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– ¡Se escapa! -se oyó gritar a una voz en tono amargo y lleno de odio.

Era Sindre Fauke. Su cara casi no se distinguía del uniforme de camuflaje, y los ojos pequeños y muy juntos miraban fijamente a la oscuridad. Procedía de una granja perdida al final del valle de Gudbrandsdalen, probablemente un lugar angosto donde nunca llegaba el sol, porque tenía el rostro muy pálido. Gudbrand no sabía por qué se había alistado para luchar en el frente, pero había oído que sus padres y sus dos hermanos eran miembros de la Unión Nacional, que llevaban un brazalete y que delataban a los vecinos por la simple sospecha de ser patriotas normales. Daniel dijo que algún día probarían el látigo, los delatores y aquellos que aprovechaban la guerra para obtener ventajas.

– No -dijo Daniel en voz baja, con la mejilla contra la culata-. Ningún jodido bolchevique se va a escapar.

– Él sabe que lo hemos visto -dijo Sindre-. Piensa meterse en ese hoyo.

– Ni hablar -dijo Daniel apuntando con el arma. Gudbrand miró fijamente a la oscuridad blanquecina. Nieve blanca, trajes de camuflaje blancos, destellos blancos. El cielo se iluminó otra vez. Toda clase de sombras corrían por la nieve endurecida. Gudbrand volvió a mirar hacia arriba. Destellos amarillos y rojos sobre el fondo del horizonte, seguidos de varias detonaciones lejanas. Era tan irreal como en el cine, con la diferencia de que estaban a treinta grados bajo cero, y no había nadie a quien abrazar. ¿A lo mejor era realmente una ofensiva esta vez?

– Eres demasiado lento, Gudeson, ha desaparecido.

Sindre escupió en la nieve.

– ¡Qué va! -dijo Daniel, en voz más baja todavía, y apuntó. Ya casi no le salía vaho de la boca.

Entonces, de repente, se oyó un agudo silbido, un grito de advertencia, y Gudbrand se lanzó al fondo helado de la trinchera con las manos sobre la cabeza. La tierra tembló. Llovían trozos de tierra marrones y congelados, y uno dio en el casco de Gudbrand, que se le escurrió y le tapó los ojos. Esperó hasta estar seguro de que no le caería nada más del cielo y volvió a ajustarse el casco. Reinaba el silencio y un fino velo de partículas de nieve se le pegaba a la cara. Dicen que uno nunca oye la granada que lo alcanza, pero Gudbrand había visto el resultado del silbido de suficientes granadas como para saber que no era verdad. Un destello iluminó la trinchera y contempló las caras pálidas de los otros, y sus sombras, que parecían acercársele encorvadas, gateando pegadas a las paredes de la trinchera mientras caía la luz. Pero ¿dónde estaba Daniel? ¡Daniel!

– ¡Daniel!

– Lo atrapé -dijo Daniel, todavía tumbado arriba, en el borde de la trinchera.

Gudbrand no podía creer lo que oía.

– ¿Qué dices?

Daniel se deslizó dentro de la trinchera, sacudiéndose nieve y trozos de tierra. Y le dedicó una amplia sonrisa.

– Ningún ruso de mierda va a matar a nuestro guardia esta noche. Tormod ha sido vengado.

Clavó los talones en el borde de la trinchera para no resbalar por el hielo.

– Mierda -dijo Sindre-. No le diste, Gudeson. Vi cómo el ruso desaparecía dentro del hoyo.

Sus pequeños ojos saltaban de uno a otro como para preguntar si alguno de ellos creía en la fanfarronería de Daniel.

– Correcto -dijo Daniel-. Pero dentro de dos horas será de día y él sabía que tenía que salir antes de ahí.

– Eso es, y lo intentó demasiado pronto -dijo Gudbrand rápidamente-. Salió por el otro lado. ¿No es verdad, Daniel?

– Pronto o no -sonrió Daniel-, de todas formas lo he atrapado.

– Cierra tu bocaza, Gudeson -bufó Sindre.

Daniel se encogió de hombros, comprobó la recámara y volvió a cargar. Se dio la vuelta, colgó el fusil del hombro, encajó la bota en la pared congelada y saltó otra vez al borde de la trinchera.

– Dame tu pala, Gudbrand.

