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Edvard cogió la carta y se la acercó a Dale, pero éste sólo reaccionó con una fugaz sonrisa que tardó en desaparecer lo que Dale en volver a fijar la vista en la eternidad, o en lo que quiera que llamase su atención en el vacío.

– Tienes razón. Está acabado.

Gudbrand le dio una carta a Edvard.

– ¿Qué tal por casa? -preguntó.

– Bueno, ya sabes -le dijo Edvard observando la carta un buen rato.

Pero Gudbrand no sabía nada, porque él y Edvard no habían hablado desde el invierno anterior. Era extraño, pero aun allí, en aquellas circunstancias, dos personas podían evitarse si de verdad lo deseaban. No era que a Gudbrand no le cayese bien Edvard, al contrario, respetaba al chico de Mjøndalen, al que consideraba un tipo sensato, un soldado valiente y un buen apoyo para los jóvenes y los nuevos del grupo. Aquel otoño, Edvard había ascendido a Scharführer, grado equivalente al de sargento en el ejército noruego, pero tenía las mismas responsabilidades que antes del ascenso. Edvard le dijo en broma que lo habían ascendido porque todos los demás sargentos habían muerto y les sobraban gorras de sargento.

Gudbrand había pensado muchas veces que, de ser otras las circunstancias, podrían haber llegado a ser buenos amigos. Pero lo que había ocurrido el invierno anterior, la desaparición de Sindre y la misteriosa reaparición del cuerpo de Daniel creó entre ellos una distancia insalvable.

El sonido sordo y remoto de una explosión, seguido del repiqueteo de un diálogo entre metralletas, vino a romper el silencio.

– ¿Los ataques se recrudecen? -preguntó Gudbrand más en tono interrogativo que de afirmación.

– Así es -confirmó Edvard-. Es la dichosa subida de la temperatura. Nuestras provisiones se quedan atascadas en el barro.

– ¿Tendremos que retirarnos?

Edvard se encogió de hombros.

– Tal vez debamos retroceder unos kilómetros. Pero volveremos.

Gudbrand miró hacia el este. Se hizo sombra con la mano y oteó el horizonte… No sentía el menor deseo de volver. Quería irse a casa y ver si aún podía rehacer su vida.

– ¿Has visto la señal de carreteras noruega que hay en el cruce, cerca del hospital de campaña, la de la cruz solar? -preguntó-. ¿Y la flecha que apunta hacia el este, donde pone «Leningrado 5 kilómetros»?

Edvard asintió.

– ¿Te acuerdas de lo que dice la flecha que apunta hacia el oeste?

– ¿Oslo? -dijo Edvard-. Sí, «Oslo 2611 kilómetros».

– Esos son muchos kilómetros.

– Sí, lo son.

Dale le había dejado el fusil a Edvard y se había sentado en el suelo con las manos hundidas en la nieve. Su cabeza oscilaba entre los estrechos hombros como si fuese una flor con el tallo quebrado. Oyeron otra explosión, más cercana esta vez.

– Te agradezco…

– No hay de qué -atajó Gudbrand enseguida.

– Vi a Olaf Lindvig en el hospital de campaña -dijo Edvard, sin saber por qué.

Tal vez porque Gudbrand era, junto con Dale, el único del pelotón que llevaba allí tanto tiempo como él.

– ¿Estaba…?

– Sólo levemente herido, creo. Vi su capote blanco colgado de una silla.

– Dicen que es un buen hombre.

– Sí, tenemos muchos hombres buenos.

Ambos guardaron silencio.

Edvard carraspeó y se metió una mano en el bolsillo.

– He traído unos cigarrillos rusos del norte. Si tienes fuego…

Gudbrand asintió. Se desabotonó la casaca de camuflaje, encontró las cerillas y encendió una. Cuando levantó la vista, lo primero que se encontró fue el ojo de cíclope de Edvard, abierto de par en par. Miraba fijamente por encima de su hombro. Entonces oyó el silbido.

– ¡A tierra! -gritó Edvard.

Se tumbaron rápidamente sobre el hielo y el cielo se agrietó con un estruendo desgarrador. Gudbrand sólo tuvo tiempo de ver el timón de cola del caza ruso que volaba en picado hacia sus trincheras y las sobrevolaba tan bajo que levantó una nube de nieve. Después desapareció y todo quedó en silencio.

– Estuvo cerca… -susurró Gudbrand.

