– Veinte minutos. No viene -dijo Sindre-. Está muerto. Como un arenque en salmuera.
– ¡Cierra la boca!
Gudbrand dio un paso hacia Sindre, que se puso firme enseguida. Sin embargo, a pesar de que Sindre le sacaba por lo menos una cabeza, era evidente que tenía muy pocas ganas de pelear. Probablemente se acordaba del ruso que Gudbrand había matado hacía unos meses. ¿Quién podría pensar que el bueno y precavido de Gudbrand fuese capaz de tal salvajismo? El ruso había entrado en la trinchera sin ser visto, entre dos puestos de escucha, y masacró a todos los que dormían en los dos bunkeres más cercanos, uno de holandeses y otro de australianos, antes de entrar en el suyo. Los salvaron las pulgas.
Había pulgas por todas partes, pero sobre todo en las zonas más calientes, como debajo de los brazos, debajo del cinturón, en la entrepierna y alrededor de los tobillos. Gudbrand era el que dormía más cerca de la puerta, no podía conciliar el sueño a causa de las picaduras que tenía en las pantorrillas, llagas que podían ser del tamaño de una moneda de cinco öre, alrededor de cuyo borde las pulgas se amontonaban para atiborrarse de sangre. Gudbrand había sacado la bayoneta en un frustrado intento de librarse de las pulgas, cuando el ruso se apostó a la puerta para empezar a tirar. Gudbrand sólo vislumbró la silueta, pero enseguida comprendió que se trataba del enemigo, en cuanto vio en alto el contorno de un rifle Mosi-Nagant. Con la única ayuda de la bayoneta roma, Gudbrand hirió al ruso con tal eficacia que apenas tenía sangre cuando lo trasladaron hasta la nieve más tarde.
– Tranquilos, chicos -dijo Edvard llevándose a Gudbrand a un lado-. Deberías dormir un poco, Gudbrand, hace una hora que te relevaron.
– Voy a salir a ver si lo veo -dijo Gudbrand.
– ¡No, no harás tal cosa! -gritó Edvard.
– Sí, yo…
– ¡Es una orden!
Edvard le zarandeó el hombro. Gudbrand intentó zafarse, pero el jefe del pelotón no lo soltaba.
La voz de Gudbrand se volvió clara y trémula de desesperación:
– ¡Puede que esté herido! ¡Puede que se haya quedado atrapado en el alambre!
Edvard le dio unas palmaditas en el hombro.
– Pronto se hará de día -constató-. Entonces podremos averiguar lo ocurrido.
Miró a los otros hombres que habían seguido el incidente en silencio. Empezaron a patear la nieve otra vez y a hablar en voz baja entre ellos. Gudbrand vio cómo Edvard se acercaba a Hallgrim Dale y le susurraba al oído. Dale escuchó y miró de reojo a Gudbrand, que sabía perfectamente lo que decía. Había orden de vigilarlo. Hacía tiempo que alguien había hecho circular el rumor de que él y Daniel eran algo más que buenos amigos. Y que no eran de fiar. Mosken les había preguntado directamente si tenían planeado desertar juntos. Ellos lo negaron, por supuesto, pero ahora Mosken pensaría seguramente que Daniel había aprovechado la ocasión para escapar. Y que Gudbrand iba «a buscar» al amigo como parte del plan para llegar al otro lado juntos. A Gudbrand le daban ganas de reír. Cierto que podía ser agradable soñar con las dulces promesas de comida, calor y mujeres que los altavoces rusos emitían sobre el árido campo de batalla en un alemán embaucador, pero ¿iban a creerlas?
– ¿Qué apostamos a que vuelve? -propuso Sindre-. Tres raciones de comida, ¿qué dices?
Gudbrand estiró el brazo hacia abajo para asegurarse de que llevaba la bayoneta colgada del cinturón debajo del uniforme de camuflaje.
-Nicht schiessen, bitte! [2]
Gudbrand giró en redondo y allí, justo por encima de él, vio una cara rojiza bajo un gorro de uniforme ruso, que le sonreía desde el borde de la trinchera. El sujeto saltó desde el borde y aterrizó sobre el hielo al estilo de Telemark.
– ¡Daniel! -gritó Gudbrand.
– ¡Hola! -dijo Daniel levantando la gorra del uniforme-. Dobry vetsjer [3].
Los hombres lo miraban petrificados.
