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Daniel carraspeó:

– Por cierto, ¿cómo os comíais ese asado de los domingos?

Gudbrand no se hizo de rogar:

– Primero mi padre cortaba el asado, solemnemente, como un cura, mientras nosotros, los niños, lo observábamos sentados e inmóviles. Después mi madre servía dos lonchas en cada plato y las cubría con una salsa, marrón tan espesa que tenías que removerla para que no se cuajase del todo. Y estaba aderezado con muchas coles de Bruselas, frescas y crujientes. Deberías ponerte el casco, Daniel. A ver si te va a alcanzar una ráfaga en la cabeza.

– O una granada. Continúa.

Gudbrand cerró los ojos y empezó a sonreír.

– El postre era crema de ciruelas pasas. O pastel de chocolate. No era un postre corriente, era algo que mi madre había traído de Brooklyn.

Daniel escupió en la nieve. Normalmente, las guardias en invierno eran de una hora, pero tanto Sindre Fauke como Hallgrim Dale estaban en cama con fiebre, y Edvard Mosken, el jefe del pelotón, había decidido aumentarla a dos horas hasta que se pudiese contar con todos.

Daniel puso la mano en el hombro de Gudbrand.

– ¿La echas de menos, verdad? A tu madre, digo.

Gudbrand se rió, escupió en la nieve en el mismo sitio que Daniel y miró las estrellas que parecían congeladas allá en el cielo. La nieve crujía y Daniel levantó la cabeza.

– Un zorro -dijo.

Era increíble, pero hasta en aquel lugar, donde cada metro cuadrado había sido bombardeado y las minas estaban más incrustadas que los adoquines de la calle de Karl Johan, había vida animal. No mucha, pero habían visto liebres y zorros. Y algún que otro hurón. Por supuesto, ellos intentaban cazar lo que veían, todo era bien recibido en la olla. Pero desde el día en que los rusos le pegaron un tiro a un alemán cuando intentaba darle caza a una liebre, los jefes creían que los rusos soltaban liebres delante de sus trincheras para hacerles salir hasta tierra de nadie. ¡Pensar que los rusos iban a prescindir voluntariamente de una liebre!

Gudbrand se pasó la mano por los labios doloridos y miró el reloj. Quedaba una hora para el cambio de guardia. Sospechaba que Sindre se había metido tabaco por el ano para provocarse la fiebre, sería capaz.

– ¿Por qué volvisteis de Estados Unidos? -preguntó Daniel.

– La caída de la Bolsa. Mi padre perdió el empleo en los astilleros.

– Ya ves -dijo Daniel-. Así es el capitalismo. La gente humilde trabaja duro, mientras los ricos siguen engordando, ya corran buenos o malos tiempos.

– Bueno, así son las cosas.

– Sí, hasta ahora ha sido así, pero habrá cambios. Cuando ganemos la guerra, Hitler tiene una pequeña sorpresa reservada para esa gente. Y tu padre no tendrá que preocuparse por perder el trabajo. Deberías hacerte miembro de la Unión Nacional.

– ¿De verdad te crees todo eso?

– ¿Tú no?

A Gudbrand no le gustaba contradecir a Daniel, así que intentó limitarse a encogerse de hombros, pero Daniel repitió la pregunta.

– Por supuesto que lo creo -dijo Gudbrand-. Pero, ante todo, creo en Noruega. Y confío en que no se nos metan los bolcheviques en el país. Si lo hacen, nosotros por lo menos, nos volveremos a América.

– ¿A un país capitalista? -La voz de Daniel se había vuelto más incisiva-. Una democracia en manos de los ricos, abandonada al azar y a gobernantes corruptos.

– Mejor eso que el comunismo.

– Las democracias están acabadas, Gudbrand. Fíjate en Europa. Inglaterra y Francia estaban a punto de hundirse mucho antes del comienzo de la guerra, podridas de paro y explotación por todas partes. Sólo hay dos personas lo bastante fuertes como para evitar el caos ahora: Hitler y Stalin. Ésas son las opciones que tenemos. Un pueblo hermano, o unos bárbaros. Casi no hay nadie en Noruega que haya comprendido la suerte que supuso para nosotros que los primeros en llegar fuesen los alemanes y no los matarifes de Stalin.