– ¡Dios mío! -suspiró aliviado Edvard mientras, apoyado sobre el costado, le sonreía a Gudbrand-. Pude ver la cara del piloto. Había retirado la campana de cristal para asomarse por la cabina. Ivan se ha vuelto loco. -Se rió de tal manera que empezó a jadear-. ¡Vaya día!

Gudbrand miró la cerilla que aún sostenía en la mano. Y él también se echó a reír.

– ¡Ja, ja! -corroboró Dale observándolos desde el borde de la trinchera-. ¡Ja, ja!

Gudbrand miró fugazmente a Edvard y ambos se echaron a reír a carcajadas. Se rieron hasta perder el resuello y, al principio, no se percataron del extraño sonido que se aproximaba.

– Toc-toc.

Sonaba como si alguien estuviese dando golpes en el hielo, muy despacio.

– Toc.

Entonces se oyó un golpe metálico. Gudbrand y Edvard se volvieron hacia Dale, que se desplomaba despacio sobre la nieve.

– ¿Pero qué…? -titubeó Gudbrand.

– ¡Una granada! -gritó Edvard.

Gudbrand reaccionó instintivamente al grito de Edvard y se acurrucó enseguida; pero mientras estaba así, encogido, vio girar la varilla de la granada sobre el hielo, a sólo un metro de donde él estaba. Con la sensación de que su cuerpo se congelaba poco a poco, comprendió lo que estaba a punto de suceder.

– ¡Aléjate! -gritó Edvard a su espalda.

¡Era cierto! Los pilotos rusos tiraban granadas de mano desde los aviones. Edvard estaba de espaldas e intentó retirarse, pero se resbalaba en el hielo mojado.

– ¡Gudbrand!

Aquel sonido tan extraño procedía de las granadas de mano que rebotaban sobre el hielo del fondo de la trinchera. ¡Habría alcanzado a Dale directamente en el casco!

– ¡Gudbrand!

La granada giraba sin cesar, saltaba bailoteando sobre el hielo y Gudbrand no podía dejar de mirarla. Cuatro segundos desde que se tiraba de la anilla hasta la detonación, ¿no era eso lo que habían aprendido en Sennheim? Tal vez los rusos tuviesen otro tipo de granadas. ¿Serían seis segundos? ¿Y si eran ocho? La granada giraba y giraba, como uno de esos grandes trompos rojos que su padre le hacía cuando vivían en Brooklyn. Gudbrand lo hacía girar y Sonny y su hermano pequeño miraban y contaban el tiempo que se mantenía en pie. «Twenty-one-twenty-two»… Su madre los llamaba desde la ventana del tercero, la comida estaba lista, tenían que entrar, su padre llegaría en cualquier momento…

– Espera un poco -le gritaba él-. ¡El trompo sigue girando!

Pero ella no lo oía, ya había cerrado la ventana. Edvard había dejado de gritar y, de repente, todo quedó en silencio.

Capítulo 22

SALA DE ESPERA DEL DOCTOR BUER

22 de Diciembre de 2000

El viejo miró el reloj. Llevaba quince minutos en la sala de espera. Antes, cuando estaba el doctor Konrad Buer, nunca había tenido que esperar. Konrad no visitaba a más pacientes de los que podía atender según la hoja de citas.

Había otro hombre sentado al fondo de la sala. De piel oscura, africano. Estaba hojeando una revista y el viejo comprobó que, a pesar de la distancia, podía leer cada letra de la primera página. Algo sobre la familia real. ¿Era eso lo que leía el africano, un artículo sobre la familia real noruega? Se le antojó absurdo.

El africano pasó la página. Llevaba uno de esos bigotes que bajan por los extremos, igual que el mensajero que había visto aquella noche. El encuentro fue breve. El mensajero llegó al puerto de contenedores en un Volvo, probablemente alquilado. Se paró, bajó la ventanilla y dijo la contraseña: «Voice of an Angel». Ese sujeto tenía exactamente el mismo tipo de bigote. Y la mirada triste. Se apresuró a decirle que no llevaba el arma en el coche, por razones de seguridad, que irían a recogerla a otro sitio. El viejo dudó pero luego pensó que, si quisieran robarle, lo habrían hecho allí mismo, en el puerto de contenedores. De modo que subió al coche y se pusieron en marcha en dirección al hotel Radisson SAS de la plaza Holberg. ¡Qué casualidad! Vio a Betty Andresen detrás del mostrador cuando pasaron ante la recepción, pero ella no se dio cuenta.