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La conversación cambió de los sinvergüenzas arruinando mujeres jóvenes a la agricultura. Gabriel habló como si tuviese el más leve interés en espantar los cuervos de los maizales, el futuro de los artesanos del campo y el empleo para la feria de Michaelmas. Le recordaron comprar sus gansos temprano, antes de que todos los buenos se fueran. Como si supiese qué hacer con ellos.

Finalmente, fortificados con vino, nueces confitadas, pastelillos y queso, los invitados pasaron a la sala de música para un juego de Golpear al que Pasa. Gabriel quedó hombro con hombro con Alethea hasta que eso fue todo lo que pudo hacer para no deshonrarse a sí mismo de nuevo. Fue casi un alivio cuando le asignaron otro compañero para jugar al Whist. Él y el vicario se sentaron frente a Alethea y la señora Bryant. Cuando las trece cartas fueron repartidas, se tuvo que obligar a contener una sonrisa condescendiente. No era justo apostar contra estos aficionados, y entonces la señora Bryant le tomó el truco, lo que le obligó a abandonar su actitud condescendiente y prestar atención.

Perdió.

– Le ganamos al jugador de Londres -alardeó la señora Bryant-. ¿Lo puedes creer, Alethea?

Alethea pretendió fruncir el ceño.

– ¿No se supone que debemos estar avergonzadas de nosotras mismas por alentar su afición al juego? Por lo menos no parece correcto presumir que le quitamos un chelín a un hombre cuyas actividades criticamos.

– Dígale que la próxima vez subiremos las apuestas -dijo el cura jovial, mientras se levantaba para irse.

– ¿Habrá una próxima vez? -preguntó Gabriel casualmente, mientras salían con Alethea por la puerta principal a la húmeda noche.

– ¿No te aburrimos? -le preguntó sorprendida-. ¿Realmente volverías?

– Sólo si soy bienvenido. ¿Lo soy?

Le dio una sonrisa ingenua que aumentó el doloroso deseo que llevaba subyugando durante horas.

– Sí -respondió, con los ojos llenos de picardía. Vamos a jugar más juegos. ¿Te gusta La Caza del Dedal?

La miró fijamente, afectado por una repentina necesidad de besarle la garganta y la piel cremosa más abajo, medio escondida bajo los rizos.

– ¿Podemos jugar solos?

– No creo que fuese tan divertido.

Le sostuvo la mirada.

– Creo que te sorprenderías.

– Ya veremos -le dijo cautelosa.

– Eso suena prometedor.

– Voy a traer a mis dos hermanas mayores la próxima vez -dijo la señora Bryant, detrás de ellos, mientras esperaba su capa-. No van a creer que le gané a Sir Gabriel.

– ¿La dejaste ganar? -indagó Alethea en voz baja.

– No -él y Caroline contestaron al unísono.

– Sospecho, sin embargo -dijo Gabriel con una fingida mueca-, que la señora Bryant es una experta tramposa.

La señora Bryant cuadró los hombros.

– ¿Puede probarlo?

Gabriel sonrió.

– Probablemente, la próxima vez tendré que vigilarla más de cerca en busca de cartas dobladas y guiños sutiles. Ahora que lo pienso, tosió bastante, y nunca examinamos el mazo de naipes por marcas.

Parecía encantada.

– ¿Me retará a un duelo de honor si me pilla?

– ¿Cuáles van a ser las armas?

– Versículos de la Biblia -dijo con una risita maliciosa.

– Entonces -dijo riendo con impotencia-, creo que acabo de ser engañado para hacer una donación a la parroquia.

– La donación no importa -aseguró la señora Bryant-. Será suficiente con que nos encontremos en la mesa de nuevo, para darle la oportunidad de redimirse.

Y Gabriel no tenía ninguna duda de que se refería a las cartas, no a una gran redención. El problema era que difícilmente podía admitir que la proximidad de Alethea podía doblegar su necesidad de jugar, pero ciertamente no disminuía sus otros impulsos.

