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– Gabriel.

– No cambies de opinión -le dijo, levantando la vista y mirándola desolado-. No me pidas que pare, o moriré.

Ella soltó una risita temblorosa.

– Pareces muy decidido.

– Oh, lo estoy.

Volvió a mirarla, fascinado con la belleza de su cuerpo desnudo. Sus oscuros pezones se erguían en sus dulces pechos, su vientre ligeramente redondeado y sus caderas curvadas, una mata de rizos coronaba su abertura. La garganta se cerró ante su tímida sonrisa.

Le devolvió la sonrisa.

– Pensaría que esto es un sueño, si las demandas carnales de mi cuerpo no me dijesen lo contrario.

– Dejé de creer en los sueños. -Le pasó los dedos levemente por su corto cabello negro-. Hasta que volviste.

Le había dado tantas claves esta noche. Le reveló cómo era sutilmente, y un hombre sensible lo habría reconocido. Él se había perdido cada pista. Su única excusa era que el deseo lo volvía insensible a todo, excepto a sus instintos más bajos. Mañana podría reflexionar sobre los sutiles matices. Era todo lo que podía hacer para seguir sus pistas, para controlar su deseo.

Le besó el tobillo, la pantorrilla, el espacio suave de la rodilla, hasta que el perfume secreto de su carne invadió sus sentidos. Se levantó del suelo para quitarse la chaqueta, la corbata, los pantalones, y desabrocharse la camisa.

– Nunca me perdonarás por esto -le dijo con tristeza mientras se quitaba las botas.

Por un momento, mientras se volvió, con el corazón y el cuerpo desnudos, ella no habló. Sin embargo no parecía ofendida por sus cicatrices y su descarada excitación. Solo podía esperar que lo encontrara la mitad de deseable que él a ella.

– ¿Cómo sabes lo que voy a perdonar? -dijo al fin-. ¿Me conoces lo suficiente?

Él se sentó a su lado.

– Quiero conocerte. -Le acarició la cara y deslizó la mano alrededor de su cuello.

– Ya no soy como era – susurró.

– Eres mucho mejor -murmuró él, e inclinó la cabeza para besarla.

Con otra dama hubiese atribuido sus comentarios a una broma, a falsa modestia. Pero la deseaba tan desesperadamente que no pudo comprender lo que estaba tratando decirle. Como el tonto arrogante que era, asumió que tenía el monopolio del sufrimiento. Asumió lo que las apariencias le decían. Que mientras el mundo le había asestado un golpe tras otro, Alethea había permanecido intacta, la perfecta joven dama, a salvo del pecado, del dolor. Como estaba destinado.

– Y lo que yo sé, es que no te dejaré hasta que no seas mía. Y que no tengo intenciones de arruinarte.

– ¿No es eso lo que los libertinos deben hacer? -dijo Alethea, ahora con burla.

– No necesariamente. -Le pasó lo dedos por la garganta, bajando por sus pechos y su vientre, y más abajo aún, hasta que ella tembló. Sintió el pulso de su sangre bajo la palma-. Algunos simplemente nos arruinamos.

– ¿Crees que aquellos a quienes les importas no les afecta? -le preguntó, dando un grito ahogado cuando le introdujo un dedo en la vagina. Su cuerpo se contrajo, no por resistencia, sino por desesperada necesidad. La acarició. Y ella se abrió, derritiéndose lentamente.

La voz se le enronqueció.

– ¿Eso significa que te preocupas por mí?

Movió las caderas, dolorida, buscando más.

– ¿No te habías dado cuenta?

– ¿Tú me escogiste?

Suprimió un gemido. Lo que le estaba haciendo, esta delicada invasión, era demasiado, y sin embargo ansiaba más. ¿Pero cómo se había dado cuenta él, cuando ni ella lo sabía?

Su mano quedó inmóvil. Trató de apretar los muslos, de recuperar el aliento.

– Lo siento -le dijo con voz ronca, fascinante-. Tuve que marcharme, pero… ¿Habría importado si me hubiese quedado?

– Sí. No estoy segura… .

