Miró hacia el bosque, a lo lejos.
– ¿Viene a tomar el té? -preguntó la señora Bryant, alegre.
Parpadeó. Le pareció ver una figura entre los árboles, tan furtiva que podría estar viendo su propio reflejo. Té. No lo quería, pero lo bebería.
Al final de la quinta fiesta, cada una terminando un poco más tarde que la anterior, Gabriel no pudo conformarse e irse a su casa. El conde de Wrexham había ido a Londres, a visitar a los padres de la joven dama a la que pretendía. Lord y Lady Pontsby habían partido temprano, quejándose los dos del molesto reuma.
Gabriel se despidió cortésmente.
Pero como persona maleducada que era de corazón, cabalgó en círculos alrededor de la casa, hasta que estuvo seguro de que todos los invitados se habían marchado. Y regresó. Alethea fue a la puerta con el chal de cachemira de Lady Pontsby.
– Sabía que ibas a volver a por…
– ¿…Ti? -bajó la mirada al costoso chal, haciendo un gesto con los labios-. No es mi estilo. Todos esos flecos, y el diseño. Soy más un…
– ¿…canalla? -se cruzó de brazos mientras él se auto invitaba de regreso al pasillo, cerrando la puerta a la tranquila noche-. ¿O eres ladrón de casas? Gabriel, me pregunto en qué has ocupado tu tiempo en estos años…
La hizo caminar de espaldas por el pasillo, bajo los escudos de armas, sus pasos apagados por el estrépito de los criados yendo de allá para acá, acarreando los platos de la cena y apagando las velas que habían iluminado el comedor y el salón.
Ahora, en la oscuridad humeante, había vuelto.
– He cambiado de opinión sobre el postre.
Ella sacudió la cabeza, a punto de sonreír.
– Demasiado tarde.
– ¿Para todo?
– Supongo que todavía quedará algo de brandy y tarta…
– No es eso lo que quiero -le dijo con una franqueza que hizo que se le abrieran los ojos.
– No sé cómo responder Gabriel -dijo después de una pausa-. Seguramente soy una compañía aburrida en comparación con las damas que has conocido en Londres.
Él sonrió con remordimiento.
– Estás bromeando, ¿sabes lo cabezas huecas que son esas mujeres?
– No son cabezas huecas, algunas son bastante brillantes.
Frunció el ceño.
– Bien, ninguna de mis conocidas parecen saber cómo jugar a Golpea al que Pasa.
– Ese difícilmente sea un pasatiempo intelectual.
Los ojos le resplandecían con humor.
– Ninguna de ellas me ha vencido nunca al Whist.
– Nos dejaste ganar, Gabriel.
Él hizo una pausa, inclinándose para jugar con su simpatía.
– ¿Tienes idea de lo solitario que es Londres para un hombre como yo?
Su respuesta lo cogió con la guardia baja.
– No más que mi vida aquí.
La miró fijamente, al darse cuenta de lo que había admitido.
– ¿No puedo reemplazarlo, verdad?
Ella frunció el ceño.
– Nunca le compararía contigo -dijo con una voz sorprendentemente feroz.
Él se enderezó. ¿Por qué no había aprendido a mantener la boca cerrada? Ahora había echado a perder su camaradería, trayendo el recuerdo de otro hombre.
– Lo siento. Sé cuan profundamente lo amabas…
– No lo amaba.
– ¿Qué?
¿Ella no había amado a Jeremy? ¿Había querido decir eso? Seguro que no.
Ella giró, evidentemente angustiada. Se le ocurrió que se resistía a pronunciar el sagrado nombre de Jeremy, por temor a derrumbarse. A pesar de su descontento al pensar que su pena era tan enorme que buscaba consuelo en dejarse seducir por un jugador, no se desalentó como para rechazar lo que el destino le había entregado en mano.
La abrazó y la besó en la nuca. Ella tembló pero no se alejó. La sangre se le calentó con anticipación. Por favor, haga lo que haga, no dejes que arruine esta oportunidad. Pues, aunque la deseaba desesperadamente, todavía era su dulce niña, de corazón atrevido, de los dolorosos días del pasado. Preferiría morir antes que deshonrarla.
Lentamente la acercó aun más.