Gudbrand asintió. No sólo por lo que decía Daniel, sino por el modo en que lo decía, con aquel grado de convicción.

De repente, todo estalló y el cielo se inundó de un resplandor blanco, la pendiente se abrió en dos y los destellos amarillos se tornaron marrones y blancos por la mezcla de tierra y nieve que parecía alzarse del suelo por sí misma cada vez que caía una granada.

Gudbrand estaba en el fondo de la trinchera con las manos sobre la cabeza cuando el ataque terminó, tan pronto como había empezado. Asomó la cabeza y, en el borde, detrás de la ametralladora, vio a Daniel tendido en el suelo y muerto de risa.

– Pero ¿qué haces? -le gritó Gudbrand-. ¡Toca la sirena, pon en alerta a todos los hombres!

Pero Daniel seguía riendo aún más.

– Mi querido amigo -gritó, con lágrimas de risa en los ojos-. ¡Feliz Año Nuevo!

Daniel señaló el reloj y Gudbrand empezó a comprender. Era obvio que Daniel sabía que se oiría la salva de Año Nuevo de los rusos pues, ya más tranquilo, metió la mano en la nieve que había amontonada frente al puesto de guardia para ocultar la metralleta.

– ¡Coñac! -gritó alzando triunfante una botella con un poquito de líquido marrón-. Llevo más de tres meses guardándolo. Toma.

Gudbrand se arrodilló y miró riendo a Daniel, que estaba de pie.

– ¡Tú primero! -gritó Gudbrand.

– ¿Seguro?

– Totalmente, amigo mío, tú eres el que lo ha guardado. ¡Pero no te lo bebas todo!

Daniel le dio un manotazo al corcho, haciéndolo saltar de la botella, y la empinó.

– ¡Por Leningrado! En primavera, podremos brindar en el Palacio de Invierno -proclamó quitándose la gorra del uniforme ruso-. Y este verano, estaremos en casa y seremos vitoreados como héroes en nuestra querida Noruega.

Se acercó la botella a los labios y echó la cabeza hacia atrás mientras el líquido marrón bajaba bailoteando a borbotones. La luz de los destellos que descendían despacio se reflejaba en el cristal y, durante los años siguientes, Gudbrand se preguntaría una y otra vez si no sería aquello lo que vio el francotirador ruso: los destellos de luz en la botella. Un minuto después, Gudbrand oyó un sonido breve y sordo y la botella explotó en la mano de Daniel. Llovieron trozos de cristal y gotas de coñac y Gudbrand cerró los ojos instintivamente. Notó que se le mojaba la cara, algo le fluía por las mejillas y, en un acto reflejo, sacó la lengua y paladeó unas gotas. No sabía prácticamente a nada, sólo a alcohol y a algo más, algo dulce y metálico. Era viscoso, seguramente debido al frío, pensó Gudbrand abriendo los ojos. No podía ver a Daniel en el borde de la trinchera. Se habría agachado detrás de la ametralladora cuando comprendió que los habían visto, pensó Gudbrand. Pero enseguida notó que se le aceleraba el corazón.

– ¡Daniel!

Ninguna respuesta.

– ¡Daniel!

Gudbrand se levantó y gateó hasta el borde. Daniel estaba tumbado boca arriba con la cartuchera debajo de la cabeza y la gorra del uniforme sobre la cara. La nieve aparecía regada de sangre y de coñac. Gudbrand retiró la gorra. Daniel miraba el cielo estrellado fijamente y con los ojos muy abiertos. Tenía un agujero grande y negro abierto en medio de la frente. Gudbrand aún conservaba el sabor dulce y metálico en la boca y sintió náuseas.

– Daniel.

Sólo era un susurro que escapó de entre sus labios resecos. Pensó que Daniel parecía un niño pequeño que fuese a dibujar ángeles en la nieve pero que, de repente, se hubiese dormido. Dejó escapar un sollozo y empezó a tirar de la manivela de la sirena, y mientras los destellos caían despacio, el lamento penetrante de la sirena se elevó hasta el cielo.