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La semana pasada me enteré de que mi caso se ha sobreseído, que mis actos heroicos compensan mis crímenes. Cuando leí la carta, empecé a reír hasta que mis ojos cedieron al llanto. ¡Lo que están diciendo es que haber liquidado a cuatro campesinos indefensos en Gudbrandsdalen es un acto heroico que compensa mi criminal defensa de la patria en Leningrado! Estrellé una silla contra la pared, la casera subió y tuve que disculparme. Es para volverse loco.

Por las noches, sueño con Helena. Sólo con ella. Debo intentar olvidar.

Y el príncipe no se ha pronunciado. Es insoportable.

Harry volvió a mirar el reloj. Pasó rápido varias hojas hasta que su mirada recayó sobre un nombre conocido.

Capítulo 105

RESTAURANTE SCHRØDER

23 de Septiembre de 1948

… negocio con buenas perspectivas de futuro. Pero hoy ha sucedido algo que venía temiéndome desde hace tiempo.

Estaba sentado leyendo el periódico cuando me di cuenta de que había alguien que, de pie junto a mi mesa, me observaba. ¡Alcé la vista y se me heló la sangre en las venas! Estaba muy estropeado, con las ropas un tanto ajadas y sin el porte erguido y recto con que yo lo recordaba; era como si hubiese desaparecido una parte de él. Pero reconocí enseguida a nuestro antiguo jefe de pelotón, al hombre con el ojo de cíclope.

– ¡Gudbrand Johansen! -exclamó Edvard Mosken-. Decían que habías muerto. En Hamburgo.

No sabía qué responder ni qué hacer. Tan sólo que el hombre que ahora se sentaba frente a mí podía hacer que me condenasen por traición a la patria y, en el peor de los casos, por asesinato.

Cuando por fin fui capaz de articular palabra, sentí que tenía la boca seca. Le dije que sí, que estaba vivo y, para ganar algo de tiempo, le conté que había ido a parar a un hospital de Viena con una herida en la cabeza y un pie lastimado y le pregunté qué había sido de él. Mosken me explicó que lo enviaron a casa y que lo ingresaron en la enfermería del colegio de Sinsen, curiosamente, la misma a la que me habían destinado a mí. Como a los demás, también a él le habían caído tres años por traición a la patria y lo habían soltado después de dos años y medio de cárcel.

Estuvimos hablando sobre esto y aquello hasta que, al cabo de un rato, me relajé un poco. Pedí una cerveza para él y le hablé de la empresa de material de construcción que dirigía. Le dije lo que pensaba: que lo mejor para la gente como nosotros era empezar de nuevo con un negocio propio, pues la mayoría de los empresarios se negaban a contratar a excombatientes del frente (en especial, los empresarios que habían colaborado con los alemanes durante la guerra).

– ¿A ti también te pasó? -me preguntó Mosken.

Así que tuve que explicarle que no me sirvió de mucho haberme pasado después al bando «de los buenos»; de todos modos, había llevado un uniforme alemán.

Mosken no borraba del rostro aquella media sonrisa suya y, finalmente, no pudo contenerse más. Me dijo que había pasado muchos años buscando mi rastro, pero todas las pistas terminaban en Hamburgo. Y que estaba a punto de darse por vencido cuando, un día, vio el nombre de Sindre Fauke en un artículo de periódico sobre los hombres de la Resistencia. Recobró el interés, se enteró de dónde trabajaba Fauke y lo llamó. Alguien le había dicho que tal vez estuviese en el restaurante Schrøder.

Volví a quedarme helado y pensé que había llegado el momento. Pero lo que me dijo fue algo completamente distinto a lo que yo me imaginaba:

– Nunca tuve la oportunidad de darte las gracias por impedirle a Hallgrim Dale que me disparase aquel día. Tú me salvaste la vida, Johansen.

Me encogí de hombros, algo turbado, incapaz de hacer otra cosa.

Según Mosken, al salvarlo, yo me había comportado como un hombre con alto sentido moral, pues podía tener motivos para desear que muriese. Si aparecía el cadáver de Sindre Fauke, Mosken podría atestiguar que lo más probable es que yo fuese el asesino. Asentí, sin más. Entonces, me miró fijamente y me preguntó si le tenía miedo. Y pensé que no tenía nada que perder si le contaba toda la historia, tal y como había sucedido.

Mosken me escuchaba, posando sobre mí su ojo de ciclope de vez en cuando, para comprobar si le decía la verdad y meneando la cabeza de vez en cuando; pero yo creo que sabía que la mayoría de lo que le contaba era cierto.

Cuando hube terminado, pedí otras dos cervezas y, entonces, él me habló de sí mismo, que su esposa se había buscado otro hombre que pudiese mantenerla a ella y al niño mientras él estaba en la cárcel. Él la comprendía y, además, tal vez fuese lo mejor también para el pequeño Edvard, así no tendría que crecer con un traidor a la patria por padre. Mosken parecía resignado. Dijo que quería probar suerte en el sector del transporte, pero que no le habían dado ninguno de los puestos de chofer que había solicitado.

– Compra tu propio camión -le propuse-. Funda tu propia empresa, tú también.

– No tengo dinero suficiente -me confesó con una mirada fugaz. De pronto, empecé a comprender-. Y los bancos tampoco se fían de los excombatientes, creen que somos bandidos, todos iguales.

– Yo he ahorrado algún dinero -le dije-. Si quieres te hago un préstamo.

Mosken negó con un gesto, pero yo vi que ya lo tenía convencido.

– Te cobraré interés, por supuesto -añadí.

Entonces empezó a prestarme atención. Pero volvió a adoptar una expresión grave y me dijo que podía salirle muy caro hasta que el negocio funcionase bien. Así que tuve que explicarle que no sería un interés muy grande, que sería algo simbólico. Luego, pedí más cerveza y, cuando ya la habíamos apurado y nos disponíamos a volver a casa, nos estrechamos la mano en señal de que habíamos cerrado un trato.

Capítulo 106

OSLO

3 de Agosto de 1950

… una carta con matasellos de Viena en el buzón. La dejé ante mí, encima de la mesa de la cocina, sin hacer otra cosa que mirarla. Su nombre y su remite aparecían escritos en el reverso. Yo había enviado una carta al hospital Rudolph II en el mes de mayo con la esperanza de que alguien supiese dónde se encontraba Helena y se la hiciese llegar. Por si una persona no autorizada abría la carta, me aseguré de no escribir nada que nos comprometiese a ninguno de los dos y, por supuesto, no había utilizado mi verdadero nombre. En cualquier caso, no me atreví a esperar una respuesta. Y, en el fondo, tampoco sé si en realidad deseaba recibir una respuesta, sobre todo si ésta era la que cabía esperar. Que se había casado y que tenía hijos. No, no quería saberlo. Aunque era eso precisamente lo que deseaba para ella, la posibilidad que le había brindado al irme.

Dios santo, éramos tan jóvenes, ¡ella sólo tenía diecinueve años! Y ahora, con su carta en la mano, todo se me antojaba tan irreal, como si la esmerada caligrafía que se leía en el sobre no tuviese nada que ver con la Helena con la que yo llevaba seis años soñando. Abrí la carta con mano temblorosa, me convencí de que debía esperar lo peor. Era una carta larga y no hace más que una hora que terminé de leerla por primera vez, pero ya me la sé de memoria.

Querido Urías:

Te amo. Es fácil adivinar que te amaré el resto de mi vida, pero lo extraño es que me siento como si llevase amándote desde siempre. Cuando recibí tu carta, lloré de felicidad, lo…