Sverre se concentró en su pinta de cerveza. Ya era hora de ganar algo de dinero. Dejarse crecer el pelo para que cubriese los tatuajes del cogote, llevar camisa de manga larga y empezar la ronda. Había trabajos de sobra. Trabajos de mierda, eso sí. Los trabajos cómodos y bien pagados los habían cogido los maricones, los ateos y los negrazos de mierda.
– ¿Me puedo sentar aquí?
Sverre alzó la mirada. Era el hombre mayor. Él ni siquiera se había dado cuenta de que se había acercado.
– Ésta es mi mesa -dijo secamente.
– Sólo quiero hablar un poco.
El viejo puso un periódico en el centro de la mesa y se sentó en la silla que había frente a él. Sverre lo miró suspicaz.
– Tranquilízate, soy uno de vosotros -aseguró el viejo.
– ¿Qué «vosotros»?
– Los que frecuentáis este sitio. Los nacionalsocialistas.
– ¿Ah, sí?
Sverre se pasó la lengua por los labios y se llevó el vaso a la boca. El viejo lo miraba imperturbable. Tranquilo, como si tuviese todo el tiempo del mundo. Y seguro que así era. Tendría unos setenta años, como mínimo. ¿Sería uno de los pertenecientes al Zorn 88? ¿Uno de los cerebros inaccesibles de los que Sverre sólo había oído hablar, pero a los que nunca había visto?
– Necesito un favor -confesó el viejo en voz baja.
– ¿Ah, sí? -respondió Sverre distante, aunque moderando ahora su manifiesta actitud condescendiente de antes. Quizá…
– Se trata de un asunto de armas -dijo el viejo.
– ¿Qué armas?
– Necesito una. ¿Puedes ayudarme?
– ¿Por qué iba a hacer tal cosa?
– Echa una ojeada al periódico. Página veintiocho.
Sverre cogió el diario sin dejar de observar al hombre mayor mientras pasaba las hojas. En la página veintiocho había un artículo sobre los neonazis en España. Escrito por el patriota Even Juul, cómo no. La foto grande en blanco y negro de un hombre joven que sostenía un cuadro del generalísimo Franco quedaba parcialmente cubierta por un billete de mil.
– Si me puedes ayudar… -dijo el viejo. Sverre se encogió de hombros. -… te daré nueve mil más.
– ¿Ah, sí? -contestó Sverre antes de dar otro sorbo. Echó una ojeada al local. La pareja de jóvenes se había marchado, pero Halle, Gregersen y Kvinset seguían en la esquina. Y los demás no tardarían en llegar y resultaría imposible mantener una conversación medianamente discreta. ¡Diez mil coronas!
– ¿Qué clase de arma?
– Un rifle.
– Se podría hacer.
El viejo negó con un gesto.
– Un rifle Märklin.
– ¿Un Märklin?
El viejo asintió.
– ¿Como las maquetas de trenes Märklin?
Una fisura se abrió entre los surcos del rostro del viejo, bajo el sombrero. Como si estuviese sonriendo.
– Si no me puedes ayudar, dímelo ahora. Puedes quedarte con el billete de mil, no hablamos más del tema, yo me largo y no volveremos a vernos nunca más.
Sverre notaba cómo le subía la adrenalina. Aquélla no era una charla corriente sobre hachas, escopetas de caza y algún que otro paquete de dinamita, aquello era algo serio…
Ese tío era serio.
Se abrió la puerta y Sverre miró por encima del hombro del viejo. No era ninguno de los colegas, sólo el borracho del jersey islandés. Podía ponerse un poco pesado cuando quería que lo invitasen a una cerveza, pero por lo demás era inofensivo.
– Veré lo que puedo hacer -prometió Sverre al tiempo que se disponía a coger el billete de mil. Pero, sin saber cómo, la mano del viejo, como la garra de un águila, atrapó la suya clavándola en la mesa.
– No es eso lo que te he preguntado -replicó con voz fría y crujiente como un témpano de hielo.
Sverre intentó liberar su mano, pero no lo consiguió. ¡No podía librarse de la garra de un viejo!
– Te he preguntado si me puedes ayudar y quiero un sí o un no. ¿Comprendes?
