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– Podría pedir lo mismo de ti.

– A mis ojos, siempre has sido perfecta.

– Pero no soy perfecta. Y si esa es la única razón por la que me deseas, entonces te estás engañando.

– Vas a cambiar de opinión…

– Oh, Gabriel. No lo entiendes.

Él cerró los ojos.

– No quiero herirte.

– Entonces no me dejes.

¿Cómo podría dejarla? Su cuerpo absorbía su calor, su invitación. Su respiración se estremeció sobre la boca de ella. Se levantó sobre ella. La había tomado en miles de fantasías incumplidas. Imaginándola debajo de él, mientras otras mujeres compartían su cama.

Se dijo que después habría tiempo para discutir lo que fuese que le rondaba por la mente. En realidad no quería darle más tiempo a ella para reflexionar o negarse. Su instinto le decía que sellara su unión.

No la dejes cambiar de parecer. No la dejes darse cuenta de que soy la persona equivocada para ella. Seguro que no merezco a alguien tan perfecta y pura, pero juro que nunca más pediré algo en la vida, si tengo la oportunidad de amarla.

– Me estás mirando como solías hacerlo -dijo ella, con los ojos súbitamente muy abiertos-. ¿En qué estás pensando ahora?

– En que nunca he visto una mujer más hermosa. -La besó enredando la mano en su pelo. Ella gimió. Con ese sonido desinhibido de aprobación, profundas olas de placer se desplazaron desde los hombros a las piernas de él. Alethea, desnuda, abriendo los muslos para ofrecerle placer. La lujuriosa sensualidad de su cuerpo lo tenía fascinado.

La apretó entre sus brazos, arqueando la espalda, y sus miradas quedaron fijas. Contrariamente a lo que se decía de él, no tenía por costumbre desflorar vírgenes. Sin embargo, comprendió que la primera vez no sería tan deliciosa para ella como para él.

Aun así, el espacio entre sus muslos se sentía húmedo, su carne preparada, atrayéndole. Le separó los hinchados pliegues y la penetró con dos dedos, lo más profundamente que se atrevió.

Respiró profundamente varias veces. No podía imaginar peor pesadilla que tener que parar ahora, ni un destino más deseable que empujar muy dentro de ella.

Le besó los párpados, la cara.

– Creo que he sido tuyo siempre.

– Gabriel. -Exhaló su nombre, los dedos hundiéndose en sus hombros, su cuerpo abriéndose a él, como si tuviese voluntad propia-. ¿Me deseas?

– Por favor -susurró él con voz ronca.

– ¿Es pasión lo que nos hace arder, o amor? -susurró ella.

– ¿No pueden ser ambos? -La miró a la cara, traspasándola con los ojos. Sus pechos se elevaban tentadoramente-. ¿Importa?

– Sí, aunque me pregunto…

Él no le dio la oportunidad de finalizar, de pensar su respuesta. Su corazón retumbaba. En ese momento no le importaban las palabras que ella demandaba,

– Pregúntame más tarde -murmuró y deslizó la mano izquierda debajo de su suave cadera-. Tómame completamente en tu interior…

Ella dejó escapar un gemido que rompió las cadenas de su control. Se echó hacia atrás, ignorando su leve grito ahogado de vulnerabilidad, y la penetró hasta el fondo. La descarga de placer retumbó en su pecho. Estar enterrado en su estrecho pasaje, sentir sus estremecimientos debajo de él. Las más dulces fantasías se hicieron realidad. Apoderándose de su mente, de sus sentidos hasta que no percibió nada más que las reacciones.

Ella se arqueó contra él. Su cuerpo luchaba por responder con suavidad, apretó los dientes, y disminuyó el ritmo de sus embestidas. Su primera vez. Ya habría más noches juntos de sensual exploración. Él aprendería lo que le gustaba, y compartirían sus deseos secretos. Con toda seguridad encontraría un lugar más apropiado para hacer el amor que un viejo sofá tan macizo como, afortunadamente, resultó ser.

Escuchó su susurro entrecortado como si sonara muy, pero muy lejos.

– Esperé que regresaras.

– Ahora estoy aquí.

