El viejo quitó el seguro. Sentía una extraña calma. Recordó lo fácil que había sido degollar a Brockhard y pegarle un tiro a Bernt Brandhaug. La chaqueta del abuelo, una chaqueta nueva. Vació sus pulmones, puso el dedo en el gatillo.
Harry llevaba en la mano una tarjeta maestra, que servía para abrir todas las habitaciones del hotel, y cuando las puertas del ascensor estaban a punto de cerrarse logró meter el pie para que se abriesen otra vez. Un grupo de rostros boquiabiertos lo miraron con asombro.
– ¡Policía! -gritó Harry-. ¡Todo el mundo fuera!
Fue como si hubiese sonado el timbre del recreo del colegio, pero un hombre de unos cincuenta años con perilla negra, un traje de rayas azul, un enorme lazo del Diecisiete de Mayo en el pecho y una fina capa de caspa sobre los hombros, se quedó dentro:
– Buen hombre, somos ciudadanos noruegos y esto no es un estado policial.
Harry pasó junto al hombre, entró en el ascensor y pulsó el número 22. Pero la perilla no había terminado de hablar:
– Déme una razón para que yo, como contribuyente, entienda por qué he de tolerar…
Harry sacó de la funda el arma reglamentaria de Weber:
– Aquí tengo seis razones, señor contribuyente: ¡fuera!
El tiempo pasa volando, y pronto pasará también este nuevo día. A la luz del amanecer, lo veremos mejor, veremos si es amigo o enemigo.
Enemigo, enemigo. Tarde o temprano, al final lo atraparé.
Chaqueta del abuelo.
Cierra el pico, ¡no hay un después!
El rostro que hay en la mira telescópica tiene un aspecto grave. Sonríe, chico.
¡Traición, traición, traición!
Ha presionado tanto el gatillo que éste ya no opone resistencia, una tierra de nadie donde el momento del disparo se encuentra en un lugar indefinido. No pienses en estallidos ni en recular, sigue apretando, deja que pase cuando tenga que pasar.
El estruendo lo dejó sorprendido. Durante una milésima de segundo, todo estuvo en silencio, en total silencio. Y entonces se oyó el eco y las ondas sonoras se posaron sobre la ciudad y sobre el súbito silencio provocado por los miles de ruidos que enmudecieron en el mismo instante.
Harry recorría a la carrera los pasillos de la planta vigésima segunda cuando escuchó el estruendo.
– ¡Joder! -masculló.
Las paredes, que parecían precipitarse hacia él como si corriesen a ambos lados de su cuerpo, le daban la sensación de estar atravesando una tubería enorme. Puertas. Cuadros, cubos azules. Sus pasos apenas si se oían en la mullida alfombra. Bien. Los buenos hoteles piensan en amortiguar el ruido. Y los buenos policías piensan en lo que van a hacer. Joder, joder, lactosa en el cerebro. Una máquina de hielo. Habitación 2254, habitación 2256, una nueva detonación. La suite Palace.
El corazón le latía desbocado. Harry se colocó a un lado de la puerta e introdujo la tarjeta maestra en la cerradura. Se oyó un leve zumbido y, después, un claro clic antes de que la luz del indicador se pusiese verde. Harry bajó el picaporte con cuidado.
La policía tenía procedimientos establecidos para situaciones como aquélla. Harry había asistido a un curso, y los había aprendido. Pero no pensaba seguir uno solo de ellos.
Abrió la puerta de un tirón, entró en tromba empuñando la pistola con las dos manos y se colocó de rodillas en la puerta de la sala. La luz inundó la habitación, cegándolo y escociéndole en los ojos. Una ventana abierta. El sol pendía como un halo detrás del cristal, por encima de la cabeza de una persona de blancos cabellos que se giró despacio.
– ¡Policía! Suelta el arma -gritó Harry.
Las pupilas de Harry se cerraron y la silueta del rifle que estaba apuntándole se hizo visible.
