– ¿Qué tal va vuestro hombre?
La comisario jefe lo miró algo desconcertada.
– ¿Vuestro oficial de policía? -añadió rápidamente Brandhaug-. Se llama Hole, ¿no?
Ella hizo un gesto afirmativo hacia Møller, quien tuvo que carraspear dos veces antes de arrancar.
– Dadas las circunstancias, bien. Está muy afectado, por supuesto. Pero… sí.
Se encogió de hombros, en señal de que no tenía mucho más que añadir.
Brandhaug alzó una ceja recién depilada:
– No tan afectado como para que pensemos que supone un peligro de filtración de información, espero.
– Bueno -dijo Møller. Por el rabillo del ojo vio que la comisario jefe se volvía rápidamente hacia él-. No lo creo. Está al tanto del carácter delicado del asunto. Y, desde luego, lo han informado de que debe mantener en secreto lo ocurrido.
– Otro tanto vale para los demás oficiales de policía que estaban presentes -se apresuró a observar Anne Størksen.
– Entonces, esperemos que todo esté bajo control -dijo Brandhaug-. Ahora, permitidme que os facilite una breve actualización de la situación. Acabo de mantener una conversación con el embajador estadounidense y creo poder afirmar que nos hemos puesto de acuerdo en los puntos principales de este trágico asunto.
Miró a cada uno de ellos. Todos lo observaban intrigados, ansiosos de oír lo que Bernt Brandhaug tuviese que contarles. Era justo lo que necesitaba para aliviar la desazón que había sentido hacía unos segundos.
– El embajador me ha dicho que el estado del agente del Servicio Secreto a quien vuestro hombre -hizo un gesto hacia Møller y la comisario jefe- pegó un tiro en la estación de peaje es estable y que el hombre se encuentra fuera de peligro. Sufrió daños en una vértebra y hemorragias internas, pero el chaleco antibalas lo salvó. Siento que no hayamos podido obtener antes esta información, pero, por razones obvias, se ha procurado reducir al mínimo el intercambio de comunicación al respecto. Tan sólo la información estrictamente necesaria ha circulado entre los conocedores de la misión.
– ¿Dónde está? -preguntó Møller.
– En realidad, Møller, eso es algo que no necesitas saber.
Observó que Møller adoptaba una expresión un tanto extraña. Un embarazoso silencio inundó la sala. Siempre resultaba embarazoso tener que recordarle a alguien que no recibiría más información sobre un asunto que la estrictamente necesaria para realizar su trabajo. Brandhaug sonrió y se disculpó con un gesto, como queriendo decir: «comprendo muy bien que preguntes, pero así son las cosas». Møller asintió con la cabeza y fijó la vista en la mesa.
– En fin -prosiguió Brandhaug-. Puedo deciros que, después de la intervención, lo llevaron en avión a un hospital militar de Alemania.
– Eso…, eh… -Møller se rascó el cogote.
Brandhaug esperó.
– Supongo que no importará que Hole sepa que el agente del SS va a sobrevivir. La situación sería para él… más llevadera.
Brandhaug miró a Møller. Le costaba llegar a entender del todo al jefe de grupo.
– De acuerdo -dijo.
– ¿Qué acordasteis tú y el embajador? -quiso saber Rakel.
– Enseguida llegaré a ese punto -aseguró Brandhaug. En realidad, era el siguiente de su lista, pero lo disgustaba que lo interrumpiesen de esa forma-. En primer lugar, quiero felicitar a Møller y a la policía de Oslo por la rápida actuación en el lugar de los hechos. Si los informes son correctos, sólo transcurrieron doce minutos hasta que el agente recibió los primeros cuidados médicos.
– Hole y su compañera Ellen Gjelten lo llevaron al hospital de Aker -explicó Anne Størksen.
– Una reacción de una rapidez admirable -observó Brandhaug-. Y el embajador estadounidense comparte esta opinión.
Møller y la comisario jefe intercambiaron una mirada elocuente.
– Además, el embajador ha hablado con el Servicio Secreto y se descarta de plano que vayan a presentar cargos. Por supuesto.