Cerró las manos bajo sus pechos, tragándose un gemido al sentirla. Sus curvas voluptuosas se adaptaban a la perfección con los ángulos firmes de su cuerpo. Sus sentidos estallaron. Deliciosa. Adoraba como se apoyaba en él, como si entre ellos hubiese más que un deseo ordinario.
– Te lo advierto -susurró en su garganta-, no me invites a tu cama, a menos que realmente lo desees.
– ¿Me deseas, Gabriel? -susurró, volviéndose lentamente hasta que quedaron cara a cara, su sonrisa incierta, con los brazos alrededor de su cintura.
– Mi deseo más profundo eres tú.
Ella suspiró.
– Qué bonito.
Le besó las comisuras de los labios, apretando el abrazo.
– ¿Te impresionan las palabras bonitas?
– No.
– Ya me lo parecía.
Ella bajó la vista levemente.
– ¿Quieres impresionarme?
– Más que ver salir el sol cada mañana.
Se rió y levantó la vista otra vez.
– Palabras lindas y tontas. Pero… él ya no está.
No supo qué responder a eso. Cuando mencionó al hombre con el que iba a casarse, se alteró visiblemente. Y sin embargo afirmaba no haberle amado. Echó hacia atrás los rizos que oscurecían su rostro.
– ¿Puedo quedarme?
Ella estudió su rostro duro e intimidante.
– Has sido un buen compañero este mes.
Logró sonreír.
– Ambos sabemos por qué.
– Nunca creí que te fueras a adaptar a nuestros simples placeres.
– ¿Un hombre no puede cambiar sus costumbres?
– Algunas, supongo.
Ella sabía quién era él. ¿Pero sabía él quién era ella? Aún no, pero quería saberlo. La tomó de la mano.
– Llévame adentro.
– A mi dormitorio no. Mi doncella duerme al lado. Arriba hay un salón privado donde suelo leer.
No iba a discutir. Su mano se sentía firme en la de suya. Y no estaba seguro de por qué lo llevaba adentro, sólo de que no quería llevarla a ninguno de los oscuros lugares que había conocido.
La siguió a una escalera lateral. Había dicho que se sentía sola. ¿Se estaba aprovechando él de su vulnerabilidad? Ni siquiera podía pronunciar el nombre de Jeremy, cuando había pasado más de un año de su muerte. En el pasado, nunca había necesitado planear sus asuntos amorosos. Estuviera donde estuviera, eran el momento y el lugar perfectos.
Pero ahora se estaba muriendo por dentro, sin control.
La pequeña sala iluminada por el fuego parecía ser su retiro privado. Libros, cartas, una cesta de hacer punto. Un lugar de paz y reflexión.
– Tal vez no deberías haberme traído aquí, Alethea. Sé que no puedo reemplazar lo que una vez esperaste.
Cerró la puerta, con los ojos brillantes de cólera.
– ¿Y tú qué sabes?
Él sacudió la cabeza. Que Dios lo perdonara. No deseaba aprovecharse de una mujer tan sumergida en el dolor, que se ofrecía a un granuja como él, para buscar alivio momentáneo. Pero si podía hacerla olvidar su dolor, incluso a pesar de que en la mañana lo despreciara, no podía resistirse.
– Nunca he sido un santo -dijo-. Voy a tenerte, no importa cuál sea tu razón. Aunque sólo sea para calmar tu pena.
Esperó su protesta. Y cuando no llegó, la condujo a lo que en la oscuridad parecía ser un mullido sofá con un chal encima, un catalejo y un montón de papeles. Ella rió cuando los tiró al suelo.
– Alethea -dijo, y comenzó a reírse-. He imaginado este momento en unas cien fantasías…
– …pero en una habitación más ordenada.
– Eso no importa. -Ahora, nada sino ella importaba. La acercó, susurrando-, Por favor, ¿Puedo desnudarte?
Ella volvió a reír en la oscuridad, esta vez de incertidumbre.
– ¿Por qué? No puedes ver nada aquí.
– Voy a tocarte. Y voy a hacer el amor contigo. -Con qué facilidad sus manos la liberaron de la sus ropas, parecía tener todo el derecho a dejarla sin la restricción del vestido y la camisola. La acarició, dándole tiempo para relajarse, para anticipar lo que vendría. Cuando se arrodilló para quitarle las medias, sintió que se ella se movió alarmada.