– Me gusta ésta -insistió el viejo-. Te ruego que cuentes los billetes, para comprobar si están bien.
Betty miró los billetes de mil que le tendía el viejo.
– Será mejor que lo abone cuando venga -propuso-. Bien, ¿para cuándo querrá…?
– Seguiré tu recomendación, Betty -la interrumpió el viejo-. Vendré un día de primavera.
– Muy bien. ¿Alguna fecha en particular?
– Por supuesto.
Capítulo 17
COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA
5 de Noviembre de 1999
Bjarne Møller suspiró y miró por la ventana. Últimamente, sus pensamientos escapaban por allí con mucha frecuencia. La lluvia había cesado, pero el cielo que cubría la Comisaría General de Grønland conservaba un color grisáceo.
Vio un perro que cruzaba la hierba muerta allá fuera. En Bergen había un puesto vacante de jefe de grupo. El plazo de presentación de solicitudes expiraba a finales de la próxima semana. Un colega de Bergen le había dicho que, por lo general, allí sólo llovía dos veces cada otoño. Entre septiembre y noviembre y entre noviembre y Año Nuevo. Los de Bergen eran unos exagerados. Él había visitado la ciudad, y le gustaba. Estaba lejos de los políticos de Oslo, y era pequeña. A Møller le gustaba lo pequeño.
– ¿Qué?
Møller se volvió sobresaltado para encontrarse con la mirada abatida de Harry.
– Me estabas explicando que me vendría bien moverme un poco.
– ¿Ah, sí?
– Eso es lo que me estabas diciendo, jefe.
– Ah, sí, eso es. Hay que procurar no anquilosarse en viejas costumbres y rutinas. Avanzar, progresar. Alejarse.
– Bueno, tanto como alejarse… El CNI está tres pisos más arriba, en este mismo edificio.
– Me refiero a alejarse de todo los demás. Meirik, el jefe del CNI, opina que serías perfecto para el puesto vacante.
– ¿No hay que convocar a concurso ese tipo de puestos?
– No pienses en eso, Harry.
– Bueno, pero ¿puedo preguntarme por qué demonios queréis que me incorpore al CNI? ¿Tengo cara de espía?
– No, no.
– ¿No?
– Quiero decir, sí. Quiero decir, no, pero… ¿por qué no?
– ¿Por qué no?
Møller se rascó el cogote con vehemencia. Su semblante había perdido el color.
– Joder, Harry, te ofrecemos un trabajo de comisario, una subida salarial de cinco tramos, nada de guardias nocturnas y un poco de respeto por parte de los chavales. Esto es algo bueno, Harry.
– Me gustan las guardias nocturnas.
– A nadie le gustan las guardias nocturnas.
– ¿Por qué no me ofrecéis el puesto vacante de comisario?
– ¡Harry! Hazme un favor, simplemente, di que sí.
Harry jugueteaba con el vaso de cartón.
– Jefe -dijo al cabo-. ¿Cuánto hace que nos conocemos?
Møller levantó el dedo índice en señal de advertencia.
– No empieces con ésas. No lo intentes con eso de que hemos pasado por todo juntos…
– Siete años. Y durante esos siete años seguro que habré interrogado a personas que, con toda probabilidad, son los seres más estúpidos que caminan a dos patas en esta ciudad; aun así, no me he topado con nadie que sea tan malo mintiendo como tú. Puede que sea tonto, pero todavía me quedan un par de neuronas que hacen lo que pueden. Y me están diciendo que es poco probable que mi hoja de servicios me haya hecho merecedor de este puesto. Como lo es que, de repente, tenga una de las mejores puntuaciones de la unidad en las pruebas de tiro de este año. Más bien tiene que ver con el hecho de que le pegué un tiro a un agente del SS. Y no es preciso que digas nada, jefe.
Møller abrió la boca, pero volvió a cerrarla y cruzó los brazos en un gesto elocuente. Harry continuó:
– Comprendo que no eres tú quien manda aquí. Y aunque no tenga todos los datos, sí tengo la suficiente imaginación para adivinar una parte. Y si tengo razón en lo que digo, significa que mis propios deseos para mi futuro profesional dentro de la policía no son relevantes. Así que contéstame sólo a una pregunta: ¿tengo elección?
Møller parpadeaba sin cesar. Volvió a pensar en Bergen. En inviernos sin nieve. En paseos domingueros por el Fløyen con su mujer y sus hijos. Un lugar donde era posible crecer. Algunas gamberradas de críos y un poco de hachís, nada de bandas ni de niños de catorce años que se meten una sobredosis. La comisaría de Bergen. Buena cosa.
– No -contestó al fin.
– Bien -dijo Harry-. Eso era lo que yo pensaba. -Arrugó el vaso de cartón y apuntó a la papelera-. ¿Has dicho que la subida salarial era de cinco tramos?
