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– Esperaría que un perro dormido reaccionase, quizás -dijo ella-, o un…

Levantó su brazo izquierdo con impaciencia para despejar un rizo andante de su hombro. El gesto atrajo la atención de él, fijando su mirada en sus firmes y moldeados pechos que asomaban por debajo de la blusa abotonada de su traje de montar. Tragó con dificultad, culpando de su repentina sensación de vértigo al pésimo aguardiente.

Él desvió la mirada.

– ¿Quiere que le ayude a quitar la paja de su vestido?

– No. No me molesta. Sólo mantenga esas manos perversas para usted mismo.

Él sonrió.

– Muy bien. Lo que usted quiera. Pero a cambio voy a pedir que no me levante la voz. La cabeza me duele como si se hubiera convertido en un odre de vino hinchado.

Ella miró con disgusto las botellas apoyadas contra la bala.

– Me pregunto por qué. Esconda esas… Y dese prisa. Póngase sobre sus pies antes de que la señora Bryant llegue.

– Yo no pedí que me diera la bienvenida -refunfuñó-, no tengo ninguna intención de quedarme. Podría estar tan pronto deseando también despedirme. Evite la molestia de preocuparse.

Se colocó detrás de él y tomó una de sus botellas de brandy vacías. La intuición le advirtió que ella estaba contemplando golpearlo en la cabeza. Para su alivio, se arrastró sobre sus pies, su irritación aparentemente satisfecha con sólo arrojar la botella dentro de un compartimento vacío. Decidió que su beso había sido el menor de sus ultrajes. Y ella podría golpearlo todo lo que quisiera si él pudiera tenerla para sí mismo durante otra hora.

– ¿Por qué se deja degenerar dentro de la oscuridad, Gabriel? Podría haber superado cualquier carga que pesara sobre usted. Ninguno de nosotros encuentra que la vida no tiene algún tipo de aflicción. Esperaba que se hubiera convertido, bueno, en algo más.

Su crítica lo golpeó. Pero ella no lo entendía y él se negó a rebajarse a sí mismo por intentar explicárselo.

– Quizás mi estado fue predestinado por mi linaje

Ella sacudió la cabeza, sus labios tentándolo, húmedos por su beso. Su defensa había sonado falsa, incluso a sus propios oídos.

Él sabía que no podía culpar a los más retorcidos giros de su naturaleza oscura de su ascendencia Boscastle. La escandalosa prole sólo había transmitido las primeras lecciones de amor y una pasión por la vida que había aprendido de su padre. Durante un tiempo, se había resentido por los estrechos vínculos de sus primos y había ocultado su envidia detrás de burlas y rivalidad, incluso cuando esperaba probarse a sí mismo como un igual. Ninguno de sus familiares en Londres sabía mucho acerca de sus tribulaciones anteriores. Durante años había asumido que no le preguntaban porque no sentían verdadero interés en lo que él había experimentado.

Pero ahora que había sido aceptado dentro de la familia adecuadamente, se dio cuenta que ellos habían estado más probablemente respetando su vida privada que mostrando indiferencia. Llegó a la conclusión de que si su orgullosa madre francesa hubiera pedido ayuda antes de la muerte de su padre, los Boscastle le hubieran ofrecido su apoyo sin dudarlo.

Sin embargo, su madre se había sentido avergonzada, culpable y temerosa de que los Boscastle la desairaran por casarse tan pronto después de la muerte de Joshua. Deseó haber sabido entonces que los Boscastle eran todo menos una familia intolerante.

Apasionados por los escándalos, sí, pero estrechamente vinculados y leales el uno con el otro. No se avergonzaba de ser parte del clan.

Frunció el ceño.

– ¿En qué cree que me he convertido, de todos modos? Sea sincera.

– No lo sé. Tal vez debiera mirarse al espejo y preguntarse a sí mismo.

– No tan temprano en la mañana, cariño.

– Son pasadas las dos de la tarde.

– ¿Recién? No debería levantarme hasta pasadas cinco horas más. Vamos a echar una siesta juntos.

