– ¿El día de la Fiesta de San Miguel? -murmuró Lady Pontsby-. ¿El día que Lucifer fue expulsado del cielo?
– Si hay una superstición contra contraer matrimonio en ese día -dijo Robin-, por favor, no lo compartas con mi hermana.
– La única superstición en cuanto a la Fiesta de San Miguel de la que soy consciente es que una nunca debe comer moras después de ese día porque el diablo ha escupido sobre ellas.
– Entonces esperemos que si hay moras servidas en el desayuno de bodas nuestro diablo estará a mano para dar de comer a su novia.
Pasó una semana de alegre correspondencia de ida y vuelta entre Sir Gabriel, sus viejos amigos y los Boscastles. El conde, su hermana Alethea, sus amigos, y la familia Boscastle.
– Dios del cielo -dijo Lady Pontsby con placer ante la colección de cartas y pequeños regalos que llegaban diariamente-. Uno pensaría que ella está casándose con una institución.
– La familia Boscastle lo es -dijo Robin-, y cada uno más infame que el otro.
Además se acordó que la semana anterior a la boda la pasarían en Londres satisfaciendo las obligaciones sociales y haciendo compras para la novia, de quien su prima mayor se lamentó de que vistiera como un ratón de campo. Alethea señaló que no había tiempo para unas pruebas de ropa adecuadas de todos modos. Sin embargo, de repente se sintió fuera de moda, recordando la elegancia natural de las mujeres Boscastle que había conocido.
Pasó los primeros tres días en la ciudad con su prima y Chloe, la Vizcondesa Stratfield, quien la arrastró del sombrerero a la modista y a la costurera con inagotable energía. En la tarde del cuarto día fue invitada por Jane Boscastle, la Marquesa de Sedgecroft, a asistir a una privada reunión familiar.
Gabriel fue invitado por uno de sus antiguos oficiales de regimiento a asistir a una cena esa misma noche, el propósito era lamentar la pérdida de uno de los libertinos de Londres por la ratonera del párroco.
CAPÍTULO 40
La cena tuvo lugar en Mayfair en la casa de Lord Timothy Powell y su amante Merry Raeburn, una popular joven actriz de Drury Lane que una vez había fijado sus esperanzas en demandar a Gabriel como su protector. A pesar de que otros hombres más viejos y más ricos la habían perseguido, había estado encaprichada con él durante más de un año, demasiado tiempo para una aspirante a cortesana. Al parecer el Duque de Wellington se había declarado a sí mismo como su pretendiente. Varios folletos exhibidos en las ventanas de una imprenta de Londres hicieron alusión a una relación de buena fe. Merry negó esas acusaciones, al igual que el duque. Ahora se había conformado con Timothy, quien no era ni tan hermoso ni tan excitante como Gabriel Boscastle. No obstante, él había luchado dos duelos por su honor y se movía en los círculos aventureros.
Ahora que Gabriel, para incredulidad de todos, se casaba con una dama que parecía tener pocos intereses en los juegos amorosos de la sociedad, las oportunidades de Merry para seducirlo parecían muy débiles. Consiguió, sin embargo, atraparlo en el pasillo durante unos pocos momentos en su camino hacia las escaleras que conducían a la sala de juegos.
– Merry. -Parecía incómodamente divertido de estar a solas con ella-. Justo voy a reunirme con Timothy -dijo, sin aceptación en sus ojos que alguna vez habían estado en el borde de una aventura amorosa-. Esta es una espléndida fiesta, probablemente mi última como soltero. Yo…
Era tan cortés, tan formal en contraste al granuja que ella había conocido en primer lugar, que Merry supo que lo había perdido como potencial protector. Sin embargo, su orgullo no le permitía soltar totalmente el gancho. Se consoló a sí misma con la posibilidad de que sus instintos varoniles hubieran sido dañados en Waterloo. ¿Por qué un libertino se adhería ahora a las normas que previamente había alardeado? Ella creía estar a la altura de su deseabilidad sexual. Había rechazado varias ofertas antes de que Timothy le presentara un generoso contrato para ser su protector. Ella había dicho que Gabriel era insuperable en la cama. Lo deseaba, aunque sólo fuera una vez. Él era delicioso, un peligro que las mujeres adoraban.
