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Ahora estaba sentado en la sala de estar, el sol parecía suspendido en el cielo como una inmensa fuente de luz que lo iluminaba todo. Sabía que no debía mirar directamente al resplandor, pues te produce ceguera nocturna y no puedes ver a los francotiradores rusos que se deslizan por la nieve en tierra de nadie.

– Ya lo veo -susurró Daniel-. A la una, en el balcón, justo detrás del árbol muerto.

¿Árboles? No había árboles en aquel paisaje devastado por las bombas.

El príncipe heredero ha salido al balcón, pero no dice nada.

– ¡Se escapa! -gritó una voz que parecía la de Sindre.

– ¡Que no! -dijo Daniel-. Ningún jodido bolchevique va a escapar.

– Él sabe que lo hemos visto, se va a meter en la hondonada.

– ¡Que no! -dijo Daniel.

El viejo apoyó el rifle sobre el borde de la ventana. Había utilizado un destornillador para poder abrir la ventana. ¿Qué era lo que le había dicho la chica de recepción en aquella ocasión? Que las tenían bloqueadas para que a ningún huésped se le ocurriese cometer «una estupidez». Aplicó el ojo a la mira telescópica. La gente se veía muy pequeña allá abajo. Ajustó la distancia. Cuatrocientos metros. Cuando uno dispara de arriba abajo, ha de tener en cuenta que la fuerza de la gravedad afecta a la trayectoria de la bala, que es distinta a cuando se dispara en horizontal. Pero Daniel lo sabía, Daniel lo sabía todo.

El viejo miró el reloj. Las once menos cuarto. Había llegado el momento. Puso la mejilla contra la pesada y fría culata del rifle y la aferró con la mano izquierda. Cerró el ojo izquierdo. La barandilla del balcón ocupó la lente de la mira. Vio abrigos negros y chisteras. Hasta que dio con la cara que buscaba. Sí que se parecía. El mismo rostro joven de 1945.

Daniel se concentraba más y más, esforzándose por apuntar bien. Ya apenas si exhalaba vaho por la boca.

Delante del balcón, fuera del campo de visión, el roble muerto señalaba hacia el cielo con sus negros dedos huesudos. Había un pájaro posado en una de las ramas. En medio del punto de mira. El viejo se movió inquieto. Hacía un rato el pajarillo no estaba allí. No tardaría en alzar el vuelo. Dejó caer el rifle y llenó sus pulmones doloridos de aire fresco.

Brrrrum, brrrrum.

Harry dio un puñetazo en el volante y volvió a girar la llave de contacto.

Brrrrum, brrrrum.

– ¡Arranca de una vez, coche de mierda! De lo contrario, te llevaré al desguace mañana mismo.

El Escort arrancó con un rugido y salió levantando una nube de hierba y tierra. Giró bruscamente a la derecha, junto al estanque. Los jóvenes que se habían tumbado en el césped alzaron sus botellas de cerveza y gritaron: «¡Viva, viva!», mientras Harry ponía rumbo al hotel SAS. En primera y con el dedo en el claxon, se abrió camino sin problemas por la calle llena de gente pero, al llegar al jardín de infancia que había al final del parque, un cochecito de bebé asomó de improviso desde detrás de un árbol.

De modo que hizo un brusco giro a la izquierda y luego otra vez a la derecha, se le fue el coche y estuvo a punto de estrellarse contra la verja de los invernaderos. El coche terminó ladeado en la calle Wergelandsveien, ante un taxi, adornado con banderas noruegas y ramitas de abedul, que tuvo que frenar en seco, pero Harry pisó el acelerador y pudo esquivar los coches que venían de frente, hasta que entró en la calle Holberg.

Se detuvo ante las puertas giratorias del hotel y salió de un salto del coche. Cuando se precipitó al interior de la recepción, repleta de gente, se produjo un segundo de silencio, en el que todo el mundo pareció pensar que iba a ser testigo de un suceso excepcional. Pero lo único que vieron fue a un hombre muy borracho, en la celebración del Diecisiete de Mayo; era una imagen tan familiar que volvieron a subir el tono de voz enseguida. Harry echó a correr hacia una de aquellas estúpidas «islitas» de atención a los clientes.

– Buenos días -dijo una voz.

Un par de cejas tensadas bajo el cabello rubio y rizado, que más parecía una peluca, lo miraron de arriba abajo. Harry miró el nombre de la placa.