Daniel cogió la pala y se levantó. Con el uniforme blanco de invierno recortó una silueta en el cielo negro y el destello parecía suspendido como una aureola encima de la cabeza.

«Parece un ángel», pensó Gudbrand.

– ¿Qué cono haces? -Quien gritaba era Edvard Mosken, el jefe del pelotón. Ese chico tan prudente del valle de Mjöndalen. Rara vez levantaba la voz a los veteranos del grupo, como Daniel, Sindre y Gudbrand. Normalmente, eran los recién llegados los que se llevaban las broncas cuando cometían algún error. Y esas broncas les habían salvado la vida a muchos de ellos. Ahora, Edvard Mosken miraba fijamente a Daniel con su ojo siempre abierto. Nunca lo cerraba, ni cuando dormía, eso lo había visto el propio Gudbrand.

– ¡Ponte a cubierto, Gudeson! -gritó el jefe del pelotón.

Pero Daniel sonrió y no tardó ni un segundo en desaparecer; sobre ellos no quedó más que el vaho de su boca suspendido durante un instante. Entonces, el destello descendió detrás del horizonte y otra vez se hizo la oscuridad.

– ¡Gudeson! -gritó Edvard mientras escalaba hasta el borde-. ¡Mierda!

– ¿Lo ves? -preguntó Gudbrand.

– Ni rastro.

– ¿Para qué quería la pala? -dijo Sindre mirando a Gudbrand.

– No lo sé.

A Gudbrand no le gustaba esa mirada penetrante de Sindre, le recordaba a otro granjero que había estado allí. Se había vuelto loco, se meó en los zapatos una noche antes de hacer la guardia y después tuvieron que amputarle todos los dedos de los pies. Pero ahora estaba en Noruega, así que a lo mejor no estaba tan loco después de todo. En cualquier caso, tenía la misma mirada penetrante.

– Puede que sólo quisiera dar una vuelta por tierra de nadie -dijo Gudbrand.

– Ya sé lo que hay al otro lado de la alambrada, sólo pregunto qué es lo que va a hacer allí.

– Puede que la granada le diese en la cabeza -dijo Hallgrim Dale-. Quizá se haya vuelto loco.

Hallgrim Dale era el más joven del pelotón, sólo tenía dieciocho años. Nadie sabía exactamente por qué se había alistado. Afán de aventuras, opinaba Gudbrand. Dale afirmaba que sentía admiración por Hitler, pero que no tenía ni idea de política. Daniel creía saber que Dale había querido escapar de una chica embarazada.

– Si el ruso está vivo, Gudeson recibirá un tiro antes de haber recorrido cincuenta metros -dijo Edvard Mosken.

– Daniel le dio -susurró Gudbrand.

– En ese caso, uno de los otros le pegará un tiro a Gudeson -dijo Edvard, metió la mano por dentro de la casaca de camuflaje y sacó un fino cigarrillo-. Hay muchos esta noche.

Mantuvo la cerilla escondida en la mano cuando la frotó con fuerza contra la caja húmeda. El azufre prendió al segundo intento, Edvard encendió el cigarrillo, dio una calada y lo pasó rápidamente al compañero que tenía al lado. Nadie dijo nada, parecían ensimismados. Pero Gudbrand sabía que, como él, estaban alerta.

Pasaron diez minutos sin que oyesen nada.

– Parece que van a bombardear el lago Ladoga desde los aviones -dijo Hallgrim Dale.

Todos habían oído los rumores sobre los rusos que se escapaban de Leningrado cruzando el hielo del lago Ladoga. Pero lo peor era que el hielo también hacía posible que el general Tsjukov consiguiese provisiones para la ciudad sitiada.

– Parece que allí dentro se están desmayando de hambre por las calles -dijo Dale, indicando con la cabeza hacia el este.

Pero Gudbrand había oído eso desde que llegó, hacía casi un año, y todavía seguían allí fuera pegándote tiros en cuanto sacabas la cabeza por encima del borde de la trinchera. El invierno anterior llegaban a sus trincheras, todos los días, con las manos detrás de la cabeza, los desertores que ya estaban hartos y optaban por cambiar de bando a cambio de un poco de comida y algo de calor. Pero ya no acudían tan a menudo, y los dos desgraciados con los ojos hundidos que Gudbrand había visto la semana anterior los miraban incrédulos cuando vieron que ellos estaban igual de flacos.