15 de Noviembre de 1999
El viejo dejó que la puerta de cristal de la Pizzería Herbert se cerrase despacio a su espalda. Se quedó en la acera, esperando, y mientras aguardaba, vio pasar a una mujer paquistaní que, con la cabeza cubierta por un pañuelo, paseaba un cochecito de niño. Ante él pasaban deprisa los coches y, en las ventanillas laterales, veía el danzante reflejo de su figura y también el de los grandes ventanales de la pizzería que tenía detrás. A la izquierda de la entrada, el cristal estaba parcialmente cubierto por una cruz de cinta adhesiva blanca, reparación provisional de una rotura provocada, le pareció, por una patada. El dibujo que formaban las fisuras blancas se asemejaba a una telaraña.
Al otro lado del cristal se veía a Sverre Olsen, sentado a la misma mesa donde habían ultimado los detalles. El puerto de contenedores de Bjorvika, dentro de tres semanas. Muelle número 4. A las dos de la madrugada. Contraseña: Voice of an Angel. Por lo visto, era el título de una canción moderna. No la conocía, pero el título le pareció muy apropiado. El precio, por el contrario, no lo era tanto: 750.000 coronas. Claro que no iba a discutirlo. La cuestión ahora era si cumplirían su parte del trato o si lo asaltarían allí mismo, en el muelle. Invocó la lealtad y le contó al joven neonazi que había combatido en el frente, pero no estaba seguro de que él hubiese dado crédito a su relato. O de que le concediese importancia. Hasta se había inventado una historia sobre dónde estuvo combatiendo, por si al joven se le ocurría hacer preguntas. Pero no lo hizo.
Los coches pasaban. Sverre Olsen seguía sentado, pero otro tipo acababa de levantarse de una mesa y se dirigía a la puerta con paso inestable. El viejo lo recordaba, pues también estaba allí la última vez. Y hoy no les había quitado la vista de encima ni un instante. Se abrió la puerta. Él seguía esperando. El tráfico cesó un instante y pudo oír lo que le dijo el hombre, que se había detenido justo detrás de éclass="underline"
– ¿Así que éste es el tipo?
La voz era de esas muy particulares y broncas fruto del abuso del alcohol, de fumar mucho y dormir poco.
– ¿Lo conozco? -dijo el viejo sin darse la vuelta.
– Me parece que sí.
El viejo volvió la cabeza, lo escrutó un segundo y luego apartó la vista de él.
– Lo siento, creo que no lo conozco.
– ¡Pero bueno! ¿No reconoce a un viejo amigo de la guerra?
– ¿Qué guerra?
– Tú y yo luchamos por la misma causa.
– Si tú lo dices. ¿Qué quieres?
– ¿Qué? -preguntó el borracho poniendo una mano detrás de la oreja.
– Te digo que qué quieres -repitió el viejo más alto.
– Bueno, querer, lo que se dice querer… Es normal saludar a un viejo conocido, ¿no? Sobre todo, si no lo has visto en mucho tiempo. Y, más aún, si lo creías muerto.
El viejo se volvió.
– ¿A ti te parece que estoy muerto?
El hombre del jersey islandés le clavó una mirada de un azul tan claro que sus ojos parecían canicas de color turquesa. Era completamente imposible determinar su edad. Podía tener cuarenta u ochenta años. Pero el viejo sabía la edad del borracho. Sí se concentraba y hacía un esfuerzo de memoria, podría recordar hasta su fecha de nacimiento. Durante la guerra, se habían preocupado de celebrar los cumpleaños.
El borracho se acercó.
– No, no pareces muerto. Enfermo, sí, pero no muerto.
Le tendió una mano enorme y sucia y el viejo notó enseguida el hedor dulzón, una mezcla de sudor, orina y alcohol.
– ¿Qué pasa? ¿No quieres estrecharle la mano a un viejo amigo? -Su voz sonaba como un estertor de la muerte.
El viejo estrechó fugazmente la mano que el otro le tendía, sin quitarse el guante.
– Muy bien -dijo-. Pues ya nos hemos dado la mano. Si no quieres nada más, tengo que seguir mi camino.
– Querer, lo que se dice querer… -dijo el borracho balanceándose de un lado a otro al tiempo que intentaba fijar la vista en el viejo-. Me preocupaba saber qué hace un hombre como tú en un agujero como éste. Tal vez no sea tan raro, ¿verdad? La última vez que te vi aquí pensé: «Se habrá equivocado de sitio». Pero luego te vi hablando con ese tipo horrible que dicen que va por ahí matando a la gente con un bate. Y al verte hoy también…
– ¿Sí?
