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– ¿Por qué no esperamos a ocuparnos de ese asunto cuando y si ocurre? -Alethea se mordió el labio inferior-. Aunque me atrevo a decir que sería una vista menos alarmante que la del hacendado Higgins corriendo detrás de su gallina clueca.

Miriam empalideció.

– Tu querida mamá me está frunciendo el ceño desde su residencia celestial, por haber descuidado mi deber contigo.

Alethea se detuvo en la entrada. Como era una persona que nunca estaba pendiente de las formalidades, había hecho que el lacayo sentase a las personas que habían llegado temprano.

Sin embargo, no había esperado que cada persona que había invitado, se atreviese a salir con lluvia para honrar su mesa. Ella tenía una nutrida concurrencia en sus manos. Wilkins ya había traído media docena de sillas del salón de música.

La principal atracción de la noche entró detrás de ella, ancho de hombros, cabello y alma tan oscuros como la medianoche, un hombre que no sólo había confundido el ingenio de su anfitriona, sino que al parecer había alterado la compostura colectiva de las cinco, súbitamente atentas, invitadas a la cena.

Que sean seis, corrigió silenciosamente Alethea mientras Miriam se volvía a Gabriel con el ceño fruncido que rápidamente se disolvió en un asombro boquiabierto. De hecho su prima se veía tan perpleja con Sir Gabriel en carne y hueso, que casi deseó su desaprobación previa.

– Miriam -le enterró el codo en el costado a su prima-. Canalla, Boscastle, jugador. ¿Recuerdas?

– No creo en todos los rumores que dicen -Miriam respiró, apoyándose contra la puerta mientras Gabriel hacía una reverencia.

– Madam -Gabriel dijo con profunda ironía-, no había tenido el placer…

Miriam miró distraídamente a Alethea.

– Una de las mejores familias de Inglaterra. -Susurró por un lado de la boca-. Por favor, no te desmayes ni eches a perder la noche. Veo posibilidades en tu futuro que no esperaba. Admito que mis comentarios anteriores derivaban de mi ignorancia.

Alethea tomó con firmeza el brazo de su prima, hablándole en tono bajo.

– Piensa en los perversos nobles, Miriam. Imagínate desnuda… yendo en busca de los brazos del canalla.

La mano enguantada de Miriam aleteó en espiral hacia su hombro.

– ¿Qué ocurre si la Sociedad lo ha juzgado mal? -le susurró con una sonrisa pensativa-. ¿Tenemos pruebas de que es un mujeriego? ¿Nos rebajaremos al escándalo y calumniaremos a aquellos que más nos pueden beneficiar?

Gabriel le dirigió una mirada inocente a Alethea.

– ¿Hice algo malo?

Ella miró a otro lado antes de que el rubor culpable la delatara.

– Espero que le guste una comida normal de campo, Sir Gabriel. Un buen asado y pudín.

Se quedó mirándola unos cuantos momentos imprudentes, entonces le ofreció su brazo.

– Es con lo que crecí.

– Y no te ha perjudicado, por lo que parece- dijo Lady Pontsby, avanzando a zancadas con su marido.

Alethea dejó escapar el más leve suspiro y compuso una sonrisa en su rostro mientras ella y Gabriel se dispusieron a separarse para ocupar sus respectivos puestos. Cuando su prima la miró con una sonrisa ladina, pretendió no notarla, y dijo,

– Sir Gabriel ha cenado en muchas mesas desde temprana edad. Espero que nuestra hospitalidad campestre no lo aburra.

Él sonrió galante.

– Sólo necesito una noche tranquila para entretenerme.

Alethea separó los labios.

– Se lo recordaré si empieza a quedarse dormido.

– ¿Con usted en la sala? -sonrió perversamente-. Su presencia haría levantar a un muerto de su tumba.

Ella sacudió la cabeza.

– No se atrevas a decir nada como eso en la cena.

– ¿Por qué no?

– Oh, sólo siéntate, Gabriel. Cómete tu comida y sé un invitado agradable.

Su sonrisa se amplió.

– ¿Serás una buena anfitriona si lo hago?

