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– Los que lo recogieron afirman que lo depositaron en una fosa común en el sector norte.

– Si eso es cierto, debería estar enterrado, ¿no?

Edvard negó con la cabeza.

– No los entierran hasta que no han sido incinerados. Y sólo incineran durante el día para que los rusos no tengan luz para apuntar. Además, durante la noche las fosas comunes nuevas están abiertas y sin vigilancia. Alguien debe de haber recogido a Daniel de allí esta noche.

– Joder -repitió Dale, cogió el cigarrillo y chupó con avidez.

– ¿Así que es verdad que queman los cadáveres? -preguntó Gudbrand-. ¿Por qué, con este frío?

– Yo te lo puedo decir -dijo Dale-. La tierra está congelada. Y los cambios de temperatura hacen que los cadáveres emerjan de la tierra en primavera. -Pasó el cigarrillo a regañadientes-. Enterramos a Vorpenes justo detrás de nuestras líneas el invierno pasado. Esta primavera nos tropezamos con él otra vez. Bueno, al menos, con lo que los zorros habían dejado de él.

– La cuestión es -dijo Edvard-: ¿cómo ha venido Daniel a parar aquí?

Gudbrand se encogió de hombros.-Tú hiciste la última guardia, Gudbrand.

Edvard había cerrado un ojo y lo miró con el otro, con el ojo de cíclope. Gudbrand se tomó su tiempo con el cigarrillo. Dale carraspeó.

– Pasé por aquí cuatro veces -dijo Gudbrand cediendo por fin el cigarrillo-. Y no estaba.

– Te pudo haber dado tiempo de ir hasta el sector norte durante la guardia. Y hay huellas de trineo en la nieve, por allí.

– Pueden ser de los portadores de cadáveres -dijo Gudbrand.

– Las huellas se superponen a las últimas huellas de botas. Y tú dices que has pasado por aquí cuatro veces.

– ¡Demonios, Edvard, yo también veo que Daniel está ahí! -exclamó Gudbrand-. Por supuesto que ha tenido que traerlo alguien y lo más probable es que necesitaran un trineo. Pero si escucharas lo que digo…; tienes que entender que lo hicieron después de que yo pasase por aquí la última vez.

Edvard no contestó pero, claramente irritado, le arrancó a Dale de un tirón lo que quedaba del cigarrillo y vio con disgusto que estaba mojado. Dale se quitó unas briznas de tabaco de la lengua y miró de reojo.

– ¿Por qué, en nombre de Dios, haría yo una cosa así? -preguntó Gudbrand-. ¿Y cómo iba a arrastrar un cadáver desde el sector norte hasta aquí en un trineo sin ser interceptado por los guardias?

– Podrías haber pasado por la tierra de nadie.

Gudbrand movió incrédulo la cabeza.

– ¿Crees que me he vuelto loco, Edvard? ¿Para qué iba yo a querer el cadáver de Daniel?

Edvard dio las dos últimas caladas al cigarrillo, arrojó la colilla en la nieve y la aplastó con la bota. Siempre hacía lo mismo, no sabía por qué, pero no soportaba ver colillas humeantes. La nieve emitió un lamento cuando la aplastó con el tacón.

– No, no creo que hayas arrastrado a Daniel hasta aquí -admitió Edvard-. Porque no creo que sea Daniel.

Dale y Gudbrand se sobresaltaron.

– Claro que es Daniel -dijo Gudbrand.

– O alguien que tiene una complexión parecida -dijo Edvard-. Y la misma identificación de pelotón en la casaca.

– El saco de leña… -adivinó Dale.

– ¿Así que tú sabes distinguir los sacos de leña? -preguntó Edvard con desdén, aunque con la mirada puesta en Gudbrand.

– Es Daniel -afirmó Gudbrand tragando saliva-. Reconozco sus botas.

– Es decir, que según tú, lo único que tenemos que hacer es llamar a los enterradores y pedirles que se lo vuelvan a llevar, ¿no es eso? -preguntó Edvard-. Sin detenernos a mirar. Eso es lo que esperabas que hiciéramos, ¿verdad?

– ¡Vete al diablo, Edvard!

– No estoy tan seguro de que esta vez sea a mí a quien quiere, Gudbrand. Quítale el saco de la cara, Dale.

