– No recuerdo de que tú alguna vez me escribieras o que hicieras algún esfuerzo para verme -dijo ella, frunciéndole el ceño.
– Le preguntaba a Jeremy sobre ti cada vez que lo veía.
Ella apartó la mirada.
– Él nunca lo dijo.
Él besó su hombro desnudo.
– Quizás tenía la intención de protegerte del flagelo del pueblo. Y si no te veía, tú estabas tan a menudo en mis pensamientos que era como si nosotros aún tuviésemos contacto -hizo una pausa, su voz seductora-. ¿Nunca pensabas en mí?
– Por supuesto que pensaba en ti -le dijo sin titubear.
– Yo soñaba contigo, también.
Ella volteó la cabeza, sonriendo tristemente.
– Podría habérsete ocurrido decírmelo alguna vez en todos esos años.
Él se agachó para recoger sus desparramadas prendas de vestir.
– Estabas comprometida en matrimonio con otro hombre. ¿Aún tengo eso contra mí?
– No.
Ella le guardaba rencor a ese otro hombre, y sólo deseaba que Gabriel hubiera sido lo suficientemente deshonroso para desafiar su reclamo. ¿Pero cómo podría él haberlo sabido? Incluso ahora él asumía lo que ella había dejado al resto del mundo creer. Que había amado a su prometido, ese Jeremy que no sólo había muerto como un héroe sino que había vivido como uno. Nadie quería pensar que un caballero refinado, un hombre con modales prístinos y ascendencias impecables, deshonraría a la mujer que afirmaba adorar.
Pero esta noche ella había necesitado a Gabriel, para sostenerla, para exorcizar el recuerdo de su deshonra. Era como si escogiéndolo, ella hubiera desafiado al fantasma del hombre que había prometido protegerla.
Si sólo se atreviera a ser honesta con él acerca de lo que sucedió.
Se vistieron lentamente, deteniéndose para compartir besos, para ayudarse el uno al otro. Alethea debería estar llorado de arrepentimiento, planificando su penitencia. En lugar de eso, esto era todo lo que ella podía hacer para no pedirle que se quedara. ¿Comprometería él su corazón con ella? No había garantías de que él no hubiera hablado en el calor de la pasión, no tenía ninguna seguridad de que por la mañana él no se arrepentiría. Pero al menos por ahora ella se sentía esperanzada, y malvadamente feliz.
Ella había confiado en Gabriel con su cuerpo. Y sería honesta. Seguramente él había oído historias más desagradables de sus mujeres de cuestionable reputación. Si sólo él no la hubiera puesto sobre un pedestal por su virtud.
Su voz ronca la distrajo. Estaba parado, levantándola con él. Su corazón se agazapó de su descarada sonrisa.
– Olvidé algo. -Sacó un valioso sobre de vitela del bolsillo de su abrigo de noche-. Tuve la intención de entregarte esto cuando te vi más temprano esta noche. Es una invitación.
– ¿Para mí? -Le preguntó sorprendida-. ¿De quién es? -había rechazado cada invitación social que había recibido en el pasado año hasta que habían dejado de llegar-. ¿Vas a dármelo?
– Sólo si me prometes que vendrás conmigo.
– ¿Ir contigo a dónde, demonio? -trató de alcanzar la misiva sellada, sólo para encontrarse atrapada en contra de su duro pecho.
Sus ojos oscuros la tentaron, calurosamente seductores.
– Es sólo una invitación para la fiesta anual de cumpleaños de mi primo Grayson en Mayfair. Y si no te dejo ir ahora mismo, todavía estaré aquí para el día de la fiesta.
Ella sonrió mirando hacia arriba a su rostro ensombrecido. Todavía podía sentirlo en su interior, el placer de su posesión.
– En Londres -le dijo, entregándole la invitación a ella-, en la fiesta, te presentaré.
– Confío en que no te importará si llevo a mi prima o a mi hermano como carabina.
Él se inclinó para besarla.
– Aunque lleves al pueblo entero de Helbourne, no serás alejada de mí otra vez.
