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De repente, guardó silencio y se quedó mirando la carpeta de plástico transparente que tenía ante sí sobre la mesa. Ellen se levantó.

– ¿Nos vemos a las nueve, comisario?

A Harry no le quedó otra opción que asentir.

Capítulo 16

HOTEL RADISSON SAS, PLAZA HOLBERG

5 de Noviembre de 1999

Betty Andresen tenía, como Dolly Parton, el pelo rubio y rizado como el de una peluca. Pero no era una peluca, y a eso, a su cabellera, se reducía todo su parecido con Dolly Parton. Betty Andresen era alta y delgada, y cuando sonreía, como en ese momento, sus labios formaban una pequeña abertura que apenas si dejaba ver los dientes. Esa sonrisa tenía por destinatario al hombre mayor que ahora aguardaba al otro lado del mostrador de la recepción del hotel Radisson SAS, situado en la plaza Holberg. No se trataba de un mostrador de recepción corriente, sino que era una de las varias «islitas» multifuncionales provistas de ordenador que permitían atender a varios clientes a la vez.

– Buena mañana -saludó Betty Andresen.

Era algo que había aprendido en la escuela de hostelería de Stavanger; sabía distinguir entre las diferentes partes del día cuando saludaba a los huéspedes. Así, hasta hacía una hora había dicho «buenos días», dentro de una hora diría «buen día», dentro de dos horas, «buen mediodía», y al cabo de otras dos horas, empezaría a saludar con un «buenas tardes». Al final de la jornada, partiría hacia su apartamento de dos habitaciones en Torshov, deseando que hubiera allí alguien a quien poder decirle «buenas noches».

– Me gustaría ver una habitación situada en la planta más alta que pueda ofrecerme.

Betty Andresen miró el abrigo empapado del viejo. Fuera caía una lluvia torrencial. Una gota de agua se aferraba temblorosa al borde del ala de su sombrero.

– Perdón, ¿dice que quiere ver una habitación?

La sonrisa imperturbable de Betty Andresen no se desvanecía. Ella tenía, tal y como le habían inculcado que, hasta que lo contrario quedase irrevocablemente demostrado, había que tratar a todo el mundo como cliente. Pero aun así, sabía que la persona que tenía delante era un ejemplar de la especie «hombre-mayor-visita-la-capital-quiere-contemplar-gratis-la-vista-desde-el-hotel-SAS». Venían a menudo, sobre todo en verano. Y no era sólo para ver las vistas. En una ocasión, una señora preguntó si podía ver la suite Palace del piso vigésimo segundo para poder describírsela a sus amistades cuando les contase que se había alojado en ella. Incluso le ofreció a Betty cincuenta coronas por anotarla en el libro de huéspedes, con el fin de poder utilizarlo después como prueba.

– ¿Habitación sencilla o doble? -preguntó Betty-. ¿Fumador o no fumador?

La mayoría de los hombres mayores empezaban a titubear ante esas preguntas.

– No importa -contestó el viejo-. Lo importante son las vistas. Quisiera ver una que dé al suroeste.

– Sí, desde ese lado puede verse toda la ciudad.

– Exacto. ¿Cuál es la mejor?

– La mejor es, por supuesto, la suite Palace; pero aguarde un momento y veré si tenemos disponible alguna habitación corriente.

Betty empezó a teclear veloz con la esperanza de que el hombre mordiese el anzuelo. Y, en efecto, no se hizo esperar.

– Me gustaría ver esa suite.

«Por supuesto que te gustaría», pensó la joven mirando al viejo. Betty Andresen no era una mujer poco razonable. Si el mayor deseo de un anciano era admirar las vistas desde el hotel de SAS, ella no se lo negaría.

– Vamos a echar un vistazo -dijo ofreciéndole su mejor sonrisa, la misma que, normalmente, reservaba para los clientes fijos.

– ¿Está usted de visita en Oslo? -preguntó por cortesía, ya en el ascensor.

– No -contestó el viejo.

