– Oigo que viene alguien -susurró alarmada.
Él no. O tal vez sí, pero esperaba ignorarlo. Estaba dolorosamente excitado. No podía esconderlo. A través de las capas de ropa, su erección empujaba contra ella demandando, fuera de control. Si no ganaba su autocontrol, haría… Dios, haría cualquier cosa si le otorgaba su favor, si lo invitaba a su cama.
Su mirada franca encontró la de ella.
– ¿Hay alguna posibilidad de que me desees tanto como yo a ti?
Su leve vacilación le dio esperanzas.
– Por favor, Gabriel -dijo ella, sus ojos oscuros de emoción-. No nos avergüences a los dos, cuando invité a mis amigos para que te conozcan. Les hablé bien de ti. No me hagas parecer engañada.
– ¿Más tarde, entonces? -le preguntó él después de un momento-. ¿Me asegurarás, por lo menos, que no te hice enojar? ¿Me prometes…?
Ella se rió sin querer.
– No te prometeré nada excepto una cena y una noche de entretenimiento en el campo. Y no estoy enojada.
– Bastante claro. -Se retiró con una expresión divertida-. No me queda más que portarme bien y parecer un invitado de buenas maneras.
– No aceptaré nada menos que eso.
Estaba un poco cautelosa por lo fácil que él estuvo de acuerdo. ¿No eran los canallas de su calaña conocidos por ser persuasivos y seductores? Y, en realidad, mientras él le permitía levantarse, ella notó la oscura sonrisa que le contraía la boca.
– Ten cuidado de las falsas retiradas -la dijo con voz burlona.
– ¿Qué quieres decir? -le preguntó, su corazón golpeando con inestables palpitaciones. Tal vez era mejor si no lo sabía.
Él se puso de pie. Se veía tan elegantemente estupendo, mientras ella se veía desordenada.
– Me voy ahora. Si encuentro a alguien en el pasillo, simplemente le explicaré que me perdí en la oscuridad.
CAPÍTULO 20
Gabriel salió de su cuarto perplejo, pensando que lo último que había dicho no era mentira. Se sentía perdido, y todos los puntos de su brújula lo dirigían a ella.
Era la primera vez en su vida que abandonaba un intento de seducción, porque deseaba a una mujer tan desesperadamente que le importaba lo que podría pensar de él después. Esperaba que no significara nada. Alethea estaba entretejida en su pasado desde que podía recordar. La única mujer que él siempre había soñado poseer. Si ella hubiese sabido lo que pensaba mientras la besaba, como había querido persuadirla, ella habría estado justificada en usar su fusta con él otra vez.
Hizo una pausa, mientras llegaba a la parte alta de la escalera. Ningún invitado a la vista. Estaba a salvo y no la descubrirían. Aunque no estaba a salvo de él. Todo su cuerpo pulsaba con sexualidad primitiva.
Se preguntó si sería capaz de sobrevivir a la cena sin delatarse. Se vería algo raro si pasaba toda la noche con las piernas cruzadas. ¿Se originaría de ahí la costumbre de ponerse una servilleta en el regazo?
– Señor -una masculina ansiosa voz juvenil preguntó-. ¿Le ocurre algo?
Gabriel miró al ayudante del lacayo que apareció al fondo de las escaleras.
– Estoy bien, gracias.
Le gustaría poder asegurarle a ella, que ya no era como el niño rebelde que la ponía en ridículo que ella recordaba. Desgraciadamente ni él mismo estaba convencido que fuese muy diferente ahora.
Aparentemente no se había enterado que casi había asesinado a su padrastro una semana antes que mataran al repugnante sodomita en una pelea en la taberna. Algo bueno, en todo caso. Era cuestión de tiempo que él matara a John por todos los abusos a los que había sometido a su madre.
Había algo diferente en Alethea, sin embargo, pero no sabía qué.
Ella todavía lo aturdía. Y pensaba que él también la aturdía a ella.
Pero había comenzado a notar en ciertos momentos, un cinismo en ella, que no había esperado. Bueno, había perdido a su verdadero amor, al hombre escogido por sus padres, que la habría protegido de las pequeñas bestias como Gabriel. Y con razón.
