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– Demasiado tarde, ya estamos aquí. Cierro.

– Ok, quedaos en el coche hasta que lleguemos. Corto y cierro.

Enseguida vieron el morro del otro coche policía tomar la curva. Recorrieron los cincuenta metros que los separaban de la casa y aparcaron de modo que el vehículo bloqueara la salida del garaje. El otro coche se detuvo justo delante de la verja.

Cuando salieron de los coches, Harry oyó el sonido sordo y amortiguado de una pelota de tenis golpeada por una raqueta poco tensada. Ya se ponía el sol por la colina de Ullernåsen y, desde una ventana, le llegó el aroma a chuletas de cerdo.

Y empezó el espectáculo. Dos de los agentes de policía saltaron la valla con sus pistolas reglamentarias MP-5 preparadas y echaron a correr rodeando la casa, uno hacia la derecha, otro hacia la izquierda.

La mujer policía que iba en el coche de Harry se quedó allí, su misión era mantener el contacto por radio con la central de alarmas y asegurarse de despachar a los posibles curiosos. Waaler y el último oficial esperaron hasta que los otros dos hubieron llegado al lugar previsto, se guardaron los transmisores en el bolsillo y saltaron por encima de la puerta con las pistolas en alto. Harry y Halvorsen observaban apostados detrás del coche de policía.

– ¿Un cigarrillo? -le preguntó Harry a la agente.

– No, gracias -contestó ella con una sonrisa.

– Preguntaba por si tú tenías tabaco.

La mujer dejó de reír. «Típico de los no fumadores», se dijo Harry.

Waaler y el oficial estaban ya en la escalinata y habían tomado posiciones cada uno a un lado de la puerta, cuando sonó el móvil de Harry.

Harry vio que la oficial alzaba la vista al cielo. Seguro que estaba pensando que era un principiante.

Harry iba a apagar el teléfono, pero antes miró la pantalla por si era el número de Rakel. Y aunque le era conocido, aquella llamada no era de Rakel. Waaler había alzado la mano para dar la señal cuando, de pronto, Harry cayó en la cuenta de quién llamaba. Tomó el transmisor de la agente, que lo miraba boquiabierta.

– ¡Alto, Alfa! El sospechoso está llamándome por teléfono en este mismo momento. ¿Me oyes?

Harry miró hacia la escalinata y vio que Waaler asentía. Entonces, pulsó el botón y atendió la llamada:

– Aquí Hole.

– Hola. -Harry oyó asombrado que no era la voz de Even Juul-. Soy Sindre Fauke. Siento molestarte, pero estoy en la casa de Even Juul y creo que debéis venir.

– ¿Y eso por qué? ¿Y qué haces tú allí?

– Porque creo que ha cometido una tontería. Me llamó hace una hora y me dijo que tenía que venir enseguida, que su vida estaba en peligro. Así que vine aquí, y encontré la puerta abierta, pero no a Even. Y mucho me temo que se haya encerrado en su dormitorio.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– La puerta está cerrada con llave y, cuando intenté mirar por el ojo de la cerradura, vi que había dejado la llave puesta por dentro.

– Bien -dijo Harry antes de rodear el coche para entrar-. Escúchame. Quédate justo donde estás; si tienes algo en la mano, suéltalo y levanta los brazos para que podamos verlos. Estaremos ahí en dos segundos.

Harry atravesó la verja y subió la escalera y, mientras Waaler y el otro oficial lo seguían atónitos con la mirada, presionó el picaporte y entró.

Fauke estaba en el rellano con el teléfono, mirándolo perplejo.

– ¡Por Dios santo! ¡Qué rapidez…!

– ¿Dónde está el dormitorio? -quiso saber Harry.

Fauke señaló la escalera sin decir nada.

– Llévanos hasta allí -ordenó Harry.

Fauke comenzó a andar delante de los tres policías.

– Ahí.

Harry tanteó la puerta, que, en efecto, estaba cerrada con llave. En la cerradura había una llave que se resistía a girar.

– No lo había dicho, pero probé a abrir con una de las llaves de los otros dormitorios -explicó Fauke-. A veces sirven.