– ¿Por qué?

– Porque… porque entonces no hubiera podido ser la prometida de… él.

¿Qué le estaba diciendo? ¿Qué su pérdida había sido tan profunda que deseaba no haber amado nunca a Jeremy?

– ¿Hubo otro hombre, además de Hazlett? -le preguntó con la respiración y el corazón en suspenso.

Ella envolvió la mano alrededor de su cuello, sus dedos alisando el relieve de su cicatriz.

– ¿Volviste esta noche para investigar la historia de Helbourne, o para hacerme el amor? -preguntó con ligereza.

Él la presionó para acostarla sobre su espalda.

– Sería un tonto si rechazara esa oferta, cuando apenas puedo ver con claridad en tu presencia.

– Él se fue, Gabriel -le dijo con un susurro apenas audible-. Y me gustaría que nunca hubiese existido -dijo en voz tan baja, que no estuvo seguro de haberlo escuchado.

– ¿Estás segura de que deseas esto?

– No. Pero hazlo de todas maneras. Lo que quiero es olvidar.

Ella vio su expresión de sorpresa, y oró porque no tratase de obtener una explicación. Lo que había dicho era cierto. Cuando estaba con Gabriel, olvidaba las partes feas y espantosas de su vida. Y lo que pasase entre ellos, sería porque así lo había decidido. Sí. Ella había escogido esta noche.

Ella enterró el rostro en su duro hombro. Olía suavemente a almizcle y colonia. Tan maravilloso. Su piel estaba caliente, sus tendones y músculos entretejidos debajo de un escudo de fuerza. Que tentador darle poder sobre ella. Derretirse. El final del invierno.

– Una vez que nos unamos -le dijo, besándole la coronilla-, hay ciertas consecuencias que debemos enfrentar.

– ¿Cómo la concepción de un niño?

¿Cuándo se había vuelto tan franca con las realidades de la vida? En el espejo del tiempo, ella había permanecido inocente, intocable. ¿Era él el que se había perdido las lecciones más profundas de la vida? ¿Estaban todos sus reflejos distorsionados? No. No los de ella.

– Sí -dijo tragando-. Es una consecuencia que tenemos que aceptar.

– ¿Tienes algún hijo, Gabriel?

– No. Yo… -¿Qué podía decir? ¿Qué era un hombre que había eludido todo compromiso y escapado de un destino que probablemente merecía? No siempre había sido cuidadoso, pero ahora, súbitamente, tantas cosas que siempre había despreciado, parecían importar.

– ¿Me has deseado siempre? -susurró-. Sé que te gustaba mirarme algunas veces. Nunca entendí lo que significaba. ¿En qué pensabas?

– No estoy seguro de haber pensado esos días. Tal vez quería lo que no podía tener. -Presionó la cara entre sus pechos, inhalando su aroma-. Nunca he perdido un juego, una vez que me he concentrado en él.

– No soy un juego, Gabriel -dijo levemente indignada.

– Lo sé. Pero si lo fueses, ¿Qué tendría que hacer para ganarte? -Levantó la cara, con una atractiva sonrisa-. He dependido de peleas y trucos toda mi vida para sobrevivir. No conozco otra manera de vivir.

– ¿No es posible que puedas cambiar?

– ¿Desearías ayudarme?

Rió con nostalgia.

– Siempre pensé que te las arreglabas bien por tu cuenta.

– ¿Por qué derribaba a cualquiera que se cruzara en mi camino?

– Luchaste contra tu padrastro. Eso fue valiente por tu parte.

Él tragó. Le avergonzaba que lo supiese.

– Nunca fui visto como el caballero blanco del pueblo.

Los ojos de ella centellearon con picardía.

– Algunas damas son atraídas por la oscuridad.

– Nunca te consideré una de ellas.

– ¿No me deseas, Gabriel? -preguntó con voz inestable.

– Sí. Pero por más de una noche.

– ¿Pero eso no está prohibido en el libro de las reglas de un libertino?

– ¿Puedes pensar en mí en otros términos? -le preguntó molesto.