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– Sí, claro, la tía buena del jaleo en el CNI. Eso es.

– ¿Tienes un cigarrillo? -preguntó Harry.

– No -respondió Waaler-. El resto de lo que suceda es tu negociado, Hole. Yo pensaba irme, así que dime si necesitas que te ayude a algo.

Harry negó con un gesto y Waaler se encaminó hacia la verja.

– Bueno, sí, espera -dijo Harry-. Si no tienes nada especial para mañana, necesitaría a un policía experto que hiciese mi servicio.

Waaler sonrió y reemprendió la marcha.

– Sólo tienes que dirigir la vigilancia durante el oficio de mañana en la mezquita de Grønland -gritó Harry-. Me he dado cuenta de que tú tienes cierto talento para esas cosas. Lo único que tenemos que hacer es controlar que los cabezas rapadas no apaleen a los musulmanes por celebrar su Eid.

Waaler había llegado a la puerta principal cuando se detuvo súbitamente.

– ¿Y tú eres el responsable de esa guardia? -preguntó por encima del hombro.

– Es una insignificancia -aseguró Harry-. Dos coches, cuatro agentes.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– De ocho a tres.

Waaler se volvió con una amplia sonrisa.

– ¿Sabes lo que te digo? -preguntó-. Bien mirado, es lo menos que puedo hacer por ti, te lo debo. Hecho, me haré cargo de tu servicio.

Waaler se rozó la gorra a modo de despedida, se sentó al volante, puso el coche en marcha y desapareció.

«¿Que me lo debe? ¿Por qué?», se preguntó Harry mientras escuchaba los chasquidos procedentes de la pista de tenis. Pero en un instante, tuvo que dejar de pensar en ello, pues su teléfono empezó a sonar otra vez y, en esta ocasión, el número que aparecía en la pantalla era el de Rakel.

Capítulo 92

CALLE HOLMENKOLLVEIEN

16 de Mayo de 2000

– ¿Es para mí?

Rakel dio una palmadita y cogió el ramo de margaritas.

– No tuve tiempo de ir a la floristería, así que las he cortado de tu propio jardín -confesó Harry al tiempo que cruzaba la puerta-. Mmm, huele a leche de coco. ¿Comida tailandesa?

– Sí. Y enhorabuena por tu traje nuevo.

– ¿Tanto se nota?

Rakel sonrió y pasó la mano por el cuello de la solapa.

– Es de lana de buena calidad.

– Superior.

Harry no tenía ni idea de lo que significaba «Superior». En un arrebato de arrogancia, entró en una de las selectas boutiques de la calle Hegdehaugsveien justo cuando iban a cerrar y consiguió que el dependiente encontrase el único traje en el que cabían todos sus centímetros de estatura. Siete mil coronas era, desde luego, mucho más de lo que él tenía pensado gastarse, pero la alternativa era ir hecho un fantoche con su viejo traje, así que cerró los ojos, pasó la tarjeta por la máquina e intentó olvidar el suceso.

Entraron en el comedor y vio que la mesa estaba puesta para dos.

– Oleg está dormido -le dijo antes de que él pudiese preguntar.

Y se hizo un silencio.

– Yo no tenía pensado… -comenzó ella.

– ¿Ah, no? -preguntó Harry con una sonrisa.

Nunca la había visto sonrojarse antes. La atrajo hacia sí e inspiró el perfume de su cabello recién lavado. Notó que temblaba ligeramente.

– La cena… -susurró Rakel.

Harry la dejó ir y ella se encaminó a la cocina. La ventana abierta daba al jardín, donde unas mariposas blancas que no estaban el día anterior se arracimaban revoloteando como confeti a la luz del ocaso. Allí dentro olía a detergente para el suelo y a tarima mojada.

Harry cerró los ojos. Sabía que necesitaba muchos días como aquél para que la imagen de Even Juul colgado de la correa del perro se borrase por completo, pero notó que ya empezaba a palidecer. Weber y sus muchachos no habían encontrado el Märklin, pero sí al perro, Burre. Degollado y metido en una bolsa de basura que había en el congelador. Y en la caja de las herramientas hallaron tres cuchillos, todos ellos con restos de sangre. Harry sospechaba que alguno de ellos había sido el utilizado con Hallgrim Dale.

