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«No era así como tenía que terminar», fue cuanto acertó a pensar Gudbrand.

¡Uuuuuuuu-uuuuuuu!

Edvard y los otros habían salido y estaban ya detrás de él. Alguien gritó su nombre, pero Gudbrand no lo oía, simplemente daba vueltas y más vueltas a la manivela. Al final, Edvard se acercó y la detuvo con la mano. Gudbrand la soltó sin volverse y se quedó mirando fijamente hacia el borde de la trinchera y el cielo, mientras las lágrimas se le congelaban en las mejillas. El canto de la sirena disminuía hasta perderse.

– No era así como tenía que terminar -susurró.

Capítulo 11

LENINGRADO

1 de Enero de 1943

Cuando se llevaron a Daniel, tenía cristales de nieve debajo de la nariz, en la comisura de los ojos y en los labios. Muchas veces los dejaban hasta que estuviesen tiesos del todo, entonces eran más fáciles de transportar. Pero Daniel entorpecía el paso a los que tenían que manejar la metralleta, así que dos hombres lo arrastraron hasta un saliente de la trinchera, unos metros más allá, donde lo dejaron sobre dos cajas de munición vacías que habían guardado para hacer fuego. Hallgrim Dale le había puesto un saco de leña en la cabeza para evitar que viesen la máscara de la muerte y su desagradable mueca. Edvard había llamado a la fosa común del sector norte y les había explicado dónde se encontraba Daniel. Le prometieron que enviarían a dos enterradores durante la noche. Entonces el jefe del pelotón ordenó a Sindre que se levantase de la cama y se encargase del resto de la guardia junto con Gudbrand. Lo primero que tenían que hacer era limpiar el fusil manchado.

– Han bombardeado Colonia -dijo Sindre.

Estaban echados uno junto al otro en el borde de la trinchera, en el estrecho hueco desde el que podían observar la tierra de nadie. Gudbrand se dio cuenta de que no le gustaba estar tan cerca de Sindre.

– Y Estalingrado se va a la mierda -continuó.

Gudbrand no notaba el frío, como si tuviese el cuerpo y la cabeza rellenos de algodón, como si ya nada le afectase. Todo lo que sentía era el metal helado que le quemaba el cuerpo y los dedos entumecidos que no querían obedecer. Lo intentó otra vez. La culata y el mecanismo del gatillo de la ametralladora estaban ya en la manta de lana que había a su lado, en la nieve, pero lo peor era aflojar el cerrojo. En Sennheim se habían entrenado en desmontar y montar la metralleta con los ojos vendados. Sennheim, en la bella y cálida Alsacia alemana. Pero cuando no podías sentir los dedos, era distinto.

– No lo has oído -dijo Sindre-. Los rusos nos van a pillar. Igual que pillaron a Gudeson.

Gudbrand se acordaba del capitán alemán de la Wehrmacht que tanto se había reído cuando Sindre le contó que procedía de una granja a las afueras de un lugar llamado Toten.

– Toten? Wie im Totenreich? [4] -dijo entre risas.

Se le escapó el cerrojo.

– ¡Mierda! -exclamó Gudbrand temblando de frío-. Es toda esa sangre, ha hecho que se congelen las piezas.

Se quitó las manoplas, puso la boca de la pequeña botella de lubricante en el cerrojo y apretó. El frío había vuelto el líquido viscoso y espeso, pero sabía que el aceite disolvería la sangre. Cuando se le inflamó el oído, también había utilizado lubricante.

Sindre se inclinó de repente hacia Gudbrand y hurgó en una de las balas con la uña.

– Vaya por Dios -dijo. Miró a Gudbrand y sonrió enseñando los dientes, afeados por unas manchas de color marrón. Su cara pálida y sin afeitar estaba tan cerca que Gudbrand podía oler el aliento podrido que todos despedían después de llevar allí un tiempo. Sindre apartó el dedo-. ¿Quién habría imaginado que Daniel tuviese tanto cerebro?

Gudbrand se volvió. Sindre escrutaba la punta del dedo.

– Pero no lo utilizaba mucho -continuó-. Porque, de haberlo hecho, no habría vuelto de la tierra de nadie aquella noche. Os oí hablar de ir al otro lado. Sí, erais, bueno…, muy buenos amigos, vosotros dos.

