– Llevas el chaleco antibalas, ¿verdad? -preguntó Harry girando el cuello para mirar a Ellen.
Ella no respondió, se limitó a mover la cabeza de un lado a otro mientras contemplaba la autovía.
– ¿Lo llevas o no lo llevas?
Ellen se golpeó los nudillos contra el pecho por toda respuesta.
– ¿El ligero?
Ella asintió.
– ¡Joder, Ellen! Di órdenes de llevar chaleco de plomo. No esos de juguete.
– ¿Tú sabes lo que suele llevar aquí la gente del Servicio Secreto?
– Déjame adivinar: ¿chalecos ligeros?
– Exacto.
– ¿Y sabes para quién trabajo yo?
– Déjame adivinar: ¿para el Servicio Secreto?
– Exacto.
Ella sonrió y también Harry estiró los labios en una sonrisa cuando se oyó el carraspeo de la radio.
– Cuartel general a puesto sesenta y dos. El Servicio Secreto dice que el que está aparcado en la salida a Lørenskog es uno de sus coches.
– Aquí puesto sesenta y dos. Recibido.
– ¡Ahí lo tienes! -exclamó Harry dando irritado un puñetazo al volante-. Sin comunicación alguna, esa gente del Servicio Secreto va a lo suyo sin contar con nadie. ¿Qué hace allí ese coche sin que nosotros lo sepamos? ¿Eh?
– Controlar que nosotros hacemos nuestro trabajo -respondió Ellen.
– Según las directrices que ellos nos han dado.
– Bueno, de todos modos, algún poder de decisión sí que tienes, así que deja de quejarte -atajó ella-. Y deja de tamborilear con los dedos en el volante.
Los dedos de Harry cayeron obedientes en su regazo. Ella rió y él lanzó un largo silbido.
– ¡Jajaja!
Sus dedos fueron a dar en la culata de su arma reglamentaria, un revólver Smith & Wesson, calibre 38, de seis proyectiles. En el cinturón llevaba además dos cargadores rápidos con seis balas cada uno. Acarició el revólver sabiendo que, en aquellos momentos, no estaba autorizado a llevar armas. Tal vez fuese cierto que se estaba quedando miope pues, tras el curso de cuarenta horas que había seguido aquel invierno, había fallado en las pruebas de tiro. Aunque aquello no era, desde luego, insólito, sí era la primera vez que le ocurría a él y no lo llevaba nada bien. En realidad, no tenía más que presentarse a las siguientes pruebas y eran muchos los que lo intentaban hasta cuatro y cinco veces pero, por alguna razón, Harry siempre se había librado de repetirla.
Un nuevo carraspeo: «Punto veintiocho, sobrepasado».
– Ése es el penúltimo punto del distrito policial de Romeriket -observó Harry-. El siguiente punto de paso es Karihaugen y, después, son nuestros.
– ¿Por qué no pueden hacer como hemos hecho siempre, simplemente decir por dónde está pasando el cortejo, en lugar de la pesadez de tanto número? -preguntó Ellen en tono quejumbroso.
– ¡Adivínalo!
Ambos respondieron a coro: «¡Cosas del Servicio Secreto!». Y se echaron a reír.
– Punto veintinueve, sobrepasado.
Harry miró el reloj.
– Vale, los tendremos aquí dentro de tres minutos. Cambiaré la frecuencia del transmisor a la del distrito policial de Oslo. Haz el último control
Un sonido áspero y disonante surgió de la radio mientras Ellen cerraba los ojos para concentrarse en las confirmaciones que se sucedían. Finalmente, colgó el micrófono en su lugar.
– Todo el mundo listo y en su puesto.
– Gracias. Ponte el casco.
– ¡¿Como?! De verdad, Harry…
– Ya me has oído. ¡Que te pongas el casco tú también!
– Es que me queda pequeño.
Otra voz se dejo oír: «Punto uno, superado».
– ¡Joder! A veces eres tan… poco profesional.
Ellen se encajó el casco, ajustó la barbillera y cerró la hebilla.
– Yo también te quiero -declaró Harry mientras estudiaba con los prismáticos la carretera que tenían ante sí-. Ya los veo.