– Oye, Edvard -gritó Daniel-. Deberías llamarles la atención a esos holandeses. Tienen por lo menos cincuenta metros entre los puestos de escucha.
Edvard estaba tan callado e impresionado como los otros.
– ¿Has enterrado al ruso, Daniel?
A Gudbrand le brillaba el rostro de pura excitación.
– ¿Enterrarlo? -dijo Daniel-. Hasta le recé el padrenuestro y canté una canción. ¿Sois duros de oído? Estoy seguro de que lo oyeron al otro lado.
Saltó al borde de la trinchera, se sentó, alzó las manos y empezó a cantar con voz cálida y grave:
– «Nuestro Dios es firme como una fortaleza.»
Los hombres gritaban de alegría. Y Gudbrand se rió tanto que se le saltaron las lágrimas.
– ¡Eres un diablo, Daniel! -exclamó Dale.
– Daniel no. Llámame… -Daniel se quitó el gorro del uniforme ruso y leyó en el interior del forro-, llámame Urías. Vaya, también sabía escribir. Bueno, de todos modos, era un bolchevique.
Saltó desde el borde y miró a su alrededor.
– ¿Nadie tiene nada en contra de un buen nombre judío?
Hubo un momento de silencio antes de que estallaran las risas. Y los primeros hombres se acercaron para darle a Urías unas palmaditas en la espalda.
Capítulo 10
LENINGRADO
31 de Diciembre de 1942
Hacía frío en el puesto de guardia de las ametralladoras. Gudbrand llevaba encima toda la ropa que tenía, pero aun así tiritaba y había perdido la sensibilidad en los dedos de pies y manos. Lo peor eran las piernas. Se las había envuelto en los nuevos trapos para los pies, pero no eran de gran ayuda.
Miraba fijamente la oscuridad. No habían oído nada de Ivan aquella noche, tal vez estuviese festejando el Fin de Año. Quizás estuviese degustando una suculenta comida. Cordero con col o carne ahumada. Gudbrand sabía perfectamente que los rusos no tenían carne, pero él no conseguía dejar de pensar en comida.
A ellos no les habían dado otra cosa que la ración habitual de pan y lentejas. El pan tenía un evidente color verdoso, pero ya se habían acostumbrado. Y si llegaba a estar tan mohoso que se deshacía, lo usaban en la sopa.
– Por lo menos en Navidad nos dieron una salchicha -dijo Gudbrand.
– ¡Cállate! -respondió Daniel.
– Esta noche no hay nadie fuera, Daniel. Están comiendo…
– No empieces otra vez con el tema de la comida. No te muevas y quédate atento por si ves algo.
– Pues yo no veo nada, Daniel. Nada.
Se acurrucaron uno al lado del otro, manteniendo las cabezas bajas. Daniel llevaba el gorro del militar ruso. El casco de acero con la insignia de la Waffen-SS estaba a su lado. Gudbrand entendía por qué. Había en la forma del casco algo que hacía que el viento helado y constante pasase por debajo del canto delantero produciendo en el interior un sonido continuo y enervante que resultaba muy molesto cuando estabas en un puesto de escucha.
– ¿Qué te pasa en la vista? -preguntó Daniel.
– Nada. Mi visión nocturna no es muy buena.
– ¿Eso es todo?
– Y también soy un poco daltónico.
– ¿Un poco daltónico?
– Los rojos y los verdes. No puedo distinguirlos, no sé cómo, los colores se mezclan. Por ejemplo, cuando íbamos al bosque a recoger arándanos rojos para el asado del domingo, yo no los veía…
– ¡He dicho que no hables más de comida!
Se quedaron callados. A lo lejos se oyó una ráfaga de metralleta. El termómetro señalaba veinticinco grados bajo cero. El año pasado habían estado a cuarenta y cinco bajo cero varias noches seguidas. Gudbrand se consolaba pensando en que las pulgas se paralizaban con ese frío, no empezaría a sentir la necesidad de rascarse hasta que terminase la guardia y se metiese bajo la manta de la litera. Pero aquellos bichos aguantaban el frío mejor que él. Una vez hizo un experimento, dejó la camiseta fuera, en la nieve, durante tres días seguidos. Cuando se llevó la camiseta dentro, estaba tiesa como un témpano de hielo, pero cuando la calentó delante de la estufa, la vida volvió a despertar en sus costuras y la arrojó al fuego, de puro asco.