantel color damasco.

Pero no había nada comestible a la vista. Ni tampoco oía el traqueteo de los platos camino al comedor.

El hambre lo condujo a las dependencias de la cocina, donde encontró al penoso lote del personal de Helbourne en medio de un juego de azar en la mesa.

– ¿Dónde está mi comida, señora Miniver? -dijo mientras levantaba la tapa de una olla vacía en la cocina.

Escondiendo el par de dados en su delantal, la ama de llaves se levantó para hacer una reverencia.

– Estaba a punto de hacer un pastel fresco, señor, pero me di cuenta que se había acabado la harina. Si me autoriza, iré a la mansión vecina a pedir prestado un tazón.

– ¿No va al mercado, señora Miniver?

Ella se quitó el mugriento delantal.

– Cuando hay dinero para gastar, señor. No me demoraré mucho. Lady Alethea entiende.

– ¿Lo hace? -preguntó él frunciendo el ceño.

– Oh, sí, señor. Tiene un ojo puesto en sus vecinos, pobre dama. Espero que eso le alivie la pena ahora que ya no tiene expectativas de criar a su propia familia.

– Iré yo, señora Miniver. Será más rápido.

– ¿Usted, señor? -preguntó maliciosamente-. El Conde no está en casa, ya sabe.

Hizo caso omiso de su mirada perspicaz. Quería preguntarle más, pero se resistió. Alethea no había parecido estar demasiado triste, pero el dolor que corre profundo no debe ser compartido. Trató de imaginarla sentada sola en su mesa, un lugar vacío frente a ella. Tal vez conservaba un lugar en memoria de su prometido fallecido. Por lo que sabía ella había invitado a otra persona, un niño malditamente estúpido de la penitenciaria, que causaba problemas en el pueblo.

– ¿Está seguro, señor? -El ama de llaves lo miró con curiosidad.

No estaba seguro de nada, excepto de que si se quedaba aquí, seguramente se volvería loco, y que no tenía sentido en que Alethea y él se sentaran solos. Aun más, como ya había cruzado el puente sin retorno, tenía poco más que arriesgar cruzándolo otra vez.

CAPÍTULO 11

Alethea estaba encerrada en la biblioteca de su hermano, Robin Claridge, el Conde de Wrexham, cuando el ayudante del lacayo apareció evidentemente agitado para informarle que un extraño estaba en la puerta.

– ¿Un extraño? -dejó a un lado la pluma.

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[3] Wedgwood: marca registrada de vajilla cerámica y alfarería hechos por Josiah Wedgwood y sus sucesores.