Albert bebía mucho y usaba sus puños, por lo que Caroline aprendió rápidamente a correr rápido y esconderse bien. Es posible que Archibald la hubiese buscado a tientas muchas veces, pero Albert era un pobre borracho y cuando la golpeaba, dolía. Llegó a ser bastante hábil oliendo licores dentro de una habitación. Albert nunca levantó su mano contra ella cuando no estaba bebido.
Pero, desafortunadamente, Albert raramente estaba sobrio, y en una de sus furiosas borracheras le dio una patada tan fuerte a su caballo que el animal le devolvió una coz. Justo en la cabeza. Por aquel entonces Caroline ya estaba acostumbrada a moverse de un lado para otro, así que, tan pronto el médico colocó la sábana sobre la cara de Albert, hizo su equipaje y esperó a que los tribunales decidieran donde enviarla ahora.
Pronto se encontró viviendo con el hermano pequeño de Albert, Oliver y su hijo Percy, el que en este momento se estaba desangrando. Al principio, Oliver le había parecido el mejor de todos, pero Caroline rápidamente se percató de que Oliver no la quería a ella sino a su dinero. Una vez que él descubrió que su pupila venía con una suma bastante importante, decidió que Caroline (y su dinero) no escaparían de sus garras. Percy era sólo unos años mayor que Caroline, así que Oliver les anunció que se casarían. Ninguno de los dos estaba conforme con este plan, y así se lo hicieron saber, pero a Oliver no le importó; provocó a Percy hasta que consintió, y entonces se dispuso a convencer a Caroline de que ella debía llegar a ser una Prewitt.
– Convéncete – se le imponía a gritos, la abofeteaba, la hacia pasar hambre, encerrándola en su habitación, y por último, le ordenó a Percy que la dejase embarazada y así ellos tendrían que casarse.
– Antes criaría a un bastardo que a un Prewitt -, dijo Caroline entre dientes.
– ¿Qué fue eso? – preguntó Percy.
– Nada.
– Tienes que irte. – dijo bruscamente cambiando de tema.
– Esta claro.
– Mi padre me dijo que si no te dejaba embarazada el mismo lo haría.
Caroline por poco vomitó.
– ¿Te tengo que suplicar el perdón? – dijo ella con voz inusualmente temblorosa. Incluso Percy era preferible a Oliver.
– No sé a donde puedes ir, pero necesitas desaparecer hasta que cumplas los veintiún años. ¿Que es… cuando?… Pronto, según creo.
– Seis semanas – susurró Caroline – seis semanas exactamente.
– ¿Puedes hacerlo?
– ¿Esconderme?
Percy asintió con la cabeza.
– Tendré que hacerlo, ¿Verdad? Aunque necesitaré dinero. Tengo algo de dinero suelto, pero no tengo acceso a mi herencia hasta mi cumpleaños.
Percy hizo una mueca de dolor cuando Caroline desprendió la prenda de su hombro.
– Te puedo ayudar un poco – dijo él.
– Te lo devolveré. Con intereses.
– Bien, tienes que irte esta noche.
Caroline echó un vistazo a la habitación.
– Pero… el desorden… Tenemos que limpiar la sangre.
– No, déjalo. Mejor decir que yo te dejé escapar porque tu me disparaste, que porque yo sencillamente arruiné el plan.
– Un día de estos tendrás que hacer frente a tu padre.
– Será más fácil cuando te vayas. Hay una chica estupenda dos ciudades más allá a la que tengo en mente cortejar. Ella es callada y obediente. Y no es tan flaca como tú.
Caroline inmediatamente sintió lástima de la pobre chica.
– Espero que todo te salga bien – mintió.
– No, no lo esperas, pero no importa. Realmente, no habrá ningún problema en cuanto te vayas.
– ¿Sabes, Percy? ¿Que siento exactamente por ti?
Asombrosamente, Percy sonrió y por primera vez en los ocho meses desde que Caroline había ido a vivir con el sucesor más joven de los Prewitt, ella experimentó una sensación de afinidad por este muchacho que era prácticamente de su edad.
– ¿Dónde iras? preguntó él.
– Es mejor que no lo sepas. De esta forma tu padre no podrá fastidiarte para que se lo cuentes.
– Bien pensado.
– Además, no tengo ni idea. No tengo parientes, ya sabes. Por eso vine aquí con vosotros. Pero después de diez años de defenderme a mí misma contra mis “maravillosos” tutores, debería creer que puedo manejarme en el mundo durante seis semanas.
– Si alguna mujer puede hacerlo, esa eres tú.
Caroline elevó sus cejas.
– Percy, ¿Porqué? ¿Era un piropo? Me dejas pasmada.
– No era ni lo más parecido a un piropo. ¿Que clase de hombre querría a una mujer que puede arreglárselas sin él?
– De lo que podría prescindir es de su padre – replicó Caroline.
Percy frunció el ceño cuando giró la cabeza hacia su escritorio. – Abre el cajón de arriba, no, el primero de la derecha…
– Percy, estos son tus calzoncillos! – exclamó Caroline cerrando de golpe el cajón con repugnancia.
– ¿Tu quieres que te preste dinero o no? Ahí es donde lo escondo.
– Claro, lo guardas ahí porque nadie querría mirar en ese sitio – murmuró ella – quizás si te lavaras más a menudo…
– Dios! – gritó él violentamente – estoy deseando que te vayas. Tú, Caroline Trent, eres la mismísima hija del demonio, una plaga, la peste, eres…
– Oh… cierra la boca! – volviendo a abrir el cajón de golpe, disgustada con sus palabras hirientes. A ella le disgustaba tanto Percy como a él le disgustaba ella, pero quién disfrutaría siendo comparado con langostas, mosquitos, ranas, la peste, y ríos manando sangre…
– ¿Dónde está el dinero? – exigió ella.
– En mi calcetín, no… el negro… no, ese negro no… si, encima, cerca de… sí, ese es.
Caroline encontró el calcetín en cuestión y sacó algunos billetes y monedas.
– Dios mío, Percy, aquí debes tener unas cien libras ¿Donde conseguiste tanto?
– He estado ahorrando durante un poco tiempo y le siso a mi padre una o dos monedas al mes de su escritorio. Siempre que no tome mucho, el no se entera. Caroline encontró esto difícil de creer. Oliver Prewitt estaba tan obsesionado con el dinero que ella se preguntaba como era posible que su piel no tuviera el color de los billetes de libra.
– Puedes coger la mitad – dijo Percy.
– ¿Solo la mitad? No seas estúpido Percy, tengo que esconderme durante seis semanas, puede que tenga gastos inesperados.
– Yo puedo tener gastos inesperados.
– Tu tienes un techo sobre tu cabeza! – gritó ella violentamente.
– Puede que no, en cuanto mi padre descubra que te dejé marchar.
Caroline tuvo que darle la razón, Oliver Prewitt no iba a ser muy amable con su único hijo. Ella se deshizo de la mitad del dinero y lo volvió a meter en el calcetín.
– Muy bien – dijo, metiendo apresuradamente su parte en el bolsillo – ¿Tienes tu herida bajo control?
– No serás acusada por asesinato, si es eso lo que te preocupa.
– Es difícil que me creas, Percy, pero no quiero que mueras; no quiero casarme contigo y seguramente no lamentaré no haber puesto nunca mis ojos en ti, pero no quiero que mueras.
Percy la miró extrañamente, y por un momento Caroline pensó que en ese momento él iba a decirle algo agradable (o al menos tan agradable como lo que ella le había dicho) en respuesta, pero él sólo soltó un bufido.
– Tienes razón, es difícil de creer para mí.