Dale observó sin comprender a los dos hombres que se miraban como dos toros listos para embestirse.

– ¿Me oyes? -grito Edvard-. ¡Quítale el saco!

– Prefiero no…

– Es una orden. ¡Ahora!

Dale seguía vacilando y mirando a Edvard, a Gudbrand y a la figura rígida que yacía sobre las cajas de munición. Se encogió de hombros, se desabotonó la casaca de camuflaje y metió la mano para buscar la navaja.

– ¡Espera! -gritó Edvard-. Pregúntale a Gudbrand si puede prestarte su bayoneta.

Dale se quedó más perplejo si cabe. Miró inquisitivo a Gudbrand, que negó con la cabeza.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Edvard, sin dejar de mirar a Gudbrand-. Tenemos orden de llevar siempre la bayoneta, ¿y tú no la llevas?

Gudbrand no contestó.

– Tú que eres prácticamente una máquina de matar con esa bayoneta, Gudbrand, ¿no la habrás perdido, verdad?

Gudbrand seguía sin contestar.

– Vaya. Me imagino que entonces tendrás que usar la tuya, Dale.

A Gudbrand le daban ganas de arrancarle al jefe de pelotón aquel ojo enorme de mirada pertinaz. ¡Un Rottenführer, eso es lo que era! Una rata con ojos de rata y cerebro de rata. ¿Es que no entendía nada?

Oyeron un desgarrón cuando la bayoneta cortó el saco de leña. Dale dio un respingo.

Ambos se dieron la vuelta rápidamente. Allí, a la luz roja del nuevo amanecer, una cara blanca con una mueca espantosa los miró con un tercer ojo negro abierto en la frente. Era Daniel, no cabía la menor duda.

Capítulo 14

MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES

4 de Noviembre de 1999

Bernt Brandhaug miró el reloj y frunció el entrecejo: 82 segundos, dos más de lo previsto. Cruzó el umbral de la sala de reuniones, soltó un jovial «buenos días» en el más puro estilo de Nordmarka y sonrió con su célebre y blanquísima sonrisa a las cuatro caras que se volvían hacia él.

A un extremo de la mesa estaba sentado Kurt Meirik del CNI, junto a Rakel, que llevaba en el pelo un pasador nada vistoso, un traje que denotaba ambición y que lucía una expresión severa en el rostro. Brandhaug pensó que aquel traje parecía demasiado caro para una secretaria. Aún se fiaba de su intuición, y ésta le decía que estaba divorciada, pero que tal vez su ex marido fuese un hombre bien situado. ¿O sería hija de padres ricos? El hecho de que apareciese en una reunión que Brandhaug había dado a entender debía celebrarse con la más absoluta discreción, significaba sin duda que ocupaba en el CNI un puesto más importante de lo que él había imaginado en un principio. Decidió indagar más sobre ella.

Al otro lado de la mesa estaba sentada Anne Størksen, junto al comisario jefe, un tal no-sé-cuántos, un tipo alto y delgado. Para empezar, había tardado más de ochenta segundos en llegar a la sala de reuniones y ahora no se acordaba de los nombres, ¿se estaría haciendo mayor?

No acababa de formular aquel pensamiento cuando le vino a la mente lo sucedido la noche anterior. Había llevado a Lise, la joven aspirante de Exteriores, a lo que él llamaba una pequeña cena de horas extras. Después la había invitado a tomar una copa en el hotel Continental, donde Exteriores disponía de una sala destinada a reuniones que requerían especial discreción.

Lise no se había hecho de rogar, era una chica ambiciosa. Pero la tentativa culminó en fracaso. ¿Se estaría haciendo mayor? Bah, un hecho aislado, consecuencia tal vez de una copa de más, pero no porque fuera demasiado mayor. Brandhaug interiorizó esta última idea antes de tomar asiento.

– Gracias por venir a pesar de haber sido convocados con tan poco margen -comenzó-. Doy por supuesto que no debo subrayar la naturaleza confidencial de esta reunión pero, aun así, lo hare, ante la eventualidad de que no todos los presentes tengan la experiencia necesaria en este tipo de asuntos.

Miró fugazmente a todos los presentes, salvo a Rakel, indicando así que el aviso iba por ella. Luego se volvió hacia Anne Størksen.