Los hermanos Mortlock, Ernest y Erwin, un par de los vergüenzas más notables de la sociedad. Ricos, esbeltos, el dueto de aspecto inocente destacados como asiduos participantes en los pasatiempos más vergonzosos de Londres. Gabriel estaba francamente sorprendido de que a estas alturas nadie los había matado.
– ¿Qué queréis? -pregunto fríamente.
– Bueno, mi mitad fea y yo nos acabamos de enterar que una paloma gorda estará en Piccadilly esta noche. Hazard está en su juego, y tiene dinero para perder.
Drake suspiró con disgusto.
– ¿Alguno de vosotros fue invitado el día de hoy?
– ¿Vienes, Gabriel? -preguntó Erwin-. Nadie te ha visto en ninguna parte en casi un mes.
Drake juró en voz baja. -Terminó de jugar. Vayan solos a los infiernos.
– Perdona -Gabriel le dirigió una sonrisa ofensiva-. Ni siquiera he comenzado a jugar todavía.
Drake lo miró.
– ¿Cómo se supone que voy a explicar tu ausencia a una cierta dama cuando pregunte a donde te fuiste?
– Sabe lo que soy.-Gabriel se encogió de hombros, retrocediendo unos pasos-. Dudo que se sorprenda cuando descubra donde escogí pasar el resto del día.
Miró a través de los arbustos que separaba su camino de uno que llevaba a la fuente donde Alethea estaba parada. Su pecho se oprimió mientras la miraba.
Se giró sin previo aviso y miro en dirección de Gabriel.
No podía imaginarla en un burdel.
Pero por otra parte, hasta estas últimas semanas pasadas, nunca la hubiera imaginado desnuda y apasionada en sus brazos, tampoco.
Cerró los ojos. Qué ironía la suya, le había preocupado avergonzarla.
Se había reconciliado con el desagradable hecho de que había amado a alguien antes que a él. Y ahora… bueno, cualquiera que sea la verdad, la tenía que saber. Nunca había hecho el papel de tonto con una mujer.
Era probablemente muy tarde para deshacer lo que sentía por ella. Pero estaría malditamente seguro de proceder con los ojos abiertos.
CAPÍTULO 30
Alethea estaba mordisqueando una tarta de limón y queso, chismoseando con la prima de Gabriel, Chloe, la Vizcondesa de Stratfield y su cuñada Eloise, la esposa de Drake Boscastle, la antigua institutriz, cuyo amor había metido a su perverso marido en vereda. Le sorprendió con qué calidez las esposas Boscastle la abrazaban para compartir confidencias. Esto hacía que Alethea anhelara la comprensión femenina, además de la de la señora Watson, quien podría divulgar su propio opresivo secreto. Pero eso sería una fea confesión.
Sin embargo, esta aparentaba ser una familia en la que uno podía confiarle los asuntos privados y contar con una sincera admisión. Tenía la tranquilizadora sensación de que todo lo que se hablaba con estas mujeres no sería traicionado.
Era Gabriel quien merecía la verdad, por supuesto. Pero a medida que las sombras acechaban por la tarde, se le ocurrió a Alethea que su caballero oscuro parecía haber desaparecido. Tal vez no quería inmiscuirse en la cháchara femenina. Tal vez estaba hablando con su hermano.
Su intuición le susurró lo contrario.
Y cuando poco después el Señor Drake se acercó al círculo de las damas, ahora animado por la presencia de Jane, la marquesa de Sedgecroft y la propia prima de Alethea, la señora Pontsby, reconoció la fría corazonada. Se le heló los huesos.
Los ojos de Drake revelaban importunas, pero no inesperadas, noticias.
– Alethea -comenzó, dando a su esposa, Eloise, una sonrisa íntima antes de que se inclinase para besar la mano de Alethea-, se me ha pedido entregarle un mensaje.
Por unos instantes no oyó el aumento inquietante de la sangre en sus sienes. Había un toque de vergüenza en los ojos de Drake, que no podía malinterpretar.
Ella lo sabía.
Gabriel la había abandonado y su propio primo, un libertino reformado a sí mismo, había sido enviado para poner excusas. ¿Cuántas veces había hecho esto? ¿A cuántas mujeres despechadas?
