Pese a todo, ella caminaba hoy con paso ligero y presto. Tal vez porque era verano, o porque un médico acababa de decirle lo guapa que estaba aquella mañana. O tal vez a causa del paciente noruego de la sala 4 que no tardaría en decirle «Guten Morgen» [14] con ese acento suyo tan gracioso y particular. Y se tomaría el desayuno sin quitarle la vista de encima mientras ella iba de una cama a otra sirviendo a los demás pacientes y animando a cada uno con algún comentario. Y, cada cinco o seis camas, ella lo miraría a él y, si le sonreía, ella le devolvería la son-risa fugazmente y seguiría como si nada. Nada. Pues eso era todo. Era la idea de esos instantes lo que la hacía seguir adelante día tras día, lo que la hacía sonreír cuando el capitán Hadler, que yacía en la cama más próxima a la puerta con quemaduras graves, bromeaba preguntando si tardarían mucho aún en enviarle sus genitales desde el frente.
Abrió la puerta de la sala 4. La luz del sol que entró a raudales en la habitación hizo que el color blanco de paredes, techo y sábanas resplandeciese de pronto. Debía de ser como entrar en el paraíso, se decía Helena.
– Guten Morgen, Helena.
Ella le sonrió. Estaba sentado en una silla, junto a la cama, leyendo un libro.
– ¿Has dormido bien, Urías? -le preguntó ella como si nada.
– Como un oso -respondió él.
– ¿Como un oso?
– Sí, como un oso en…, ¿cómo llamáis en alemán al lugar en que el oso pasa el invierno durmiendo?
– ¡Ah, la guarida!
– Eso es, como un oso en su guarida.
Ambos se rieron. Helena sabía que los demás pacientes los seguían con la mirada, que Helena no podía invertir más tiempo con él que con los demás.
– ¿Y la cabeza? Cada día mejor, ¿no?
– Sí, va mejorando. Un buen día estaré tan guapo como antes, ya verás.
Helena recordaba el día que lo llevaron al hospital. Parecía contravenir las leyes de la naturaleza que alguien hubiese sobrevivido con aquel agujero en la frente. Rozó con la tetera la taza de té que le había servido y estuvo a punto de volcarla.
– ¡Cuidado! -dijo él entre risas-. Dime, ¿acaso estuviste bailando ayer hasta altas horas de la noche?
Ella alzó la vista y él le lanzó un guiño.
– Pues sí -respondió ella, perpleja al oírse mentir sobre algo tan ridículo.
– ¡Ah! ¿Y qué bailáis aquí en Viena?
– Quiero decir, no. En realidad, yo no bailo. Simplemente, me acosté tarde.
– Bueno, aquí seguro que bailáis el vals. El vals vienes.
– Sí, claro que lo hacemos -respondió ella intentando concentrarse en el termómetro.
– Así -dijo él al tiempo que se levantaba de la cama y empezaba a cantar.
Los demás lo miraban sorprendidos desde sus camas. Cantaba en una lengua desconocida, pero con una voz cálida y hermosa. Y los pacientes que estaban en mejores condiciones empezaron a reír animándolo mientras él daba vueltas en el suelo según los delicados pasos del vals, de modo que los lazos sueltos de la bata se abrieron.
– Vuelve aquí, Urías, o te mando al frente de inmediato -le gritó ella en tono severo.
Él obedeció y se sentó. En realidad, no se llamaba Urías, pero era el nombre que él había insistido en que utilizaran para llamarlo.
– ¿Sabes bailar el Rheinländer?
– ¿Rheinländer?
– Es un baile que hemos tomado prestado de Renania. ¿Quieres que te lo enseñe?
– ¡Tú te quedas ahí sentado hasta que estés curado!
– ¡Sí, y entonces podré salir contigo por Viena y enseñarte a bailar Rheinländer!
Las horas que Urías había pasado en el porche al sol estival los últimos días le habían dado un hermoso tono tostado, y los dientes relucían blancos en su animado rostro.
– Me parece que ya estás lo suficientemente repuesto como para volver al frente -opinó Helena, sin poder refrenar el rubor que acudía a sus mejillas.
Estaba a punto de levantarse para seguir la ronda cuando sintió la mano de él en la suya.
– Di que sí -le susurró.
Ella lo apartó con una sonrisa y continuó su camino hacia la cama siguiente con el corazón gorjeándole en el pecho como un pajarillo.
– ¿Y bien? -preguntó el doctor Brockhard al tiempo que alzaba la vista de sus papeles cuando la oyó entrar en su consulta.
Como de costumbre, Helena ignoraba si aquel «y bien» era una pregunta, la introducción a otra pregunta más larga o simplemente, una frase. De modo que se quedó ante la puerta, sin decir nada.
– ¿Me ha mandado usted llamar?
– ¿Por qué insistes en hablarme de usted, Helena? -suspiró el doctor con una sonrisa-. ¡Por Dios, si nos conocemos desde niños!
– ¿Para qué quería verme?
– He decidido darle el alta al noruego de la sala 4.
– Muy bien.
Ella no acogió la noticia con el menor gesto. ¿Por qué iba a hacerlo? La gente estaba allí hasta que sanaba y, después, se marchaba. La alternativa era que muriesen antes. Así era la vida en el hospital.
– Di el aviso a Wehrmacht hace cinco días. Y ya hemos recibido la notificación de su nuevo destino.
– ¡Qué rapidez! -La voz de Helena sonó firme y tranquila.
– Sí, necesitan desesperadamente gente nueva. Estamos en guerra, como ya sabes.
– Sí -dijo Helena.
No obstante, no expresó lo que pensaba: «Estamos en guerra y aquí, a mil kilómetros del frente, estás tú, a tus veintidós años, haciendo el mismo trabajo que podría realizar un hombre de setenta. Gracias al señor Brockhard sénior».
– Bueno, había pensado pedirte que le entregases la notificación tú misma, puesto que parece que os lleváis muy bien.
Helena notó que el doctor estudiaba su reacción.
– Por cierto, ¿qué es lo que tanto te gusta de él precisamente, Helena? ¿Qué lo distingue de los otros cuatrocientos soldados que tenemos en el hospital?
Ella estaba a punto de protestar, pero él se le adelantó.
– Disculpa, Helena, naturalmente, eso no es de mi incumbencia. Es mi natural curioso. Yo… -haciendo rodar un bolígrafo entre los dedos, se volvió para mirar por la ventana-… simplemente me preguntaba qué puedes ver tú en un aventurero extranjero que traiciona a su propio país para alcanzar el favor de los vencedores. ¿Comprendes lo que quiero decirte? Por cierto, ¿qué tal sigue tu madre?
Helena tragó saliva antes de responder:
– No tiene usted por qué preocuparse por mi madre, doctor. Si me da la notificación, se la haré llegar al interesado.
Brockhard se volvió hacia ella y le tendió una carta que tenía encima del escritorio.
– Lo mandan a la Tercera División Acorazada en Hungría. ¿Sabes lo que significa eso?
Ella frunció el entrecejo.
– ¿La tercera división de infantería? Pero si él es voluntario de las Waffen-SS. ¿Por qué iban a incorporarlo al ejército regular de Wehrmacht?
Brockhard se encogió de hombros.
– En los tiempos que corren, uno debe esforzarse al máximo y enfrentarse a las misiones que se le encomiendan. ¿No estás de acuerdo conmigo en eso, Helena?