– Pues pensé que debía preguntarle a alguno de los periodistas que vienen por aquí de vez en cuando, ¿sabes? Si saben lo que hace un tipo con una pinta tan respetable como la tuya en un lugar como éste. Ellos están al tanto de todo, ¿sabes? Y si no, se enteran. Por ejemplo, ¿cómo es posible que un tío del que todo el mundo pensaba que había muerto durante la guerra, de repente, esté vivo? Ellos se hacen con la información con una rapidez de la hostia. Así.
Hizo un intento inútil de chasquear los dedos.
– Y entonces, ¿sabes?, van y lo cuentan en los periódicos. '
El viejo suspiró.
– ¿Puedo ayudarte en algo?
– ¿Tú qué crees?
El borracho abrió los brazos y sonrió dejando ver su escasa dentadura.
– Entiendo -dijo el viejo echando una ojeada a su alrededor-. Demos una vuelta. No me gustan los espectadores.
– ¿Qué?
– No, claro, ¿y para qué los queremos?
El viejo posó la mano en el hombro del otro.
– Entremos aquí.
– «Show me the way» [9], compañero -tarareó el borracho con voz ronca antes de soltar una risotada.
Se ocultaron en el callejón que había junto a la pizzería, donde se alineaban un montón de enormes contenedores de basura de plástico llenos a rebosar, de modo que no se los veía desde la calle.
– ¿No le habrás comentado a alguien que me has visto?
– ¿Estás loco? Si al principio creía que estaba viendo visiones. ¡Un fantasma a plena luz del día! ¡En Herbert!
Rompió a reír a carcajadas que desembocaron en una tos honda y borboteante. Se inclinó hacia delante para apoyarse contra la pared, hasta que la tos cedió. Después, se incorporó de nuevo y se limpió la flema que le colgaba del mentón.
– No, desde luego, no se lo he dicho a nadie; en ese caso, ya me habrían internado…
– ¿Qué te parece si te ofrezco un precio justo por tu silencio?
– Justo, lo que se dice justo… Vi al malo coger ese billete de mil que habías ocultado en el periódico…
– ¿Sí?
– Un par de ellos me durarían una temporada, eso está claro.
– ¿Cuántos?
– ¿Cuántos tienes?
El viejo lanzó un suspiro y miró a su alrededor para asegurarse de que no había testigos. Desabotonó el abrigo y metió la mano en el interior.
Sverre Olsen cruzó la plaza Youngstorget a grandes zancadas balanceando la bolsa de plástico verde que llevaba en la mano. Hacía veinte minutos se encontraba en la Pizzería Herbert, sin blanca y con unas botas agujereadas; ahora, en cambio, lucía un par de botas Combat, nuevas y relucientes, de caña alta y con doce pares de remaches, que se había comprado en Top Secret, en la calle Henrik Ibsen. Además, llevaba un sobre en el que aún le quedaban ocho relucientes billetes de mil. Y diez mil más que estaban por llegar. Era extraño lo rápido que podían cambiar las cosas. Ese otoño estuvo a punto de pasar tres años en el talego, cuando su abogado se percató de pronto de que a la mujer gorda que ayudaba al juez la habían juramentado en un lugar equivocado.
Sverre estaba de tan buen humor que consideró incluso la posibilidad de invitar a Halle, Gregersen y Kvinset a su mesa. Invitarlos a una cerveza. Sólo para ver cómo reaccionaban. ¡Sí, coño, eso haría!
Cruzó la calle Pløensgate y pasó ante una mujer paquistaní que llevaba un cochecito de niño y le sonrió, de pura coña. Estaba llegando a la puerta de Herbert cuando pensó que no tenía sentido cargar con una bolsa que contenía unas botas viejas. Así que entró en el callejón, levantó la tapa de uno de los contenedores de basura y la tiró dentro. Cuando se iba descubrió un par de piernas que asomaban entre dos contendores. Miró a su alrededor. No había nadie en la calle. Ni tampoco en el patio trasero. ¿Quién sería? ¿Un borracho, un drogadicto? Se acercó un poco más. Los contenedores tenían ruedas y aquellos dos estaban totalmente juntos. Notó que se le aceleraba el pulso. Algunos drogadictos se cabreaban si ibas a importunarlos. Sverre se alejó un poco y le dio una patada a un cubo para apartarlo.