Harry sacó la llave y miró por el ojo de la cerradura. En el interior se veía una cama y una mesilla de noche. Algo parecido a una lámpara de techo desmontada yacía sobre la cama. Waaler hablaba en voz baja a través del transmisor. Harry notó que el sudor empezaba a discurrir nuevamente por el interior del chaleco. Aquella lámpara no le gustaba lo más mínimo.

– Me pareció oírte decir que la llave estaba puesta por dentro.

– Y así era -confirmó Fauke-. Hasta que la hice caer mientras probaba a abrir con la otra llave.

– Bueno, y ¿cómo entramos ahora? -preguntó Harry.

– La solución está en camino -dijo Waaler en el preciso momento en que se oían los pesados pasos de botas en la escalera.

Era uno de los agentes que había estado vigilando en la parte posterior de la casa. Llevaba una palanca de color rojo.

– Ésta es -dijo Waaler señalando la puerta.

La puerta se astilló y se abrió enseguida.

Harry entró y oyó a Waaler pedir a Fauke que aguardase fuera.

Lo primero en lo que Harry se fijó fue en la correa de perro. Even Juul se había colgado con ella. Llevaba al morir una camisa blanca, con el botón del cuello desabrochado, pantalones negros y calcetines a cuadros. Cerca del armario que había a su espalda, yacía una silla volcada. Los zapatos estaban ordenadamente colocados bajo la silla. Harry miró al techo. Y, en efecto, la correa de perro estaba atada al gancho de la lámpara. Harry intentó evitarlo, pero no pudo dejar de fijarse en el rostro de Even Juul. Uno de los ojos miraba al vacío, el otro directamente a Harry. Sin coherencia. Como si se tratase de un troll de dos cabezas con un ojo en cada una, se dijo Harry. Se acercó a la ventana que daba al este y vio a unos niños que venían en bicicleta por Irisveien, atraídos por los rumores de la presencia de los coches de policía, los cuales siempre se difundían con una rapidez inexplicable en barrios de aquel tipo.

Harry cerró los ojos para concentrarse. «La primera impresión es importante, lo primero que piensas en cuanto ves algo suele ser lo acertado.» Ellen se lo había enseñado. Su alumna le había enseñado a concentrarse en lo primero que sintiera al llegar al escenario de un crimen. De ahí que Harry no tuviese que volverse para saber que la llave estaba en el suelo, justo detrás de él, y no encontrarían en la habitación las huellas de ninguna otra persona, y que nadie había asaltado la casa. Sencillamente, porque tanto el asesino como la víctima estaban colgados del techo. El troll bicéfalo reventó.

– Llama a Weber -le dijo Harry a Halvorsen, que se les había sumado y miraba al ahorcado desde la puerta.

– Tal vez él se imaginaba otro tipo de trabajo para mañana, pero dile que puede consolarse pensando que lo que tiene aquí es cosa fácil. Even Juul descubrió al asesino y tuvo que pagar por ello con su vida.

– ¿Y quién es el asesino? -quiso saber Waaler.

– Era. Él también está muerto. Se hacía llamar Daniel Gudeson y se encontraba en la cabeza del propio Juul.

Cuando salía, Harry le pidió a Halvorsen que le dijese a Weber que lo llamase si encontraba el Märklin.

Harry se quedó de pie en la escalinata y miró a su alrededor. De repente, una cantidad extraordinaria de vecinos había encontrado cosas que hacer en sus jardines y se ponían de puntillas para mirar por encima de los setos. Waaler salió y fue a donde estaba Harry.

– No he comprendido bien lo que has dicho ahí dentro -confesó Waaler-. ¿Quieres decir que ese hombre se ha suicidado porque se sentía culpable?

Harry negó con la cabeza.

– No, quise decir lo que dije. Se mataron el uno al otro. Even acabó con Daniel para detenerlo. Y Daniel también mató a Even para que no lo delatase. Por una vez en la vida, ambos tenían los mismos intereses.

Waaler asintió, aunque no pareció haberlo entendido mucho mejor.

– Me resulta familiar el viejo -comentó entonces-. Me refiero al que está vivo.

– Sí, es el padre de Rakel Fauke, no sé si tú…