En la parte superior de la pendiente que conducía hacia Karihaugen se distinguían destellos de metal. Harry sólo veía de momento el primer coche de la fila, pero conocía bien la continuación: seis motocicletas conducidas por agentes especialmente entrenados de la sección de escoltas de la policía noruega, dos coches de escolta noruegos, un coche del Servicio Secreto, dos Cadillac Fleetwood idénticos, vehículos especiales del Servicio Secreto, traídos en avión desde Estados Unidos, en uno de los cuales viajaba el presidente, aunque se mantenía en secreto en cuál. O tal vez iba en los dos, se dijo Harry. Uno para Jekyll y otro para Hyde. A continuación iban los vehículos de mayor tamaño, el coche del Servicio Médico, el de comunicaciones y varios del Servicio Secreto.
– Todo parece tranquilo -concluyó Harry mientras movía los prismáticos despacio, de derecha a izquierda.
El aire reverberaba sobre el asfalto, pese a que hacía una fría mañana de noviembre.
Ellen vio la silueta del primer coche. Dentro de media hora habrían dejado atrás la estación de peaje y tendrían superada la mitad del trabajo. Y, dos días después, cuando los mismos coches pasaran ante la estación de peaje en sentido contrario, Harry y ella podrían volver a sus tareas policiales habituales. Ella prefería vérselas con cadáveres en el grupo de delitos violentos a tener que levantarse a las tres de la madrugada para sentarse en un frío Volvo junto con un irascible Harry, visiblemente presionado por la responsabilidad que había recaído sobre él.
A excepción de los resoplidos recurrentes de Harry, reinaba en el coche el silencio más absoluto. Ella comprobó que los indicadores de ambos aparatos de radio funcionaban perfectamente. La hilera de coches llegaba ya casi hasta el final. Decidió que, después del trabajo, se iría a Tørst y bebería hasta emborracharse. Había allí un tipo con el que había intercambiado alguna mirada, tenía el cabello negro y rizado y ojos castaños de mirada algo desafiante. Delgado. Con un aire un tanto bohemio, intelectual. Tal vez…
– ¡¿Qué co…?!
Harry ya se había hecho con el micrófono: «Hay una persona en la tercera cabina desde la izquierda. ¿Alguien puede identificarla?».
La radio respondió con un silencio crepitante mientras la mirada de Ellen pasaba rápida por la hilera de cabinas. ¡Allí! Vio la espalda de un hombre tras el cristal marrón de la ventanilla, a tan sólo 45 metros de donde se encontraban. A contraluz, la sombra dibujaba una silueta muy clara. Al igual que la de la breve porción de un cañón que sobresalía por la espalda del individuo.
– ¡Un arma! -gritó Ellen-. ¡Tiene una pistola automática!
– ¡Mierda!
Harry abrió la puerta del coche de una patada, se agarró al marco con las dos manos y salió de un salto. Ellen miraba fijamente la columna de coches, que no podía estar a más de cien metros de allí. Harry asomó la cabeza al interior del coche.
– No es ninguno de los nuestros, pero puede ser alguien del Servicio Secreto -aseguró-. Llama al cuartel general -dijo con el revólver en la mano.
– Harry…
– ¡Vamos! Y quédate donde estás hasta que el cuartel general te confirme que es uno de sus hombres.
Harry empezó a correr hacia la cabina y hacia aquella espalda cubierta por un traje. Parecía el cañón de una ametralladora Uzi. El frío aire de la mañana le hería los pulmones.
– ¡Policía! -gritó-. Police!
Ninguna reacción. Los gruesos cristales de las cabinas estaban pensados para aislar del ruido del tráfico. El hombre había girado la cabeza hacia la hilera de vehículos y Harry pudo ver los cristales oscuros de las gafas de sol Ray-Ban. El Servicio Secreto. O alguien que quería hacerse pasar por uno de ellos.
Estaba a veinte metros.
¿Cómo se habría metido en aquella cabina cerrada, si no era uno de ellos? ¡Demonios! Harry oyó que las motos se acercaban. No alcanzaría la cabina a tiempo.