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Las ideas cruzaban mi mente igual que yo atravesaba la noche por carreteras tan sinuosas como la vida misma. Pero Daniel dirigía mis manos y mis pies.

… descubrió que yo estaba sentado en el borde de su cama y me miraba con expresión incrédula.

– ¿Qué haces aquí? -me preguntó.

– Christopher Brockhard, eres un traidor -le susurré-. Y por ello te condeno a muerte. ¿Estás preparado?

No creo que lo estuviese. La gente nunca está preparada para morir, creen que vivirán por siempre. Espero que alcanzase a ver el chorro de sangre que brotaba hacia el techo, espero que alcanzase a oírla estrellarse contra las sábanas cuando descendió. Pero, ante todo, espero que alcanzase a comprender que estaba muriendo

En el armario encontré un traje, un par de zapatos y una camisa que enrollé a toda prisa y me lleve bajo el brazo. Después, eche a correr hacia el coche, lo puse en marcha.

… seguía durmiendo. Estaba empapado y helado por el chubasco repentino y me acurruque a su lado, bajo las sabanas. Su cuerpo ardía como un horno y, cuando me apreté contra ella, gimió levemente en sueños Intentaba cubrir con mi piel cada centímetro de la suya, intentaba convencerme de que aquello sería para siempre, intentaba no mirar el reloj. Tan sólo faltaban unas horas para que partiese mi tren. Tan sólo unas horas para que me declarasen un asesino perseguido en toda Austria. No sabían cuando pensaba marcharme ni que ruta iba a seguir, pero sabían adonde iría; y estarían esperándome cuando llegase a Oslo. Intente aferrarme a ella con la fuerza suficiente como para que durase toda una vida.

Harry oyó el timbre. ¿Sería la primera vez? Encontró el portero automático y le abrió a Weber.

– Después de las retransmisiones deportivas por televisión, esto es lo que más detesto -declaró Weber furioso mientras entraba ruidosamente antes de dejar caer en el suelo una caja de herramientas tan grande como una maleta-. El Diecisiete de Mayo, el día de la embriaguez nacionalista, las calles cortadas te obligan a rodear todo el centro para llegar a cualquier sitio. ¡Dios santo! ¿Por dónde quieres que empiece?

– Seguro que encuentras una huella aceptable en la cafetera que hay en la cocina -sugirió Harry-. He estado hablando con un colega de Viena que se ha puesto manos a la obra y está buscando una huella dactilar de 1944. ¿Te has traído el ordenador y el escáner?

Weber dio una palmadita sobre la caja de herramientas.

– Perfecto. Cuando hayas terminado de escanear las huellas dactilares que encuentres, puedes conectar el ordenador a mi móvil y enviarlas a la dirección de correo electrónico de Fntz, en Viena. Está esperando poder compararlas con las suyas y nos contestará enseguida. Y eso estodo lo que hay que hacer. Yo tengo que leer unos documentos en la sala de estar.

– ¿Qué es lo que…?

– Cosas del CNI -atajó Harry-. Ese tipo de cosas que deben leer sólo los que necesitan conocerlas.

– ¿Ah, sí?

Weber se mordió el labio y miró inquisitivo a Harry, que le sostuvo la mirada, esperando que completase el comentario.

– ¿Sabes lo que te digo, Hole? -dijo al fin-. Está bien que haya alguien que aún se comporte con profesionalidad en este organismo.

