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Ella le dirigió una media sonrisa desdeñosa y retrocedió un paso.

– Dulces sueños, sir Gabriel. Si el río se lo lleva lejos, no diga que nadie lo advirtió.

– Alethea…

Ella vaciló.

– ¿Sí?

– Nada. No importa.

CAPÍTULO 04

Advertirle. Como si alguna vez en su vida hubiera prestado atención a una advertencia, cuando una mujer se preocupaba.

Observó a su elegante figura desaparecer bajo el sendero cubierto de árboles hacia donde el caballo esperaba hasta que él entrara en razón. Incluso cuando era una chica Lady Alethea Claridge había acudido a él cuando se sentía perdido. ¿Quién se pensaba ella que era para acudir a rescatarlo? Él podría haberle dicho que recordaba el día que le había hablado en la picota, como el punto más bajo de su humillación pública.

Su padrastro le había procurado humillaciones más intensas en privado, pero la intromisión de Alethea sólo había aumentado la vergüenza que Gabriel había luchado por mantener en secreto. Él nunca se había hundido tan profundamente otra vez en su propia estimación personal, a pesar que otros podrían aventurar una opinión en sentido contrario.

De hecho, estaba casi-tentado a llamarla otra vez y decirle que se había vuelto absolutamente loca si pensaba que tanto un puente roto como una destartalada finca le importaban mucho después de las cosas que había visto y hecho. Menudo coñazo, que aún pudiera desconcertarlo.

No era un completo inútil, ya había obtenido sus ganancias de otras hipotecas anteriormente, según sus cálculos, si el desvencijado puente era indicativo de lo que había debajo, Helbourne Hall le costaría probablemente una fortuna en reparaciones sin producir una sola libra de beneficio a cambio.

Calculó que desperdiciaría como máximo una quincena o dos allí. Su atractiva vecina, Alethea, se merecía unos cuantos días de su atención aunque sólo fuera por los viejos tiempos. Después de todo, podía contar con una mano el número de valientes almas que se habían molestado en defenderlo. Tres de sus primos Boscastle. Su comandante de infantería.

Una chica joven y testaruda que se había atrevido a desafiar su educación y se había ensuciado los guantes limpiando la inmundicia de una mejilla salvaje.

Valiosas eran aquellas personas que habían osado hacerse sus amigos durante sus años más oscuros, por miedo a que se volviese y los mordiese.

Le gustase o no, incluso para los principios de un bribón, le debía un favor. ¿Había algún indeseable pretendiente que desease que desapareciese de la faz de la tierra? ¿Algún recalcitrante al que esperase poner celoso? Quizá la joven se encontraba de manera vergonzosa necesitada de fondos. Quizá sus padres habían muerto, y su hermano (creía recordar que tenía uno) había traído la desgracia sobre el nombre de la familia.

Se decía que como parte de un código personal, un miembro de la familia Boscastle nunca olvidaba un insulto o un favor. Algo que no se decía, pero que se suponía, era que Gabriel debería llevarse una recompensa durante el pago a Alethea por su pasada amabilidad, que estaba obligado a aceptar.

¿Qué clase de chica desafiaba a su padre para ayudar a un chico testarudo al que todos los del pueblo tenían la precaución de no cruzarse? Hacía que se preguntase sobre el juicio de la chica. Su voz flotaba entre los árboles.

– Hay fantasmas que persiguen ese puente, Gabriel. Un amante celoso ahogó a su amor y después se suicidó. Intenta no perturbarlos más.

Él la miró fijamente. Coquetos rizos se escapaban de la capucha de la capa para acariciar su cara. Siempre se había preguntado si había sido tan guapa como recordaba. Lo era, pero verla de nuevo le provocaba dolor por la pena de los sueños abandonados en las encrucijadas.

– ¿Me oye, Gabriel? No sé si es supersticioso, pero un par de espíritus infelices persiguen el mismo lugar sobre el que te encuentras.

Sacudió la cabeza, bufando mientras se giraba hacia el puente. Había fantasmas que lo perseguían también, pero nunca más se asustaría de ellos.

Le devolvió una sonrisa. Luego cruzó el puente. Y su caballo lo siguió.