Tenía las cejas blancas y pobladas, igual que su padre, observó la joven. Pulsó el botón, las puertas se cerraron y el ascensor se puso en marcha. Betty no conseguía acostumbrarse a aquella experiencia: era como ser succionada hacia el cielo. Luego, las puertas volvían a abrirse y, como siempre, ella salía con la esperanza de hacerlo a un mundo nuevo y distinto, casi como en un cuento. Sin embargo, el mundo al que la devolvía el ascensor era siempre el mismo. Atravesaron el pasillo, cuyas paredes estaban cubiertas de un papel pintado que hacía juego con el color de la moqueta y adornadas con obras de arte caras y aburridas. Metió la tarjeta en la cerradura de la suite y lo invitó a pasar mientras sujetaba la puerta. El hombre mayor entró en la suite con una expresión que ella interpretó como de expectación.

– La suite Palace tiene ciento cincuenta metros cuadrados -explicó Betty-. Y consta de dos dormitorios con sendas camas dobles y otros tantos baños, ambos con jacuzzi y teléfono.

Entró en el salón, donde se encontró con que el viejo ya se había colocado ante las ventanas.

– Los muebles son del diseñador danés Poul Henriksen -continuó Betty pasando la mano por el finísimo cristal de la mesa-. ¿Querrá usted ver los baños, verdad?

El viejo no contestó. Aún llevaba puesto el sombrero empapado y, en el silencio reinante, Betty pudo oír el golpe seco de una gota al caer sobre el parquet de cerezo. Se acercó a su lado. Se veía desde allí cuanto había que ver: el ayuntamiento, el Teatro Nacional, el palacio, el Parlamento y el fuerte de Akershus. A sus pies se extendía el parque del palacio, cuyos árboles apuntaban a un cielo gris acero, con sus dedos de bruja nudosos y negruzcos.

– Debería usted venir un día de primavera -sugirió Betty.

El viejo se volvió y la miró sin comprenderla y Betty cayó enseguida en la cuenta de lo que acababa de hacer. Era como si le hubiese dicho: «Ya que sólo has venido para disfrutar de las vistas».

Intentó sonreír.

– En primavera la hierba está verde y las copas de los árboles del parque se cubren de hojas. La vista es entonces muy hermosa.

El viejo la miraba, pero daba la sensación de que sus pensamientos estaban en otro lugar.

– Tienes razón -admitió al fin-. Los árboles tendrán hojas, no había reparado en ese detalle.

Señaló la ventana.

– ¿Se puede abrir?

– Sólo un poco -contestó Betty, aliviada ante el cambio de tema-. Hay que hacer girar la manilla.

– ¿Por qué sólo un poco?

– Por si a alguien se le ocurriese alguna tontería.

– ¿Alguna tontería?

Lo miró fugazmente. ¿Estaría senil el viejo?

– Por si a alguien se le ocurriese saltar -aclaró-. Suicidarse. Hay mucha gente desgraciada que…

Hizo un gesto con el que pretendía explicar lo que la gente desgraciada podría hacer.

– ¿Y eso os parece una mala idea? -preguntó el viejo frotándose el mentón. A Betty le pareció ver un amago de sonrisa entre las arrugas de su rostro-. ¿Aunque uno sea desgraciado?

– Sí -respondió Betty con énfasis-. Al menos, en mi hotel. Y sobre todo, durante mi turno.

– «Durante mi turno» -repitió el viejo como en un relincho-. Bien dicho, Betty Andresen.

La joven se sobresaltó al oír su nombre. Claro, lo había leído en la chapa de identificación. Bueno, estaba claro que el viejo no tenía problemas con la vista, pues las letras del nombre eran tan pequeñas como grandes eran las de su cargo de «recepcionista». Intentó mirar discretamente el reloj.

– Sí -adivinó el viejo-. Ya me figuro que tienes otras cosas que hacer que enseñar las vistas.

– Sí, así es -afirmó Betty.

– Me la quedo -declaró el viejo.

– ¿Perdón?

– Que me quedo la habitación. No para esta noche, pero…

– ¿Quiere la habitación?

– Sí. Se puede reservar, ¿verdad?

– Bueno, sí, pero… es muy cara.

– Con mucho gusto pagaré por adelantado.

El viejo sacó una cartera del bolsillo interior del abrigo y extrajo un fajo de billetes.

– No, no quería decir eso, pero son siete mil coronas la noche. No quiere ver…