Rakel lo llamó desde la cocina para que le ayudase a llevar la comida a la mesa. Todo lo demás empezaba a desdibujarse.

Capítulo 93

CALLE HOLMENKOLLVEIEN

17 de Mayo de 2000

Los acordes de la banda de música iban y venían con el viento. Harry abrió los ojos. Todo era blanco. La luz del sol que centelleaba y lo saludaba por entre las inmaculadas cortinas que se agitaban al ritmo de la brisa, las blancas paredes, el techo blanco y la ropa de cama, también blanca y tan refrescante sobre la piel ardiente. Se dio la vuelta. En el hueco de la almohada se veía aún el rastro de su cabeza, pero la cama estaba vacía. Miró el reloj de pulsera. Las ocho y cinco. Rakel y Oleg iban camino de la plaza de Festningsplassen, desde donde partiría el desfile infantil. Habían acordado verse a las once, ante el edificio de la Guardia Real, junto al palacio.

Cerró los ojos y rememoró una vez más la noche pasada. Luego se levantó y fue al cuarto de baño. Allí también dominaba el blanco, los azulejos, los sanitarios. Se dio una ducha de agua fría y, sin saber cómo, se oyó a sí mismo canturreando una vieja canción de los The-The:

– «… a perfect day!»

Rakel le había dejado una toalla limpia, también blanca, gruesa y esponjosa, con la que se frotó para poner en marcha la circulación mientras escrutaba su rostro en el espejo. Ahora era feliz, ¿no? En aquel preciso momento, era feliz. Le sonrió al rostro que tenía frente a sí. Y el rostro le devolvió la sonrisa. Ekman y Friesen. Sonríele al mundo…

Rió de buena gana, se anudó la toalla a la cintura y, con las plantas de los pies mojadas, se encaminó hacia el pasillo y entró en el dormitorio. Tardó unos segundos en comprender que se había equivocado de dormitorio, pues también allí todo era de color blanco: las paredes, el techo, una cómoda con fotografías de familia y una cama de matrimonio ricamente decorada con una antigua colcha de ganchillo.

Se disponía a salir, y ya estaba junto a la puerta cuando se quedó de piedra. Permaneció inmóvil, como si una parte del cerebro estuviese ordenándole continuar y olvidar el detalle mientras que la otra lo apremiaba a volver y comprobar si lo que acababa de ver era lo que él creía. O, más bien, lo que él temía. Ignoraba qué era lo que temía y por qué. Pero sabía que, cuando todo es perfecto, no puede ser mejor y no debes cambiar nada, ni lo más mínimo. Pero ya era demasiado tarde. Naturalmente, era demasiado tarde.

Respiró hondo, se dio la vuelta y entró de nuevo.

Un portarretratos dorado enmarcaba la instantánea en blanco y negro. La mujer de la fotografía tenía el rostro delgado, los pómulos altos y salientes y dirigía la mirada, risueña y confiada, más allá de la cámara, al fotógrafo. Parecía fuerte. Llevaba una blusa sencilla y, sobre la blusa, colgaba una cruz de plata.

«Llevan casi dos mil años representándola en todo tipo de iconos.»

Pero no era ésa la razón por la que su rostro le había resultado familiar la primera vez que vio una fotografía suya.

No cabía la menor duda. Se trataba de la misma mujer que había visto en la instantánea de la habitación de Beatrice Hoffmann.

Parte IX. DÍA DEL JUICIO

Capítulo 94

OSLO

17 de Mayo de 2000

Escribo estas líneas para que quien las encuentre sepa someramente el porqué de mi elección. Las alternativas de mi vida han estado, por lo general, entre dos o más opciones negativas, y creo que se me debe juzgar teniendo en cuenta este hecho. Pero también debe juzgárseme teniendo presente que jamás eludí la responsabilidad de una elección, que no me desentendí de mis obligaciones morales, sino que me arriesgué a elegir el camino equivocado antes que vivir cobardemente como uno más de la mayoría silenciosa, como el que busca la seguridad en la masa, permitiéndole que elija por él. Esta última elección mía tiene por objeto prepararme para el momento en que me reencuentre con nuestro Señor y con Helena.