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Heath podría referirse a cualquier número de informantes de los bajos fondos, incluyendo policías y contrabandistas, políticos y prostitutas. Como oficial de inteligencia retirado, tenía una lista de partidores leales que se habían hecho amigos de él hasta hoy.

– Bueno, ¿vas a decirme por qué quieren saber mi paradero, o se trata de una forma de tortura Boscastle? -preguntó cordialmente.

No podía creer que su juego hubiese despertado las sospechas de la corona. Y por primera vez en muchos años, su conciencia estaba realmente limpia, a menos que uno contara su deseo por Alethea Claridge.

Heath tomó su pluma.

– Esperaba que tú me lo dijeras.

– Podría, si tuviera la más mínima idea de de qué va toda esta charla.

– Un hombre de tu descripción ha estado envuelto en allanamientos de moradas en Londres, que implican damas durmiendo en Mayfair.

Gabriel se encogió de hombros.

– Eso no es nada nuevo. Difícilmente ando buscando una dispensa papal por mis pecados.

– Pareces estar buscando algo. Mira esto, por favor. -Heath deslizó sobre el escritorio una de las caricaturas cómicas que andaban circulando en las calles y salones de Londres.

– Oh, no, tú no -dijo Gabriel, levantando la mano-. Si este es otro dibujo que tu mujer hizo de tus partes íntimas, no quiero tener nada que ver con eso.

– No soy yo -replicó Heath molesto.

– Bueno, ciertamente no -miró la impresión, y súbitamente se quedó silencioso. Representaba a un hombre saliendo por una ventana con un par de calzones de una dama entre los dientes y varias medias de seda enrolladas en el cuello.

Como caricaturas, Gabriel las había visto más crudas aún, incluyendo la que Julia Boscastle había dibujado representando el órgano masculino de Heath como un cañón de proporciones gigantescas.

No. Lo que le molestaba de este dibujo en particular era que el sujeto en cuestión tenía un parecido notable con Gabriel. Pero no era él. De hecho, le hizo gracia que Heath siquiera lo considerase una posibilidad.

– Estás asumiendo que este guapo bribón soy yo -dijo, frunciendo el ceño hoscamente.

– Estás asumiendo que eres guapo -replicó Heath-. ¿Y estás diciendo que este hombre no eres tú? No voy a dudar de tu palabra, pero necesito preguntar.

– Confieso que no tengo ni idea de de qué estás hablando. ¿Qué ha hecho exactamente este sinvergüenza en Mayfair?

Heath se hundió más en su sillón.

– Ha irrumpido en los dormitorios de varias damas jóvenes.

– ¿Bienvenido o sin invitación?

– Sin invitación, definitivamente.

– Bueno, no era yo. Nunca entro en un dormitorio sin una invitación.

– Y estuvo saqueando sus cajones, buscando un objeto sin especificar…

– Ese no era yo -dijo Gabriel, con confianza-. Nunca he revuelto los cajones de una mujer sin saber exactamente lo que estaba buscando.

– En realidad nadie te ha acusado. O incluso nombrado.

Gabriel cruzó los brazos sobre su pecho.

– No es sorprendente, teniendo en cuenta que no era yo.

– Nunca he dicho que lo fueras.

Gabriel miró la puerta, su atención distraída. Le pareció haber escuchado pasos fuera de la habitación, lo que no era sorprendente, ya que Heath alojaba una pequeña academia para damas jóvenes, quienes estaban a la espera de una nueva ubicación. Su hermana Emma había abierto la escuela, y aunque ahora estaba casada con el Duque de Scarfield, no había abandonado sus cargos.

Se puso de pie, inquieto, y cada vez más ofendido.

– Honestamente, ¿pensaste que irrumpiría en el dormitorio de una mujer?

– No sin una buena razón. Oh, y supuestamente las oficinas de algunos caballeros también fueron registradas. Debe ser una coincidencia, Gabriel, que el intruso corresponda con tu descripción. Te ruego aceptes mis disculpas.

– Quienquiera que sea, espero que lo haya disfrutado.

– ¿A dónde vas? -dijo Heath.

