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¿Era un arreglo? ¿Una emboscada?

¿Podía el último juego ser una trampa desde un comienzo? ¿Algún tipo de intriga política? ¿Una deuda personal que envolvía a una mujer?

Iba a tener que figurarse los detalles más tarde.

Por el momento tenía que reaccionar. Agarró bien el cuchillo.

Tal vez le podría agradecer después a su hermano por someter a Gabriel al ataque de una banda callejera, justo cuando tenía que presentarse intacto a su boda pasado mañana.

Sin embargo sabía que tenía que correr, incluso podía volverse. Sus instintos le dijeron que lo perseguirían, pero él era malditamente rápido con sus pies.

No había pasado la calle del nochero con su cartel de advertencia de “Cuidado con las Casas Malas”. Lo más probable era que el raspador de huesos de Yorkshire y sus dos demonios fuesen extraños en Londres. Gabriel podría lanzarse a toda carrera a través de la calle Half Moon y perderlos en Piccadilly. Pero estaba empezando a lloviznar. Prefería pelear en vez de correr como un cobarde bajo la lluvia.

Sentía curiosidad acerca de qué tenía que ver su hermano en este asunto desagradable.

Examinó la calle; sus pasos hacían eco en la bruma que bajaba. La figura echada sobre la rueda no se movió, inerte al mundo, despeinado, y la cara ensombrecida con la mugre.

Buen disfraz, pensó Gabriel divertido. Los tres hombres se apresuraron contra él, mientras un pequeño carruaje traqueteó por la esquina y desapareció en la niebla. Gabriel arrojó a la alcantarilla al primer hombre que lo atacó, antes que los otros dos lo inmovilizaran por el cuello y hombros y lo arrastraran a un callejón atrás de la taberna. Un gato pasó como una flecha. Un postigo se cerró en la ventana de arriba iluminada con una vela.

– ¿Dónde está mi dinero? -preguntó el cirujano con una sonrisa, poniéndole un bisturí en el cuello mientras su compañero forcejeaba por restringirlo.

Gabriel se quedó inmóvil un momento, apoyándose con una sumisión engañosa en el pecho del otro hombre para usarlo como palanca. Con una sonrisa sin humor, sacó una pierna hacia adentro y con una patada en dos tiempos, mandó al hombre más alto hacia atrás unos cuantos peldaños más abajo.

– Lo di para caridad -dijo limpiándose los puños-. Si quieres más, hay una iglesia a la vuelta que admite mendigos.

El cirujano se puso de pie de un salto.

– No quiero sólo dinero. -La saliva marcaba sus palabras y una hoja larga y curva brilló en la llovizna-. Quiero que tu sangre corra por la alcantarilla. Quiero destriparte y alimentar a las ratas de la ciudad con tu cuerpo.

Gabriel suspiró. Dios sabía que disfrutaba una buena pelea como cualquier oficial de caballería desocupado, pero ya tenía un ojo morado, y sería feo si le prometía fidelidad a su esposa con una sonrisa sin dientes.

– Eres un maldito mal jugador. No tengo ninguna razón para creer que serás mejor peleando. Y en nombre de todos esos pobres bastardos que murieron bajo tu cuchillo en nombre de la medicina, voy a igualar el marcador.

El cuchillo de Gabriel brilló, e inmediatamente puso al estúpido contra la pared, con la punta de la hoja presionando delicadamente la yugular.

– Realmente debiera matarte. Pero la visión de la sangre fresca…

Dejó la frase a medias mientras oía pasos corriendo detrás de él, en seguida sintió el palo golpearle el hombro. El primer bastardo se había recuperado lo suficiente como para vengarse. Y lo golpeó duro, balanceando el palo en la parte de atrás de la cabeza de Gabriel esta vez.

Se agachó, giró y le dio un cabezazo en el estómago.

– Mantenlo firme -dijo el cirujano y Gabriel tiró el codo hacia atrás mientras el bisturí le cortaba la manga de la chaqueta. La piel le escoció. Nada fatal, una cicatriz más.

– ¡Gabriel!

Vio movimiento a su derecha, dobló la cabeza lo suficiente para ver al infeliz de la calle que había estado tirado a un lado del carro. Sus dos asaltantes también lo notaron, y con la distracción momentánea, se pudo soltar mientras su hermano avanzaba.