– Usted era un coronel de caballería -dijo secamente-. ¿Sólo luchaba por la noche?

– No. -La miró con franqueza. No podía decirle que había comenzado a cambiar por su bien antes de Waterloo. Y que inexplicablemente había comenzado a caer de nuevo en sus malos hábitos después de su última batalla-. ¿Y qué me dice de usted? ¿Sigue siendo el dechado que afecta a todos los jóvenes hombres de Hellbourne encegueciéndolos de amor?

– Difícilmente.

– Bueno, no sabe mirarse -hizo una pausa. Tenía que darse cuenta de lo hermosa que era-. Me enteré de su pérdida. Es una pena.

Ella lo miró con su cara determinante y él deseó de pronto no haber traído el tema a colación. Era demasiado fácil hablar con ella. Había caído en una cómoda conversación sin siquiera darse cuenta. Pero ahora, después de que hubiera mencionado la muerte del hombre que había amado, ella parecía distante, disgustada y él sabía que esto sería una barrera entre ellos.

– Todo está bien -dijo torpemente-. Perdí muchos amigos el año pasado, también.

Ella sintió con la cabeza, mirando a su alrededor.

– Oigo el ruido en la puerta. ¿Dónde está su capa?

– La dejé en mi caballo.

– Oh, Gabriel.

– Bueno, las otras estaba sucias.

– ¿Qué voy a hacer con usted?

Él pasó los dedos por su pelo y se puso de pie, sólo un segundo antes de que una alegre mujer mayor llegara a grandes zancadas al granero.

– Traiga su abrigo -Alethea le susurró-, y no le diga lo que acaba de suceder.

CAPÍTULO 08

– ¡Ah!, ahí estás, Alethea -gritó una voz amistosa desde la puerta-. Debería haber sabido que estarías en los establos. Y lo limpio que está aquí. Nuestro nuevo vecino ha estado trabajando duro, ya veo. Me inspira ver esta casa antigua restaurada a lo que solía ser. Esos pastos ruegan por un pura sangre o dos, y sin duda, un oficial de caballería se enorgullecería…

Caroline Bryant, la esposa del vicario, era una amable matrona rubia en un vestido de percal con un gorro atado debajo de su doble barbilla, y charlaba con tanta energía que parecía que no le importaba que el nuevo amo de la casa hubiera pasado la noche en el establo. Por lo poco que Gabriel sabía, Helbourne tenía un historial de propietarios disolutos, por lo tanto, su comportamiento probablemente no era diferente.

Él se agachó disimuladamente y cogió la fusta que Alethea había dejado caer.

– Esto es tuyo -dijo en un tono irónico-. No voy a preguntar para que lo utiliza.

Por un momento pensó que ella lo ignoraría. Luego, con una sonrisa ella tomó la fusta y respondió en voz baja.

– Es un arma secreta para mantener a mis vecinos bajo control.

Él le sonrió a la vez.

– Uno nunca sabe cuando un poco de disciplina será necesaria.

Apoyó el brazo hacia atrás en un fardo de heno y casi perdió el equilibrio. Alethea cogió su manga con un suspiro despectivo, a continuación, lo alejó de ella con un gesto de advertencia. La esposa del vicario parloteaba, ajena a lo que ella se había perdido. Él podría haberles dicho a ambas que era una esperanza perdida, oficial de caballería o no. Las buenas posibilidades de Gabriel habían muerto antes de que él tuviera quince años. Durante la guerra, cuando él había ayudado a volar un puente sobre el río Elba, él también había renunciado a su propio espíritu. Había tenido que cortarse casi todo su cabello, ya que se había quemado y tenía una fea cicatriz en su garganta. Realmente parecía el dragón que los oficiales franceses solían llamarlo.

Parpadeó, dándose cuenta de repente de que la esposa del vicario acababa de pasar la mano delante de su cara. No estaba seguro si ella estaba dándole una bendición o tratando de resucitarlo de entre los muertos. Obligó a su garganta a responder.

– ¿Decía usted, señora? -preguntó con voz ronca.