No quería creer que la tristeza que veía en ella era pena por el hombre que había escogido primero. Que era el tipo de mujer que sólo ama una vez.
Pero era la respuesta obvia.
CAPÍTULO 21
La prima mayor de Alethea, Lady Miriam Pontsby, una agradable cuarentona entrometida, detuvo a Alethea antes que entrase al comedor formal. Lady Pontsby no había sido invitada oficialmente. Sin embargo, era una pariente querida, con el instinto de un sabueso ante el cambio de aire, y en el minuto en que oyó que su prima estaba entreteniendo a uno de los notorios hombres Boscastle, había atravesado acarreándose a sí misma y a su esposo en su chirriante coche, las lluviosas cinco millas entre su casa y la del conde.
Lady Pontsby tiritó dramáticamente cuando el lacayo le quitó la capa mojada.
– Vine lo más rápido que pude, Alethea, cuando supe quién era tu invitado de honor. Canalla, Boscastle, jugador. Y tu querido hermano no está aquí para protegerte. ¿Por qué no me lo hiciste saber antes?
Alethea sonrió con cariño a su prima baja y rellenita.
– Creo estar bastante segura. El vicario y su esposa están aquí. Y no había ninguna necesidad de alarmarte.
– ¿Tu hermano ya se declaró a Emily? -preguntó Miriam.
– Creo que todavía está juntando valor.
– ¡Ya ha pasado un año! -exclamó Miriam-. ¿Qué está esperando?
Miriam sofocó el impulso de hacerle la misma pregunta a su joven prima. A su práctica manera de pensar, una mujer no fracasaba si hacía un matrimonio menos-que-perfecto. El único fracaso era si no se casaba. La difícil situación de Alethea la preocupaba. Ni viuda ni solterona, no precisamente joven en el mercado matrimonial, presentaba un problema que no estaba cubierto por las reglas de la buena sociedad.
Fue una desgracia que el novio de Alethea hubiese encontrado su fin en el campo de batalla. La gente bien educada no podía discutir los detalles vulgares de la defunción poco digna de Jeremy. Desgraciadamente se había ido, y nadie podía cambiar eso.
¿Pero qué hacer con la dama que había dejado atrás? A Miriam no se le ocurría nada. Alethea pasaba sus horas libres cabalgando y atendiendo los animales de la hacienda, en vez de estar buscando un esposo. Sin darle importancia al duelo. Nadie en Helbourne seguía los dictados estúpidos de la Sociedad.
Y ahora su linda joven prima, a través de las manos de un incomprendible destino, había atraído a uno de los hombres Boscastle a su mesa. ¿Estaba ya Alethea hechizada? No había mostrado interés en otro hombre desde la muerte de Jeremy, o incluso antes, que Miriam recordase. ¿Qué le había pasado a Alethea para invitar a un miembro de la pícara familia de Londres a la casa mientras Robin no estaba?
Miriam no perdió un solo momento para apresurarse a ir a Helbourne a supervisar este curioso asunto. Lo mínimo que podía hacer, como una pariente responsable en el campo, era que su desconsolada prima no fuese persuadida con halagos a un arreglo ilícito con un hombre del encanto indecente de Sir Gabriel.
– Comprendo tu deseo, querida, en ofrecer hospitalidad a un vecino -Miriam continuó mientras su esposo las escoltaba al comedor-. ¿Pero qué si él tiene la intención de convertir Helbourne en una de esas aldeas donde los hombres corrompen a doncellas involuntarias… o voluntarias… y hacen orgías cada luna llena?
Alethea y Lord Pontsby intercambiaron una sonrisa sobre la cabeza de Miriam.
– ¿Sin ayuda de nadie? -Pontsby susurró.
– Imagino que hay más sinvergüenzas de donde él proviene -dijo Miriam-. Esa familia está llena de ellos.
Alethea alzó sus cejas.
– ¿Sabías que en realidad nacimos a menos de una milla de distancia? ¿Y que su…?
– La gente buena de esta parroquia, incluida tú, Alethea, se morirían de vergüenza si miraran por la ventana en una noche de luna, y fuesen testigos de los nobles persiguiendo a las doncellas desnudas, subiendo y bajando por las colinas.