– Betty Andresen, lo que voy a decirte no es una broma pesada, de modo que escúchame con atención. Soy de la policía y tenéis un terrorista en el hotel.

Betty Andresen miró a aquel hombre alto, a medio vestir y con los ojos enrojecidos que, en efecto, le hizo pensar que estaba loco, borracho o ambas cosas. Escrutó la placa de policía que él le mostraba y se quedó observándolo un buen rato.

– ¿El nombre? -preguntó la recepcionista.

– Se llama Sindre Fauke.

Sus dedos recorrieron el teclado.

– Lo siento, no tenemos ningún huésped con ese nombre.

– ¡Mierda! Inténtalo con Gudbrand Johansen.

– Tampoco tenemos a ningún Gudbrand Johansen, señor Hole. ¿No te habrás equivocado de hotel?

– ¡No! Está aquí, ahora mismo está en su habitación.

– De modo que has hablado con él, ¿no?

– No, no, yo…, me llevará demasiado tiempo explicarlo.

Harry se tapó el rostro con la mano.

– Vamos a ver, tengo que pensar. Debe de tener una habitación de los últimos pisos. ¿Cuántas plantas tiene el hotel?

– Veintidós.

– ¿Y cuántos clientes hay, del décimo para arriba, que no hayan entregado la llave de la habitación?

– Bastantes, me temo.

Harry levantó las dos manos y se quedó mirándola fijamente:

– Por supuesto -susurró-. Esto es misión de Daniel.

– ¿Perdón?

– Busca por Daniel Gudeson.

¿Qué pasaría después? El viejo no lo sabía. No existía ningún después. O al menos, no había existido ningún después hasta aquel momento. Había preparado cuatro proyectiles en el alféizar de la ventana. El metal dorado y mate de los casquillos reflejaba los rayos del sol.

Volvió a aplicar el ojo en la mira telescópica. El pájaro seguía allí. Lo reconoció. Tenían el mismo nombre. Apuntó hacia la muchedumbre. Paseó la mirada por el río de gente que había junto a las barreras. Hasta que se detuvo sobre algo conocido. ¿Sería posible…? Enfocó bien la mira. Sí, no cabía duda, era Rakel. ¿Qué estaría ella haciendo allí, en la plaza del palacio? Y también estaba Oleg. Parecía haber salido de las filas de niños. Rakel lo levantó y lo pasó al otro lado de la barrera. Tenía una hija muy fuerte. Sus manos eran muy fuertes. Como las de su madre. Los vio subir hacia la garita de la Guardia Real. Rakel miró el reloj. Parecía estar esperando a alguien. Oleg llevaba puesta la chaqueta que él le había regalado por Navidad. La chaqueta del abuelo, como, según Rakel, solía llamarla Oleg. Parecía que ya le quedaba algo pequeña.

El anciano sonrió. Tendría que comprarle una nueva ese otoño.

Esta vez, los dolores se presentaron sin avisar y aspiró en busca de aire.

Caían destellos de luz y sus sombras avanzaban encorvadas hacia él a lo largo de la pared de la trinchera.

Todo quedó a oscuras pero, justo cuando notó que iba a entrar en la oscuridad, los dolores cedieron. El rifle se le había caído al suelo, y tenía la camisa pegada al cuerpo, empapada en sudor.

Se puso de pie, dejó el rifle otra vez en el borde de la ventana. El pájaro había volado. La línea de tiro estaba despejada.

Aquella cara de niño volvía a estar en el punto de mira. El niño había estudiado. Oleg debía estudiar también. Era lo último que le había dicho a Rakel. Era lo último que se había dicho a sí mismo, antes de asesinar a Brandhaug.

Rakel no estaba en casa el día que él pasó por Holmenkollveien para recoger unos libros, de modo que entró y, por casualidad, vio el sobre que había sobre el escritorio, con el membrete de la embajada rusa. Leyó la carta, la dejó y se puso a contemplar, a través de la ventana, el jardín, las manchas de nieve fruto de la última nevada, el último estertor del invierno. Y después, buscó en los cajones del escritorio y encontró las otras cartas, las que llevaban el membrete de la embajada noruega, y las cartas sin membrete, escritas en servilletas y en hojas de cuadernos, firmadas por Bernt Brandhaug. Y pensó en Christopher Brockhard. Ningún ruso de mierda iba a matar a nuestro soldado de guardia esta noche.