CAPÍTULO 22

Ante su silencio, él se sentó entre una baronesa viuda y Lord Pontsby. La baronesa inmediatamente entabló una conversación con él.

– El propietario anterior de Helbourne Hall planeaba construir una gruta donde actualmente está ubicado el encinar. Consultó a un arquitecto extranjero para el diseño.

¿Encinar? Gabriel bajó la cuchara sopera tratando de parecer respetuoso, mientras se devanaba los sesos. Quería desesperadamente causar una buena impresión. Pero, ¿dónde diablos estaba el encinar en su finca?

– Ah -dijo, tratando de captar la atención de Alethea-. El encinar. No es una mala idea para una gruta, ¿verdad?

La baronesa de pelo plateado pareció dulcemente consternada.

– Entendemos que su predecesor quería utilizar ese edificio para seducir mujeres jóvenes para… bueno, espero que me entienda.

Gabriel dejó caer la cuchara. Sólo había hablado unas pocas palabras. ¿Cómo diablos había llegado a su puerta la seducción de las jóvenes? Miró a través de la mesa a Alethea, pidiendo ayuda.

Fingiendo no darse cuenta de su dilema, le dio una vaga sonrisa y procedió a untar con mantequilla su rebanada de pan.

Él tosió ligeramente.

– Bueno, de acuerdo con los antiguos druidas, un encinar es un refugio sagrado para… -No sabía exactamente qué. Sin embargo se acordó de él y sus hermanos despertándose en la ocasional aurora a mediados de verano, para observar a las chicas del pueblo que se reunían para saludar el amanecer. Si había habido robles en el fondo, ninguno de los chicos se había dado cuenta o importado.

– Usted es más bien alto para ser un druida, ¿no? -aventuró la baronesa después de unos momentos de silencio-. Lo suficientemente oscuro, pero nada de diminuto.

Se encontró con la mirada divertida de Alethea.

– No creo que Sir Gabriel esté admitiendo cualquier tendencia pagana, Lady Brimwell.

– Bueno, ¿qué está admitiendo entonces? -bromeó el Reverendo Peter Bryant-. Hable Sir Gabriel. He oído todo tipo de pecados confesados.

Alethea negó con la cabeza.

– No en mi mesa. Puede tener a mi invitado en otro momento, por favor.

– Lo que estoy diciendo -continuó Gabriel, dándose cuenta de que en realidad estaba divirtiéndose sin los juegos de azar, sin beber en exceso, ni acumular más pecados en su alma mortal-, es que los árboles son bonitos, y despojar inocentes no lo es.

No es que Gabriel hubiese dedicado más que un pensamiento fugaz a los inocentes. Sin embargo si Dios castigaba a muerte a los culpables o a los hipócritas, pronto sería derribado por un rayo justo a través del techo. Levantó la vista por la expectativa. Afortunadamente tal retribución divina no ocurrió. Tal vez Dios estaba guardando su venganza para cuando Gabriel menos lo esperara.

Como jugador empedernido, que no podía resistirse a correr el riesgo, agregó y lo dijo de verdad,

– No se construirán grutas para fines ilícitos mientras yo esté en Helbourne. -Un dormitorio común y corriente era lo suficientemente bueno.

– ¿Y cuanto tiempo se quedará, Sir Gabriel? -preguntó Alethea trazando con sus dedos el tallo de su copa.

Maldito si lo sabía. Estaba en la punta de su lengua responder que su decisión dependía de ella. Pero ya había resuelto poner Helbourne en el mercado y volver a Londres, ¿verdad?

– Estoy seguro que se habrán cansado de mí antes de que me vaya -dijo.

Y si bien eludió una respuesta definitiva, estaba seguro de que no había engañado a Alethea. Con mucho cuidado, cambió de tema y levantó la vista mientras el plato principal llegaba a la mesa. Gabriel debería sentirse aliviado de que Alethea lo hubiese liberado de tener que mentir.

En cambio, se esforzaba por comprender. ¿Por qué siquiera había mostrado algún interés en él? ¿Por los viejos tiempos? ¿Porque tenía un punto débil en su corazón para los chicos errantes? Esperaba que ella no fuera una de esas damas que creía que una naturaleza torcida podía enderezarse con unos pocos gestos amables.