CAPÍTULO 05

Gabriel había llamado su atención por primera vez al verlo peleando con uno de los chicos mayores del pueblo. Incluso siete años antes, parecía lo suficientemente fuerte como para cuidar de sí mismo. Según recordaba, hasta ese momento iba ganando a su oponente de nariz ensangrentada.

Los dos la vieron. Al momento se separaron, parando la pelea. Entonces el otro chico huyó, y Gabriel sacudió la cabeza con indignación. Ella sabía que probablemente había empezado la pelea, pero algo en su modo de actuar enfadado y herido, la indujeron a calmarlo.

Aquello había exigido todo su valor, y se ganó una buena reprimenda de su institutriz por sonreírle desde su poni, cuando la miró de repente, desde el banco donde estaba reunido con sus amigos, en el exterior de la taberna.

La miró enfurecido como un joven dragón. A pesar de saber que debería sentirse ofendida, en su interior se había estremecido de emoción cuando sus malhumorados ojos le sostuvieron la mirada brevemente. No siempre se comportaba como un salvaje, había escuchado por casualidad que su madre le explicaba a la institutriz, aunque su mamá le advirtió repetidamente que lo evitase, haciendo insinuaciones sobre las graves repercusiones que les sucedían a las chicas que se involucraban con chicos incorregibles.

Otras veces mamá casi se había compadecido de Gabriel, comentando que él y sus hermanos habían sido caballeros jóvenes y corteses antes de que asesinaran a su padre, y su madre se casara con aquel comerciante al que le gustaba demasiado beber, y que visitaba a la camarera de la taberna. Sus tres hermanos mayores habían abandonado el hogar. Alethea nunca supo qué había sido de ellos.

Pero sabía que cada vez que veía a Gabriel había problemas maquinándose en sus ojos. Sabía, que incluso lo habían puesto en la picota, y que no merecía ser castigado.

La hija del boticario Rosalinde, se lo había contado una tarde mientras su padre le preparaba un remedio para el dolor de muelas de su hermano.

– No fue culpa suya -susurró Rosalinde. Como Alethea y varias chicas del pueblo, ella se sentía intrigada por Gabriel, y sus fechorías sólo aumentaban aquel prohibido interés-. Tiró al suelo al hijo del doctor por abusar del viejo vendedor ambulante.

Alethea hubiera hecho lo mismo de haber podido. El anciano vendedor ambulante nunca vendía nada de valor. Había sido soldado, y no hacía daño a nadie. Los del pueblo le compraban por amabilidad.

Pero incluso después de haber tirado al hijo del doctor a la cuneta, Gabriel lo había golpeado, hasta que varios ancianos le habían detenido. La hija del boticario dijo que había gran cantidad de sangre, que el vendedor lloraba, y que el boticario había llevado a Gabriel aparte para confiarle: -Todos sabemos que se lo merecía, Gabriel, pero en privado. Tú sufrirás por esto, no él. Mantenlo en privado, chico. Todos deberíamos mantenerlo en privado.

Ahí tendría que haber terminado todo. El matón tenía demasiado miedo para contarlo. Pero el médico estaba conduciendo su faetón, y el padrastro de Gabriel había salido de la taberna para ver que hacía tanta gente en medio de la calle.

– Estaba bebido, como siempre -le dijo la chica a Alethea-. Y cuando averiguó lo que había sucedido, sacudió a Gabriel como a una rata y se burló de él. -¿No nacieron los Boscastles para ser los mejores? ¿Acaso no es lo que crees? Bueno, pues vas a ser castigado como si fueras de mi sangre.

De fragmentos de conversaciones que había recogido durante sus visitas a Londres a lo largo de los años, Alethea comprendió que Gabriel había seguido explorando su atracción por los problemas. Pensaba que era una lástima, pero nadie más en el pueblo pareció sorprenderse de que tomase el camino duro. Se esperaba que sus hermanos lo hubieran hecho mejor. Su madre regresó a su Francia natal, cuando su segundo esposo murió una noche en una pelea. Lo último que Alethea había escuchado, era que Gabriel se había reconciliado con su familia de Londres.