– ¡Suelta el arma! -repitió-. Ya has hecho lo que viniste a hacer, Fauke. Misión cumplida. Se acabó.
Fue curioso, pero las bandas de música seguían tocando fuera, como si nada hubiese ocurrido. El viejo alzó el rifle y puso la culata contra su mejilla. Los ojos de Harry se habían habituado a la luz y ahora miraba fijamente la boca de un arma que, hasta el momento, sólo había visto en fotografías.
Fauke murmuró unas palabras que quedaron ahogadas por un nuevo estruendo, más agudo y más claro en esta ocasión.
– ¡Qué c…! -susurró Harry.
Fuera, detrás de Fauke, vio elevarse una nube de humo como una burbuja procedente de los cañones del fuerte de Akershus. Las salvas del Diecisiete de Mayo. ¡Eran las salvas del Diecisiete de Mayo! Y Harry las oyó, como oyó los gritos de júbilo. Inspiró profundamente. En la habitación no olía a pólvora quemada. Cayó en la cuenta de que Fauke no había disparado. Aún no. Apretó la culata de su revólver y observó el rostro arrugado que lo miraba inexpresivo por encima de la mira. No se trataba sólo de su vida y la del viejo. Las instrucciones eran claras.
– Vengo de la calle Vibe, y he leído tu diario -confesó Harry-. Gudbrand Johansen. ¿O quizás estoy hablando con Daniel?
Harry apretó los dientes y probó a doblar un poco el dedo en el gatillo.
El viejo volvió a murmurar.
– ¿Qué dices?
– Passwort -dijo el viejo con una voz bronca y totalmente distinta a la que Harry le había oído antes.
– No lo hagas -dijo Harry-. No me obligues.
Una gota de sudor rodó por al frente de Harry, discurrió por la nariz y quedó colgando en la punta, como si no terminase de decidirse a caer. Harry cambió la posición de las manos en torno a la culata de su pistola.
– Passwort -repitió el viejo.
Harry veía su dedo aferrarse más y más al gatillo. Sintió en su corazón la angustia de la muerte.
– No -repitió Harry-. Aún no es demasiado tarde.
Pero sabía que no era cierto. Era demasiado tarde. El viejo estaba lejos de toda sensatez, lejos de este mundo, de esta vida.
– Passwort.
Pronto habría terminado todo para los dos, ya sólo quedaba algo de tiempo lento, una vez más, el tiempo de la Nochebuena, antes…
– Oleg -dijo Harry.
El arma apuntaba directamente a su cabeza. Un claxon resonó a lo lejos. Un estremecimiento recorrió el rostro del viejo.
– La contraseña es Oleg -repitió Harry.
El dedo dejó de moverse en torno al gatillo.
El viejo abrió la boca para decir algo.
Harry contenía la respiración.
– Oleg -repitió el viejo.
Sonó como una ráfaga de viento en sus labios resecos.
Harry no supo explicarse después cómo fue, pero lo vio: el viejo murió en ese mismo segundo y, al instante, desde detrás de las arrugas, era un rostro de niño el que lo miraba. El arma ya no le apuntaba y Harry bajó su revólver. Después, extendió la mano con cuidado y la posó sobre el hombro del viejo.
– ¿Me prometes que no…? -comenzó el viejo con voz apenas perceptible.
– Te lo prometo -le aseguró Harry-. Me encargaré personalmente de que no salga a la luz ningún nombre. Oleg y Rakel no se verán perjudicados.
El viejo miró a Harry largo rato. El rifle cayó al suelo de golpe y el hombre se desplomó.
Harry sacó el cargador del rifle y lo dejó en el sofá, antes de marcar el número de la recepción y pedirle a Betty que solicitase una ambulancia. Después, llamó al móvil de Halvorsen y le dijo que ya había pasado el peligro. Tendió al viejo en el sofá y se sentó a esperar en una silla.