Al principio, Gudbrand no lo oía, las palabras parecían venir desde muy lejos. Pero después le llegó el eco y, de repente, sintió que su cuerpo volvía a entrar en calor.

– Los alemanes nunca permitirán que nos retiremos -dijo Sindre-. Vamos a morir aquí, como cabrones. Deberíais haberos marchado. Tengo entendido que los bolcheviques no son tan duros como Hitler con gente como tú y Daniel. Si tienes contactos, quiero decir.

Gudbrand no contestó. Sentía que el calor llegaba hasta la punta de los dedos.

– Hemos pensado largarnos esta noche -dijo Sindre-. Hallgrim Dale y yo. Antes de que sea demasiado tarde.

Se dio la vuelta sobre la nieve y miró a Gudbrand.

– No pongas esa cara de susto, Johansen -dijo sonriente-. ¿Por qué crees que hemos dicho que estábamos enfermos?

Gudbrand encogió los dedos de los pies en las botas. Realmente, podía sentirlos. Era una sensación caliente y agradable. También sentía otra cosa.

– ¿Quieres acompañarnos, Johansen? -preguntó Sindre.

¡Las pulgas! ¡Tenía calor, pero no podía sentir las pulgas! Hasta el zumbido del interior del casco había cesado.

– Así que fuiste tú quien difundió esos rumores -dijo Gudbrand.

– ¿Qué? ¿Qué rumores?

– Daniel y yo hablábamos de ir a América, no de pasarnos al bando ruso. Y no ahora, sino después de la guerra.

Sindre se encogió de hombros, miró el reloj y se puso de rodillas.

– Si lo intentas, te pego un tiro -dijo Gudbrand.

– ¿Con qué? -preguntó Sindre, haciendo un gesto hacia las piezas del arma que había sobre de la manta.

Los rifles estaban en el habitáculo y ambos sabían que Gudbrand no tendría tiempo de ir y volver antes de que Sindre hubiese desaparecido.

– Quédate aquí y muere si quieres, Johansen. Dile a Dale que me siga.

Gudbrand metió la mano por dentro del uniforme y sacó la bayoneta. La luz de la luna brilló en la hoja mate de acero. Sindre negó con un gesto.

– Tú y Gudeson y los hombres como vosotros sois unos soñadores. Es mejor que guardes el cuchillo y te vengas con nosotros. Los rusos recibirán nuevas provisiones por el lago Ladoga dentro de poco. Carne fresca.

– No soy un traidor -dijo Gudbrand.

Sindre se levantó.

– Si intentas matarme con esa bayoneta nos oirá el puesto de escucha de los holandeses y darán la alarma. Usa la cabeza. ¿Quién de los dos piensas que creerán que intentaba impedir que el otro huyera? ¿Tú, cuando ya han corrido rumores de que planeabas fugarte, o yo, que soy miembro del partido?

– Siéntate, Sindre Fauke.

Sindre se rió.

– Tú no eres un asesino, Gudbrand. Me largo; ahora. Dame cincuenta metros antes de dar la alarma, así no te podrán acusar de nada.

Se miraron el uno al otro. Unos copos de nieve ligeros y diminutos empezaron a caer entre los dos hombres. Sindre sonrió:

– Luz de luna y nieve al mismo tiempo, no se ve muy a menudo, ¿verdad?

Capítulo 12

LENINGRADO

2 de Enero de 1943

La trinchera donde se hallaban los cuatro hombres estaba situada a dos kilómetros al norte de su propio pelotón, justo donde las trincheras serpenteaban hacia atrás formando algo parecido a un lazo. El hombre que lucía el grado de capitán estaba de pie delante de Gudbrand pateando la tierra. Nevaba y, encima de la gorra de oficial, se había acumulado una fina capa blanca. Edvard Mosken miraba a Gudbrand junto al capitán, con un ojo muy abierto y el otro medio cerrado.

– So -dijo el capitán-. Er ist hinüber zu den Russen geflohen? [5]

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[4] ¿Muerto? ¿Como en el reino de los muertos?

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[5] Así, se ha huido a los rusos? (alemán)