Por la mente de Gabriel se cruzó por sólo una fracción de segundo que no había encontrado la barrera de su himen durante su encuentro sexual. No es que él sea devoto de seducir vírgenes o gritara aleluyas por la pérdida de virtud de una amante. Los placeres sexuales estaban envueltos en mitos y misterios. Él entendía instintivamente cuándo complacía a una mujer sin haberse dedicado a un estudio del tema.
Se decía que las señoritas podrían dañarse ciertos delicados tejidos durante el transcurso de una vigorosa cabalgata. Ciertamente Alethea era una ferviente amazona. Y por todo lo que él sabía, había causado su incomodidad, y ella se había refrenado de expresárselo. Quería pensar que ella había quedado tan devastada por la pasión que cualquier daño que él había infligido pasó inmediatamente al olvido.
Él, por otra parte, nunca lo olvidaría ni sería igual luego. Y no podría esperar para ver la reacción de sus primos en Londres cuando les dijera que se había enamorado de Alethea Claridge y que… sí, él sabía que ella no se habría entregado a ningún hombre de otra manera… ella lo amaba, también.
CAPÍTULO 25
Alethea se quedó en la cama bastante rato después de su hora habitual, escuchando a medias a los criados ocupados abajo.
No lo había soñado, ¿verdad? La cálida decadencia, el afecto de él. Rodó agarrando la almohada. Lentamente se dio cuenta del profundo despertar de su cuerpo. La ternura que daba un adecuado testimonio de la proeza de Gabriel.
Se sentía completamente como una mujer tomada. Liada. Seducida. Habiendo hecho lo apropiado. Todas esas palabras de las cuales uno susurraba en tonos bajos solamente, si es que lo hacía. Gabriel había puesto en práctica cada una de ellas en el sentido más perverso.
– ¿Lady Alethea? -La familiar voz de una mujer la llamó al otro lado de la puerta-. ¿Se siente mal?
Suspiró, volviendo a la cama. Sabía que había algo que hacer. Siempre era así.
– No, Joan. ¿Necesitas algo?
– No creo que tenga tiempo de tomar un desayuno decente si va a ir a las salas de la Asamblea a las diez.
– ¿Las salas de la Asamblea?
– Me debo haber equivocado. Pensé…
Alethea voló de la cama. ¿Cómo podía habérsele olvidado? Era la auspiciadora del baile anual de Helbourne. La persona que supervisaba las comidas, y las decisiones que cambiaban al mundo, tales como si las damas del comité comprarían un pianoforte nuevo, o pulirían el piso de la pista de baile para que las zapatillas de las damas no se atascaran en medio de la cuadrilla.
Y hoy día había prometido hacer una inspección del salón donde las damas tomaban té antes de bailar. Su hermano había hecho una donación considerable, para gastar como ella quisiese, en cortinas o sillas. El año pasado la madre del cura había traspasado una silla antigua de roble y había aterrizado en su trasero.
Se apuró con su aseo matinal y todavía se ponía los guantes mientras Wikins la llevaba a las salas de Asamblea. Nadie había llegado todavía. Sólo el antiguo cuidador que vivía en la misma calle más abajo. Le pidió que pusiera agua para el té, y le tomó unos pocos minutos para recuperarse.
De hecho no tuvo necesidad de preguntar. Apenas había llegado al pequeño salón de arriba, cuando oyó los sonidos de las tazas en la bandeja.
– Señor Carson, es usted muy atento. ¿Cómo adivinó que andaba tan apurada que no pude tomar mi té de la mañana? Me quedé dormida.
– No necesitas disculparte -se deslizó una voz desde a puerta-. También yo tuve una noche bastante activa. Espero que tu noche no haya sido muy agotadora.
– Gabriel. -Giró y se rió al verlo acarrear la bandeja con el té y las tostadas-. No tenía idea de tus talentos domésticos. Que sorpresa más agradable.
Él frunció el ceño.
– ¿Te importaría no verte tan linda, hasta que tenga las manos libres? Me temo que dejaré caer tu té y desapruebes mi trabajo del hogar. -Como evidencia de su declaración, depositó su carga en la mesa entre ellos, las tazas agitándose precariamente en sus platos-. Allí. -Le dirigió una sonrisa peligrosa-. Ahora tengo las manos libres y veo que todavía estás encantadora.