– ¿Estás enamorado, Gabriel? -le preguntó suavemente, la posibilidad tan intrigante para ella como tan poco probable de que ella experimentara alguna vez ese tipo de aflicción. Una cortesana exitosa no se atrevía a pensar en semejantes términos, incluso si ocasionalmente caía en el error de encariñarse por uno de sus admiradores. Si Gabriel de verdad se había enamorado de esa dama de pueblo, Merry y sus cohortes tendrían que preguntarse cómo había sucedido, y cómo habían perdido la oportunidad de capturar su esquivo corazón. Ninguna de ella lo había considerado como un potencial marido.
Se colocó a sí misma directamente en su camino. Por si él tuviera la más mínima intención de apartarse. Merry estaba ofreciéndole cada incentivo. Era delgada, apenas veintiún años, una joven culta una belleza rubio platino que vivía para complacer.
– Nunca imaginé que perderíamos tu compañía -añadió con un enfurruñado suspiro-. ¿Tienes que casarte con ella? -preguntó, como si que él hubiera fecundado a la hermana de un conde explicara la repentina ceremonia.
Él sonrió.
– Sí, estoy enamorado, y tengo que casarme con ella, aunque por ninguna otra razón más que porque no puedo vislumbrar mi vida sin ella. ¿Esto ha satisfecho tu curiosidad?
La resultó imposible admitir su franqueza.
– En verdad, Gabriel, confieso que mi curiosidad es más despecho que satisfacción. Nunca soñé que estabas dispuesto a tener una relación permanente.
Él sonrió mirándola a la cara.
– No lo estaba. De hecho, puede que haya estado encerrado en una picota toda mi vida, esperándola para liberarme.
Ella arrugó su nariz.
– Que horroroso sentimiento. Espero que no te vuelvas poético con nosotros después de casarte. Eras un invitado más provocativo como jugador.
– Hablando de lo cual, estoy en mi camino a la sala de juegos. ¿Quieres acompañarme? Estoy seguro de que Timothy está extrañándote.
– Ve tú mismo. No deseo oler a cigarrillos para el resto de la noche.
Él se giró. No había ningún criado en el pasillo para guiar las correrías de los invitados.
– Es a la izquierda, ¿verdad?
– Sí -dijo ella distraídamente cuando una voz la llamó desde la parte inferior de las escaleras-. La tercera habitación al fondo… frente a mi dormitorio, no es que estés interesado. La puerta está abierta. Siempre está abierta para ti.
Sonrió mientras ella se marchaba enfadada, mirando una vez hacia atrás para darle una esperanzadora mirada. -Habríamos tenido un affaire hermoso, Gabriel. Nunca sabrás lo que te has perdido.
Él sacudió su cabeza y siguió caminando por el pasillo, echando una mirada divertida a la habitación espléndidamente decorada de Merry.
La colcha de raso ámbar había sido puesta para la noche. Vino y copas colocadas sobre una bandeja junto con un plato de desmenuzable queso blanco, galletas y pasteles de crema de frambuesa.
Y no lo tentó en absoluto.
Cuando se giró de nuevo al pasillo, escuchó la débil rotura de un cristal, seguido por unos amortiguados pasos. ¿Había tenido Merry un admirador secreto al acecho? ¿Uno que se había enojado, o uno que no había estado invitado en absoluto? Contó el número de invitados con quienes había cenado. Cinco se habían ido con Timothy a jugar a las cartas. Los otros habían permanecido escaleras abajo.
Atravesó la puerta.
La ventana que daba al callejón trasero estaba abierta, una brisa fresca fruncía las cortinas. Sintió una punzada de alerta en su nuca. Un pequeño tarro de cosmético yacía roto en el suelo de madera. ¿Una ráfaga de viento lo tiró del tocador? Inverosímil, considerando la distancia.
Cruzó el cuarto y bajó la mirada al callejón de abajo. Había otra casa en la esquina que era utilizada como una casa de juegos. Podía ver un puñado de hombres bien vestidos jugando en el balcón, aristócratas quienes podían permitirse perder y que perdían a menudo.