Porque cuando al fin dejó su compañía, se dio cuenta de que de todos sus placeres pasados y presentes, de todas las apuestas que había ganado, ninguna igualaba el ser invitado para estar en su compañía, regocijándose con su risa.

Alethea corrió por el prado en el césped mojado y lo vio perderse a medio galope en la bruma. Que hermosa vista. Después de ese interludio amoroso en su dormitorio, había sido todo un caballero. Amable con sus amigos. Aún así, sabía que no todos los caballeros eran atentos en la oscuridad. Y que lo más probable era que Gabriel creyera que su resistencia a los avances amorosos estaba pasada de moda, comparada a las conductas de las damas que conocía en Londres.

Todo el mundo sabía lo que era, y sin embargo a todos en Helbourne les gustó, deseaban que probase que los rumores eran erróneos. Y nadie lo deseaba más que Alethea.

Le había recordado que ella todavía disfrutaba de una buena risa, que a pesar de que Jeremy la había violado con una crueldad terrible, se recuperaría.

Gabriel le había demostrado que todavía era capaz no sólo de sentir el deseo, sino también de sufrir sus incautos impulsos. Teniendo en cuenta su reputación como un maestro consumado en el arte del amor en Londres, ella sabía que él entendía cómo despertar pasiones ocultas.

Pero que podría hacerla enamorarse de él cuando ella sabía lo que era… bueno, ella misma se detendría.

Se rehusaba a caer por otro verdadero príncipe del amor, después de que el último resultó ser el rey de los sapos ante sus ojos horrorizados. Su primer corazón roto.

No. Eso no era del todo cierto. Había conocido a Gabriel antes de conocer a Jeremy en un bautizo local. Era justo concederle a Gabriel la dudosa distinción de haber sido el primero en romperle el corazón. Porque él había herido profundamente sus sentimientos, cuando ella corrió el riesgo de enojar a sus padres para ayudarlo en la picota.

Nadie antes había rechazado sus tiernos gestos, y con tanta rudeza. Siempre había sido elogiada por su capacidad de mostrar compasión hacia los demás. Pero había sido orgullosa al pensar que las palabras de simpatía de una niña serían suficientes para fortalecer a un niño como Gabriel.

Y lo era más aún, pensar que una mujer le podía tender la mano para ayudarlo a salir del sendero que había escogido.

CAPÍTULO 23

De esa manera se llegó a establecer una pauta durante las últimas semanas del verano. Cada viernes por la noche, ya sea que hiciera buen o mal tiempo, una fiesta con cena ligera entretenía a la alta burguesía local en la casa de campo del conde de Wrexham, con su hermana Alethea de anfitriona, cuando Robin no podía hacer los honores. Pocos invitados faltaban a esta animada fiesta, pues desafiar a Sir Gabriel a las cartas y poder afirmar que se había derrotado a un jugador profesional, había derivado en un travieso entretenimiento.

Entre una y otra cena, inventaba una razón tras otra para encontrarse con Alethea en sus cabalgatas diarias, hasta que ella dejó de burlarse de él por sorprenderla, y él dejó de excusarse. Dos veces la escoltó junto a la señora Bryant en sus visitas a la parroquia. Algo que juró no repetir, después de una visita a un viudo ya mayor, que informó a Alethea de que el maestro de la escuela del pueblo había pillado a Gabriel escribiendo rimas groseras en latín.

Ella se rió todo el camino de vuelta a casa. También lo hizo la señora Bryant.

– No fui yo -insistió-. Fue mi hermano Colin. Él tenía talento.

– ¿Para los problemas? -adivinó Alethea, con las cintas del sombrerito bailando en su blanca garganta. Estaba sentada incómodamente cerca de la señora Bryant, que conducía como Cibeles su carro de leones.

Gabriel cabalgaba al lado en su caballo andaluz, disfrutando de la vista. Nunca había sido tan bueno en latín como para crear versos, y no podía pensar en uno ahora. No le importaba si se reía de él. Le gustaba estar con ella, escuchar su voz. Pero cuando sus ojos se encontraban, algo afilado le bajaba por la espina dorsal. Y no sabía si podía soportarlo.