– ¿Dónde fue? -preguntó en voz baja
– Se reunió con algunos amigos que le recordaron una obligación previa.
Sintió como una desagradable oleada de calor inundaba su rostro. Apuestas, pensó. U otra mujer. Tal vez ambas cosas. De repente, recordó porqué había preferido siempre la vida tranquila a la farsa de la sociedad londinense. Por lo menos sus caballos y los vecinos del campo no la abandonaban a la primera tentación.
– Ya veo -dijo después de un largo lapso de incómodo silencio.
– Bueno, pues yo no -dijo la señora Pontsby, estudiando a Alethea con preocupación-. Entendí que quería hablar con nuestras mutuas familias en privado, esta noche. Esto debió ser una obligación urgente, ya que no hubo ni siquiera una apropiada despedida.
– ¿Tal vez tenga planeado regresar antes de que termine la fiesta? -preguntó Jane, con su mirada puesta en el rostro de Drake.
Él tosió.
– No podría decirlo. No pensé en averiguar. El recordatorio de esta prioridad le sobrevino de sorpresa.
Jane miró a Alethea con una sonrisa reconfortante. Era la hija de un conde, una mujer que podría haber sido célebre si no se hubiera casado con el sinvergüenza del marqués.
– ¿Lo hizo? Bueno, vamos a pasarlo bien sin él. Londres ha sido privado de la compañía de Alethea demasiado tiempo para perder un solo minuto por la ausencia de Gabriel. ¿Recuerdas, Alethea, el baile al que tú y yo asistimos dónde cierta condesa vestida de hombre desafió a su marido a un duelo, porque no la reconoció?
Alethea forzó una sonrisa.
– No podría olvidarlo
Parecía difícil creer que no hacía tantos años, Alethea había gozado de cierta popularidad en la ciudad. Es cierto, que no había visitado Londres tan a menudo como una joven moderna debería hacer con su decente presencia. Pero entonces, no tenía necesidad de cazar un marido o desfilar arriba y abajo de Rotten Row con su carabina a determinada hora.
Se había comprometido con el perfecto caballero. Había cabalgado a través de las colinas del campo hasta su casa en su tiempo libre y había sentido verdadera comodidad con la convivencia con sus vecinos. Su vida había sido planeada por sus padres.
Era a la vez tan desconcertante como interesante arrojarse de nuevo en la escena social de Londres, desarmada y fuera de práctica como ella lo estaba. Esperaba recibir comentarios sobre la pérdida no sólo de su prometido, sino de un lugar estable en la sociedad. Sus simpatizantes habrían jadeado sorprendidos al saber cuán fortalecida estaba ante esas genuinas y superficiales expresiones de simpatía.
No esperaba, sin embargo, ser sumariamente abandonada por el hombre que había conseguido situarla en esta vulnerable posición. Ni tampoco la atención de los diversos miembros de su familia que la animaban pero resaltaban el hecho de que Gabriel se había marchado al infierno sin decir una sola palabra. Ellos sabían. ¿Qué podían decir?
– Tengo plena confianza en que Sir Gabriel regresará antes de irnos -murmuró la señora Pontsby, compartiendo una sonrisa forzada con la vivaz prima de pelo negro, Chloe, que era menos hábil para ocultar su molestia que Jane.
Chloe levantó su vaso medio vacío de limonada hacia el lacayo.
– No me importa si no lo hace. Pienso que encontraremos a otro sin escrúpulos para ocupar su lugar. Ven conmigo, Alethea. No nos sentaremos aquí a echar raíces como los alhelíes, mientras haya diversión que tener. Va en contra de mis principios.
La señora Pontsby suscitó.
– Enséñenos el camino, señora Stratfield.
Alethea rió de mala gana. Su corazón estaba físicamente herido. ¿Porqué lo había hecho? Hacía una hora él había sido tan pícaro, pero entonces, había ganado. Tal vez era eso todo lo que había querido desde el principio.
– Sir Gabriel no me debe su presencia. No somos más que viejos amigos y vecinos recientes.
– Entonces hagamos nuevos amigos -dijo Chloe con una contagiosa malicia-. Fuiste una maravillosa coqueta una vez, Alethea. Envidiaba con qué facilidad revoloteabas dentro y fuera de la sociedad sin dar un paso falso.