Gabriel se volvió.

– A disfrutar por mí mismo. Tal vez pueda inventar un nuevo par de crímenes de novela para provocar algunas acusaciones legítimas.

Heath lo siguió hasta la puerta.

– Podría ir un par de horas para hacerte compañía.

Gabriel se echó a reír.

– Querrás decir para mantenerme vigilado. Tus informantes deben ser muy persuasivos.

– No necesariamente. Pero tienden a ser fidedignos, y dicen que donde hay humo…

– …por lo general hay un Boscastle -concluyó Gabriel-. O más de uno. Quédate en casa con tu esposa, Heath. Atesora la paz que te has ganado. Estaré bien solo. Mañana nos podemos encontrar en Tattersalls si tienes tiempo.

– ¿Vas en busca de un nuevo carruaje?

Gabriel hizo una pausa cuando el mayordomo de Heath abrió la puerta a la noche de Londres. Más que nunca deseaba ver a Alethea de nuevo.

– Pensé que podría criar purasangres.

Heath asintió con la cabeza en señal de aprobación.

– Un soldado de caballería podría tomar una decisión peor para su futuro.

CAPÍTULO 15

Él pasó dos horas en el Club de Arthur de la calle St. James, sin envolverse en el juego, sino ofreciendo consejos a unos pocos antiguos amigos. No estaba con ánimo de jugar. No se podía concentrar. De hecho, se sintió aliviado que nadie notase cuando se fue del club, y tomó un coche hacia un establecimiento de mala fama en Pall Mall que proveía entretenimiento a los jugadores de alto rango. El mismo antro donde había ganado Helbourne.

Varios caballeros levantaron la vista para mirarlo. Un mozo le recogió el sobretodo.

– Qué bueno que esté de vuelta, señor.

– ¿Tanto tiempo he desaparecido?

– Las mesas le han echado de menos. Y más de unas cuantas damas de Londres, según he oído.

– Sólo han sido, ¿cuántas… dos semanas? -dijo Gabriel sarcástico.

– ¿Sólo eso, señor? -El mozo se quedó al lado de Gabriel y bajó la voz-. Su pichón desplumado ha venido a instalarse en su silla vacía todas las noches.

– ¿Ha tenido suerte?

– No, señor. Según un rumor, se metió en un problema familiar por apostar Helbourne Hall, y lo quiere recuperar.

– ¿Está aquí ahora?

– Fue a ver a su agente comercial y abogado para tratar de arreglar una compra -comentó un hombre acercándose a él. Era un antiguo amigo de juego, Lord Riverdale, un padre de cinco hijos, felizmente casado, que compartía con Gabriel la atracción por las mesas de juego.

– ¿Supongo que él ha averiguado que el título de la escritura es inflexible y que en realidad yo soy el propietario de la desafortunada propiedad?

– No quieres una granja al borde del desastre, ¿verdad? -le preguntó Riverdale con un tono divertido.

Gabriel se encogió de hombros.

– Puede ser útil algún día. Tengo pensado criar purasangres.

– Ah. ¿Quién es ella? ¿Le gusta la casa?

– Es una vecina. Y la detesta, con buenas razones.

– Un lugar para criar caballos -Riverdale reflexionó-. Bueno, por qué…

– ¿Sir Gabriel ha escogido la corrupción o el campo? -una voz masculina arrastrada intervino desde la esquina de una mesa-. Hicimos una apuesta. Me siento aliviado de ver que ganó la corrupción.

Gabriel levantó la vista irritado. Maldición si no era el mismo Oliver Webster, el sesos de campanilla que había jugado y perdido Helbourne Hall.

– ¿Qué estás tratando de perder esta noche?

Webster tomó la pregunta de Gabriel como una invitación para desafiarlo a un juego de cartas en su mesa. Gabriel aceptó y cortaron para ver quién barajaría las cartas. Webster perdió.

– Quiero ganar Helbourne Hall -anunció-. Echo de menos a ese murciélago viejo.

– ¿La señora Miniver?

– No. Ese de la muralla.

Gabriel sonrió.