Capítulo 101

HAMBURGO

10 de Junio de 1944

Después de escribirle la carta a Helena, abrí la cantimplora, saqué la documentación enrollada de Sindre Fauke y la sustituí por la carta. Luego, con ayuda de la bayoneta, grabé en la cantimplora el nombre y la dirección de Helena y volví a salir a la oscura noche. Tan pronto como crucé la puerta, sentí el calor. El viento parecía querer arrancarme el uniforme, el cielo que se cernía sobre mí era una bóveda de un sucio amarillo y lo único que se oía por encima del lejano rugir de las llamas era el ruido de cristales al estallar y los gritos de la gente que no tenía ya adonde huir para refugiarse. Así era exactamente como yo me imaginaba el infierno. Ya no caían bombas. Recorrí una calle que no era más que un sendero de asfalto en medio de un espacio abierto lleno de montones de ruinas. Lo único que se mantenía en pie en aquella «calle» era un árbol carbonizado que señalaba al cielo con dedos de bruja. Y una casa en llamas de la que procedían los gritos. Cuando ya estaba tan cerca que el calor me quemaba los pulmones al respirar, di la vuelta y empecé a caminar hacia el puerto. Y fue allí donde la encontré, una pequeña de aterrados ojos negros. Me tiró de la chaqueta del uniforme gritando sin cesar a mi espalda:

– Meine Mutter! Meine Mutter!

Seguí caminando, pues nada podía hacer. Había visto el esqueleto de un ser humano en llamas en la última planta, atrapado con una pierna dentro y la otra fuera de la ventana. Pero la pequeña me seguía, gritando desesperada su súplica de que ayudase a su madre. Intenté apretar el paso pero, entonces, ella se aferró a mí con sus brazos infantiles, la pequeña no me soltaba y yo fui arrastrándola hacia el gran mar de llamas. Y así anduvimos caminando, una extraña procesión, dos personas enganchadas camino de la destrucción.

Y lloré, sí, lloré, pero mis lágrimas se evaporaban en cuanto brotaban de mis ojos. No sé quién de nosotros se detuvo y la llevó arriba, pero yo volví, la llevé al dormitorio y la cubrí con mi manta. Después, quité el colchón de la otra cama y me tumbé en el suelo, a su lado.

Nunca supe cómo se llamaba ni qué fue de ella, desapareció durante la noche. Pero me salvó la vida. Porque decidí conservar la esperanza.

Desperté a una ciudad moribunda. Algunos incendios continuaban con toda su fuerza, el puerto estaba totalmente destruido y los barcos que habían llegado con suministros o para evacuar a los heridos se quedaron varados en Asussenalster, sin tener dónde atracar.

Hasta la noche, los hombres no lograron despejar una zona donde los barcos pudiesen cargar y descargar, y hacia allí me dirigí. Fui de barco en barco, hasta encontrar lo que buscaba: uno que partiese hacia Noruega. La embarcación se llamaba Anna y llevaba cemento a Trondheim. Ese destino me convenía, puesto que contaba con que no llegaría allí la orden de búsqueda contra mí. El caos había venido a sustituir al habitual orden alemán y los cauces de transmisión de órdenes eran, cuando menos, poco claros. Por otro lado, las dos eses que llevaba en el cuello de mi guerrera eran bastante evidentes, lo que causaba cierta impresión en la gente y no tuve ningún problema para subir al barco y convencer al capitán de que la orden con el destino que le mostré significaba que debía llegar a Oslo por la vía más rápida posible y, en las circunstancias que reinaban, eso era tanto como decir que debía viajar en el Anna hasta Trondheim y, de allí, ir en tren a Oslo.

La travesía duró tres días; salí del barco, mostré mis papeles y me indicaron que continuase. Hasta que me encontré en el tren con destino a Oslo. El viaje duró cuatro días en total. Antes de bajar del tren en Oslo, fui a los servicios y me puse el traje que tomé del armario de Christopher Brockhard. Y ya podía decirse que estaba listo para la primera prueba. Subí por la calle Karl Johan. Lloviznaba y hacía calor. Dos muchachas jóvenes venían caminando hacia mí, cogidas del brazo, y rieron en voz alta cuando pasaron a mi lado. El infierno de Hamburgo se me antojaba a años luz de distancia. Mi corazón se alegraba. Había vuelto a mi amado país y me sentía como si hubiese vuelto a nacer.