Sverre notó cómo despertaba el monstruo de su deseo de vencer, su viejo amigo, y también su enemigo. Pero, de momento, el monstruo no había superado la idea de las diez mil coronas. Y él conocía a un hombre que podría ayudarle, un hombre muy especial. No sería barato, pero tenía la sensación de que el viejo no iba a regatear con la comisión.
– Yo…, sí, puedo ayudarte.
– ¿Cuándo?
– Dentro de tres días. Aquí. A la misma hora.
– Tonterías. No conseguirás un rifle de ese tipo en tres días -dijo el viejo soltándole la mano-. Pero acude a toda prisa a la persona que puede ayudarte a encontrarlo y dile que acuda a toda prisa a la persona que puede ayudarle a él y, después, nos vemos aquí, dentro de tres días, para acordar dónde y cuándo se hará la entrega.
Sverre ejerció con la mano una presión equivalente a los ciento veinte kilos de pesas que solía levantar. ¿Cómo era capaz de resistir ese viejo escuálido…?
– Diles que el rifle se pagará al contado, en coronas noruegas, en el momento de la entrega. Recibirás el resto de tu dinero dentro de tres días.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué pasa si cojo el dinero y…?
– Entonces volveré y te mataré.
Sverre se frotó la muñeca. No pidió más explicaciones.
Un viento gélido barría la acera ante la cabina de teléfonos que había junto a la piscina de la calle Torggaten mientras Sverre Olsen marcaba el número con mano temblorosa. ¡Joder, qué frío! Además, tenía las botas agujereadas. Alguien contestó al teléfono.
– ¿Sí?
– Soy yo, Olsen.
– Habla.
– Hay un tipo que quiere un rifle. Un Märklin.
Se hizo un silencio.
– Como las maquetas Märklin -explicó Sverre.
– Olsen, sé lo que es un Märklin.
La voz que surgía del auricular era plana y neutra, pero a Sverre no le pasó inadvertido el desprecio. Sin embargo, no dijo nada porque, a pesar de que odiaba a aquel hombre con todas sus fuerzas, el miedo que le infundía era más intenso; y no lo avergonzaba admitirlo. Tenía fama de ser peligroso. Sólo unos pocos dentro del entorno habían oído hablar de él, y tampoco Sverre conocía su verdadero nombre. Pero, gracias a sus contactos, había sacado a Sverre y a sus colegas de algún que otro aprieto. Por supuesto que era por la causa, no porque a él le importase Sverre Olsen. Si Sverre hubiese conocido a otra persona capaz de proporcionarle lo que buscaba, habría preferido ese otro contacto.
La voz:
– ¿Quién pregunta y para qué quiere el arma?
– Un tipo viejo, no lo había visto antes. Dijo que era uno de los nuestros. Y no pregunté a quién pensaba darle el paseo, por decirlo de alguna manera. A nadie, quizá. Tal vez sólo lo quiera para…
– ¡Cierra la boca, Olsen! ¿Tenía pinta de tener dinero?
– Iba bien vestido. Y me dio un billete de mil sólo por contestarle si podía conseguírselo o no.
– Te dio un billete de mil para que cerrases el pico, no por contestar.
– Bueno, vale.
– Interesante.
– Volveremos a vernos dentro de tres días. Para entonces quiere saber si podemos arreglárselo.
– ¿Podemos?
– Sí, bueno…
– Si yo lo puedo arreglar, quieres decir.
– Por supuesto. Pero…
– ¿Cuánto te paga por el resto del trabajo?
Sverre vaciló, pero contestó al fin:
– Diez papeles.
– Yo te daré otro tanto. Diez. Si hay trato. ¿Comprendes?
– Comprendo.
– ¿Por qué te doy los diez?
– Por mantener la boca cerrada.
Cuando por fin colgó el auricular, Sverre no sentía los dedos de los pies. Necesitaba un par de botas nuevas. Se quedó mirando una bolsa de patatas fritas que, vacía e indolente, se dejaba arrastrar por el viento y, entre los coches, vagaba a trompicones hacia la calle Storgata.
Capítulo 20
PIZZERÍA HERBERT