– Y un despacho propio.
– Supongo que bien apartado de los demás, ¿no? -Lanzó el vaso arrugado con un movimiento del brazo lento y estudiado-. ¿Horas extras remuneradas?
– En esa categoría no, Harry.
– Entonces tendré que irme corriendo a casa a las cuatro en punto.
– Seguro que eso no será un problema -afirmó Møller con una sonrisa imperceptible.
Capítulo 18
PARQUE SLOTTSPARKEN
10 de Noviembre de 1999
Hacía una noche clara y fría. Lo primero que notó el viejo al salir de la estación de metro fue la cantidad de gente que aún andaba por las calles. Se había hecho a la idea de que el centro estaría casi vacío a una hora tan tardía, pero los taxis transitaban a la carrera por la calle Karl Johan, bajo las luces de neón, y la gente andaba de un lado a otro por las aceras. Se detuvo a esperar que apareciera el hombrecito verde del semáforo junto a un grupo de jóvenes que hablaban un idioma extraño y cacareante. Pensó que procederían de Pakistán. O a lo mejor de Arabia. El cambio del semáforo interrumpió su elucubración y cruzó decidido la calle para seguir por la cuesta que conducía a la fachada iluminada del palacio. También allí había gente, la mayoría jóvenes, en constante ir y venir de quién sabía dónde. Paró para descansar un poco delante de la estatua de Karl Johan que, a lomos de su caballo, miraba con expresión soñadora el edificio del Parlamento, el poder que éste representaba y que él había intentado trasladar al palacio que se alzaba a su espalda. Hacía más de una semana que no llovía y las hojas secas crujieron cuando el viejo giró a la derecha entre los árboles del parque. Miró hacia arriba, por entre las ramas desnudas que se recortaban contra el cielo estrellado. Y recordó unos versos:
Olmo y álamo, roble y abedul,
abrigo negro, muerto y pálido.
Pensó que habría sido mejor que no hubiese habido luna llena aquella noche. Por otro lado, le resultaba más fácil encontrar lo que buscaba: el gran abedul contra el que había chocado el día en que le dijeron que su vida tocaba a su fin. Lo recorrió con la vista de abajo arriba, del tronco a la copa. ¿Cuántos años tendría aquel árbol? ¿Doscientos? ¿Trescientos? Tal vez ya fuese adulto cuando Karl Johan se dejó vitorear como rey noruego. De todos modos, toda vida tiene un final. La suya, la del árbol y, sí, incluso la de los reyes. Se colocó detrás del árbol de modo que no lo viesen desde el sendero y se quitó la mochila. Después, se acuclilló, la abrió y sacó su contenido. Tres botellas de solución de fosfato de glicina de la marca Roundup que le había vendido el dependiente de Jernia, en la calle Kirkeveien, y una jeringa para caballerías con una gruesa aguja de acero que le habían proporcionado en la farmacia Sfinx. Dijo que iba a utilizar la jeringa para cocinar, para inyectarle grasa a la carne, pero fue una excusa innecesaria, porque el dependiente apenas si lo miró con desinterés y, seguramente, había olvidado su cara antes de que él hubiese salido por la puerta del establecimiento.
El anciano miró a su alrededor antes de introducir la gruesa aguja a través del corcho de una de las botellas y tirar despacio, hasta que la jeringa se llenó del líquido blanco. Tanteó el tronco con la mano hasta dar con una abertura en la corteza y clavó en ella la aguja. No resultó tan fácil como él había pensado y tuvo que empujar con fuerza para introducir bien la aguja en la recia madera. De lo contrario, no surtiría el efecto deseado. Tenía que llegar hasta el corazón del árbol, hasta sus órganos vitales. Dejó caer todo su peso sobre la jeringa y la aguja empezó a temblar. ¡Mierda! No podía permitir que se partiese, sólo tenía una. La aguja comenzó a deslizarse despacio hacia dentro pero, tras unos centímetros, se detuvo por completo. Pese a que hacía fresco, empezó a transpirar copiosamente. Tomó un nuevo impulso, y ya estaba a punto de empujar de nuevo con más energía cuando oyó el crujir de hojas en el sendero. Soltó la jeringa. El ruido sonaba cada vez más cerca. Cerró los ojos y contuvo la respiración. Los pasos empezaron a alejarse y entonces abrió los ojos y vio dos figuras que desaparecían tras los arbustos en dirección a la calle Fredrik. Respiró aliviado y volvió a empuñar la jeringa. Decidió arriesgarse y extremó la fuerza de su empuje. Y cuando ya temía que la aguja se partiese, ésta empezó a penetrar en el tronco y se deslizó dentro. El viejo se enjugó el sudor. El resto fue muy fácil.