– Hazme olvidar, Gabriel.

CAPÍTULO 24

Cuando Jeremy Hazlett la había violado, Alethea no se había dado cuenta de que era la inocencia de su corazón lo que él había quebrado, no su habilidad para amar, ni la capacidad de su cuerpo para conocer el placer sexual. El apetito carnal que Gabriel había avivado, y procedido a satisfacer, la había avergonzado tanto como excitado. Estaba convencida de que ningún otro hombre podría haber despertado su pasión.

Considerando el mismo acto, o más bien su parodia violenta, sólo le había ocasionado repulsión antes y ahora sentía sus deseos naturales volver con una intensidad que no podía atenuar. En su corazón, él era su primer amante, su único amor. Y para un hombre que era innegablemente bien versado en el pecado, siempre había habido un coraje en él que equilibraba sus aspectos más oscuros. Ella saboreó cada sensación, placentera e incómoda, que él invocó, hasta que al final, se entregó a él completamente.

Él aventajó su vergüenza pasada, obligándola no sólo a someterse, sino a reconocer su deseo. Viril. La hizo sentir viva y fuerte, sin miedo de revelar lo que anhelaba. Él exigió. Ella se rindió, apenas consciente del instante en que su gran cuerpo dejó de moverse. Ella simplemente supo… en su propia explosión inesperada de placer, su liberación… que el estremecimiento de sus hombros, el profundo calor de su semilla dentro de ella, significaba que él había encontrado la culminación.

Y si incluso por un momento ella temió que este acto había estado motivado sólo por el deseo, él no perdió el tiempo reconfortándola de otra manera.

– Eres la mujer más deseable, la única mujer que alguna vez he deseado verdaderamente -le dijo mientras levantaba la cabeza.

– ¿Yo? -Alethea susurró, pasando su dedo hacia abajo del profundo pliegue en su mejilla.

– Recuerdo la primera vez que tocaste mi cara.

– Eres considerablemente más atractivo ahora.

Él tiró de uno de sus oscuros rizos que habían caído a través de su pecho. -Tú lo eres.

– Yo creo…

– Mis primos de Londres querrán conocerte.

– ¿Tus primos?

– Mi familia. Los otros Boscastles. Los chicos.

Ella hizo un intento poco entusiasta para incorporarse, sus pensamientos repentinamente moviéndose de la perturbadora desnudez de ellos a las implicaciones de conocer a sus infames parientes masculinos, no como su vecina, no como una debutante, sino como su amante.

– Nos acusarán de impulsivos.

Él levantó las cejas. Era impetuoso, seguro de sí mismo, dispuesto a llevarse el mundo por delante para impresionarla.

– Siete años no son exactamente lo que se puede llamar un acto de impulsividad.

Ella lo consideró con entusiasmo.

– No es como si hubiéramos tenido un cortejo todo ese tiempo.

Él sonrió abiertamente.

– Sí lo tuvimos.

Su jovialidad era contagiosa, y todavía el secreto que estaba en medio de ellos ensombrecía su corazón. Él no había sabido, no había adivinado. ¿Cambiaría cómo se sentía él? Ella no podía soportar echar a perder esta mágica intimidad, pero la intimidad no podría sobrevivir sin confianza, y la confianza se forjaba con la verdad.

Ella tenía que confesarlo. Pero ¿cómo, cuándo? ¿Él la vería diferente, todavía la desearía como ahora? Ella miró hacia arriba a su oscuro rostro sardónico.

– Siete años -él dijo otra vez.

– ¡No tuvimos contacto!-Ella exclamó.

– Sí, Alethea. Lo tuvimos.

Ella sabía que tenía la razón porque lo habría recordado. Lo había visto sólo una vez desde sus tempranos años… en Londres, coqueteando en el parque… aunque él no la había visto. Si ella habría estado tentada de saludarlo con las manos, su batallón de señoritas admiradoras la habrían más que desalentado. Ella, sin embargo, frecuentemente escudriñaba los periódicos de las noticias para enterarse de sus actividades, hasta que se había vuelto dolorosamente obvio que él había cumplido con la profecía de sus padres de una vida decadente.