– ¿Quién te pidió ayuda? -dijo, mientras agarraba la espada que Sebastián le tiró.

– Nuestra madre. -La cara sucia de Sebastián rompió en una sonrisa atractiva-. Parece que descuidé mis deberes fraternales contigo, y ahora tengo que compensarlo.

Gabriel probó el peso de la espada en su brazo, y gruñó.

– No he tenido necesidad de mi familia por… ni siquiera creo que tengo una familia, excepto unos cuantos primos en Londres.

Sebastián retrocedió hacia Gabriel hasta que quedaron hombro con hombro, las espadas levantadas, los cuerpos haciendo un círculo al unísono, para defenderse del ataque que viniese de cualquier parte.

– ¿Todavía quieres renegar de mí? -Sebastián preguntó a la ligera.

Gabriel se rió.

– Tú renegaste de mí hace mucho tiempo. No quiero saber nada de ti. ¿Qué quieres de mí, en todo caso, aparte de hacerte pasar por mí para robar a las mujeres?

– ¿Creíste que iba a faltar a darle los mejores deseos a mi hermano menor el día de su boda?

Gabriel entrecerró los ojos. El cirujano había sacado una pistola del cinturón.

– Faltaste para despedirte cuando te fuiste, para qué molestarse ahora, tiene una pistola, sabes.

– ¿No eres el héroe que confiscó cuatro cañones enemigos y jugó cartas sobre el quinto? Te manejaste muy bien sin mí.

Empujó a Gabriel detrás suyo cuando la pistola brilló en la llovizna.

– El arma funciona, también.

Gabriel empezó a maldecir. Una quemadura que empezó a extenderse desde sus costillas inferiores izquierdas, apagó las palabras en su garganta. Miró hacia abajo esperando ver una mancha oscura de sangre. Y la vio… sangre que fluía de su propia carne así como del brazo de su hermano que lo había pasado a su alrededor para absorber el balazo.

Sangre de hermanos. Diablos, no se iba a dejar llevar por el sentimentalismo.

– No voy a olvidar tan fácilmente, Sebastián, bastardo -murmuró, agachándose en una posición protectora para lanzar el cuchillo, con la espada en alto en la otra mano.

Sebastián se dejó caer a su lado, sonriendo sombríamente.

– Me da lo mismo si no olvidas. Es nuestra madre la que me preocupa.

Los otros tres hombres se acercaron alrededor de los dos hermanos, que tiempo atrás habían atacado a los niños del pueblo por deporte.

– Ella no va a volver a Inglaterra, ¿verdad? -preguntó Gabriel preocupado.

– Eso depende de su nuevo esposo. Si lo hace, tendremos mucho que explicar.

Gabriel saltó hacia arriba atacando con la espada a uno de los asaltantes y dándole una patada en la ingle al otro. El sable de Sebastien centelleó. El cirujano cayó con un gemido en un charco de inmundicia.

– Le he escrito regularmente – dijo Gabriel distraído-. Aunque no estoy orgulloso de todo lo que he hecho, no tengo nada que esconder.

– Aunque no es ninguna sorpresa, yo sí tengo -dijo Sebastián en una respuesta impecable.

– Lo último que supe -Gabriel hizo una pausa y continuó-, habías dejado la infantería y estabas desaparecido.

– Bueno, todavía lo estoy -contestó-. Oficialmente hablando, eso sí. No dejes que mamá me llore, si viene a Inglaterra. Después te contaré todo.

Gabriel hizo retroceder a su oponente hasta una pared, con el sable apuntándole al cuello, pero cambió de parecer y se movió para dejarlo escapar, lo que éste hizo sin ni una mirada de pesar hacia atrás por sus cómplices.

– ¿Debería preguntar por mis otros hermanos?

Gabriel se volvió bajando la espada. Arrastrando al cirujano con él, el otro atacante desapareció. Y al parecer eso mismo había hecho Sebastián. Sin contar el daño sufrido por el cuerpo de Gabriel, sólo la delgada espada francesa que tenía en la mano, era prueba que el ataque había ocurrido.

Cuando salió del callejón, ya había parado de lloviznar.

El carro en la esquina también se había ido, como si nunca hubiese estado ahí, y una precesión de coches de una fiesta que estaba terminando en la calle Curzon, iluminaba el camino con sus faroles.