– Por supuesto -repitió Meirik.
– También estábamos de acuerdo en que el error fue, principalmente, de los estadounidenses. El agente que estaba en la garita de peaje no debía haberse encontrado allí en ningún momento. Es decir, sí debía estar allí, pero el oficial de enlace noruego que vigilaba el lugar debía haber sido informado de ello. El oficial de policía noruego que se encontraba en el puesto por donde el agente accedió al área, y que debía, perdón, podía, haber informado al oficial de enlace, sólo tuvo en cuenta la identificación que le mostró el agente. Había una orden permanente de que los agentes del SS tuviesen acceso a todas las áreas controladas, y el oficial de policía no vio ninguna razón para informar del hecho. A posteriori, se puede pensar que debería haberlo hecho.
Miró a Anne Størksen, que no hizo amago de querer protestar.
– Las buenas noticias son que, hasta el momento, el suceso no parece haberse difundido. De todos modos, no os he convocado para discutir lo que debemos hacer basándonos en una situación ideal, que sería no hacer nada. Lo más probable es que debamos olvidar las situaciones ideales, pues es una ingenuidad pensar que el tiroteo no salga a luz tarde o temprano.
Bernt Brandhaug movió los dedos de arriba abajo como si quisiera cortar las frases en las porciones adecuadas.
– Además de la veintena de personas del CNI, Exteriores y el grupo de coordinación que conocen el asunto, unos quince oficiales de policía presenciaron lo ocurrido en la estación de peaje. No tengo nada negativo que decir de ninguno de ellos, supongo que sabrán ser discretos, más o menos. Sin embargo, son oficiales de policía corrientes, sin experiencia alguna en el grado de confidencialidad que hay que guardar en este caso. Además, no debemos olvidar al personal del Rikshospitalet, de la Aviación Civil, de Fjellinjen AS, la empresa encargada de la estación de peaje, y el personal del hotel Plaza; todos ellos tienen, en mayor o menor grado, razones para sospechar que pasó algo. Tampoco tenemos ninguna garantía de que nadie haya seguido el cortejo con prismáticos desde alguno de los edificios situados alrededor de la estación de peaje. Una sola palabra de alguno de los que han tenido algo que ver y…
En este punto, infló las mejillas, como para evocar la imagen de una explosión.
Todos guardaron silencio, hasta que Møller carraspeó:
– ¿Y por qué es tan peligroso que se sepa?
Brandhaug hizo un gesto afirmativo, como para demostrar que no era la pregunta más tonta que había oído en su vida, lo que hizo pensar a Møller que, en efecto, sí lo era.
– Estados Unidos de América son algo más que un aliado -comenzó Brandhaug con una velada sonrisa. De hecho, lo dijo del mismo modo en que uno le explica a un extranjero que Noruega tiene un rey y que su capital se llama Oslo-. En 1920, Noruega era uno de los países más pobres de Europa y probablemente lo seguiríamos siendo sin la ayuda de Estados Unidos. Olvida la retórica de los políticos. La emigración. La ayuda del Plan Marshall. Elvis y la financiación de la aventura del petróleo han hecho de Noruega la nación probablemente más proamericana del mundo. Los que estamos aquí hemos trabajado duro para llegar al lugar que hoy ocupamos. Pero si algún político se llegase a enterar de que alguno de los presentes en esta sala es el responsable de que la vida del presidente estadounidense ha corrido peligro…
Brandhaug dejó la frase inconclusa, en el aire, mientras paseaba la mirada por los rostros de los congregados.
– Mejor para nosotros -dijo-. En conclusión, los estadounidenses prefieren admitir un fallo de uno de sus agentes del Servicio Secreto a reconocer un error básico en la cooperación con uno de sus mejores aliados.
– Eso quiere decir… -dijo Rakel, sin levantar la vista del bloc que tenía delante- que no necesitamos ningún chivo expiatorio noruego. -Levantó la mirada y la clavó en Bernt Brandhaug-. Lo que necesitamos, más bien, es un héroe noruego, ¿no?