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– ¿Qué quiere decir?

– Él es soldado de infantería, ¿no? Y eso quiere decir que estará detrás de los tanques en lugar de ir dentro. Un amigo mío que ha estado en Ucrania me contó que allí les disparan a los rusos todos los días hasta que las ametralladoras se recalientan, que los cadáveres se amontonan, pero que ellos siguen disparando, que no tiene fin.

Helena apenas si pudo contener su deseo de arrancarle a Brockhard la carta y romperla en pedazos.

– A una mujer joven como tú más le valdría ser un poco realista y no ligarse demasiado a un hombre al que, con toda probabilidad, no volverá a ver en su vida. Por cierto, ese pañuelo te sienta de maravilla, Helena. ¿Es una prenda de la familia?

– Me sorprenden y me satisfacen sus desvelos, doctor, pero le aseguro que son innecesarios. No siento nada especial por ese paciente. Es hora de servir la cena, así que, si me disculpa…

– Helena, Helena… -Brockhard meneó la cabeza sonriendo-. ¿De verdad crees que soy ciego? ¿Crees que no me rompe el corazón ver el dolor que esto te causa? La amistad que se profesan nuestras familias me hace sentir que hay unos lazos que nos unen, Helena. De lo contrario, no te hablaría con tanta confianza. Puedes confiar en mí, pero, supongo que ya habrás notado que abrigo ciertos sentimientos por ti y…

– ¡Basta!

– ¿Cómo?

Helena cerró la puerta antes de alzar la voz.

– Estoy aquí como voluntaria, Brockhard, no soy ninguna de sus enfermeras contratadas con las que puede jugar como quiera. Así que déme la carta y diga lo que quiera, de lo contrario, me iré ahora mismo.

– Pero, querida Helena… -Brockhard adoptó un gesto de preocupación-. ¿No sabes que esto es algo que está en tus manos?

– ¿En mis manos?

– Un alta es algo muy subjetivo. Sobre todo, tratándose de semejante herida en la cabeza.

– Lo sé.

– Podría prolongarle la baja por tres meses más y, quién sabe, tal vez el frente oriental haya dejado de existir una vez transcurrido ese plazo.

Ella lo miró sin comprender.

– Tú sueles leer la Biblia, Helena. Y conoces la historia de cómo el rey David desea a Betsabé, aunque sabe que ella está casada con uno de sus soldados, ¿no es cierto? Así que le ordena a sus generales que lo pongan en primera línea de fuego, para que muera en la guerra. De ese modo, el rey David podía cortejarla a su antojo.

– ¿Y qué tiene eso que ver con este asunto?

– Nada, nada, Helena. Yo no enviaría a tu amado al frente si no se hubiera recuperado del todo. Ni a ningún otro, desde luego, por semejante motivo. Eso es exactamente lo que quiero decir. Y puesto que tú conoces el estado de salud de ese paciente, como mínimo, tan bien como yo, he pensado que sería bueno oír tu opinión antes de tomar una decisión. Si tú consideras que no está recuperado, tal vez deba enviar otra solicitud de baja a Wehrmacht.

Poco a poco, Helena empezó a verlo claro.

– ¿O no, Helena?

Apenas podía creerlo: Brockhard pretendía utilizar a Urías como una especie de rehén para conseguirla a ella. ¿Habría necesitado pensar mucho tiempo para concebir semejante plan? ¿Habría estado esperando durante semanas a que se presentase el momento idóneo? Y ¿para qué la quería a ella, en realidad? ¿Como esposa o como amante?

– ¿Y bien? -preguntó Brockhard.

Las ideas daban vueltas en la cabeza de Helena, mientras intentaba hallar una salida del laberinto. Pero él le había cerrado todas las salidas. Como era de esperar. No era ningún necio. Mientras Brockhard retuviese a Urías de baja en el hospital a petición suya, ella debería satisfacer sus deseos en todo. Simplemente, el nuevo destino quedaría aplazado. Y Brockhard seguiría teniendo poder sobre ella mientras Urías no se marchase. ¿Poder? Dios, si ella apenas conocía al noruego. Y tampoco sabía lo que él sentiría por ella.

– Yo… -balbució Helena.

– ¿Sí?

Brockhard se inclinó sobre ella con mucho interés. Helena quería continuar, quería decirle lo que sabía que tenía que decirle para liberarse, pero algo se lo impedía. Le llevó un instante comprender qué era. Eran las mentiras. Era mentira que ella quisiera verse libre, mentira que ignorase lo que Urías sentía por ella, mentira que la gente tuviese que someterse y humillarse siempre para sobrevivir, todo mentira. Se mordió el labio inferior, pues notó que empezaba a temblarle.

Capítulo 24

BISLETT

Fin de año de 1999

Eran las doce cuando Harry Hole se bajó del tranvía delante del hotel Radisson SAS en la plaza Holberg y notó que el sol de la mañana se reflejaba por un instante en las ventanas de las plantas de enfermos del Rikshospitalet, antes de volver a ocultarse tras las nubes. Había estado en su despacho una última vez, para hacer limpieza, para comprobar que se lo había llevado todo, se decía a sí mismo. Pero sus escasas pertenencias habían cabido sin problemas en la bolsa de plástico que se había llevado de casa el día anterior. Los pasillos estaban desiertos. Los compañeros que no estaban de guardia, se encontraban en casa preparando la última fiesta del milenio. Una serpentina colgaba aún del espaldar de su silla, como único recuerdo de la pequeña fiesta de despedida del día anterior, organizada por Ellen, naturalmente. Las sobrias palabras de despedida pronunciadas por Bjarne Møller no estuvieron en consonancia con los globos azules y la colorida decoración de la tarta de crema con velas que había llevado su colega, pero aquel breve discurso fue más que suficiente. Probablemente, su jefe de sección sabía que Harry jamás le habría permitido que se hubiese expresado en términos grandilocuentes o sentimentales. Y Harry tenía que admitir que jamás se había sentido tan orgulloso como cuando Møller lo felicitó aludiendo a él con su título de comisario y le deseó suerte en el CNI. Ni siquiera la sarcástica sonrisa y los leves movimientos de cabeza que Tom Waaler hacía desde su puesto de espectador junto al dintel de la puerta lograron estropearlo.

La vuelta que se daba por el despacho aquel día era más bien para sentarse allí por última vez, en la chirriante y abandonada silla de la oficina en la que había pasado casi siete años. Harry desechó la idea. Tanta sensiblería, ¿no sería un indicio más de que se estaba haciendo viejo?

Harry subió la calle Holberg y giró a la izquierda por Sofie. La mayoría de las casas que había en aquella estrecha calleja eran edificios de finales del siglo anterior habitados por obreros y no se contaban precisamente entre los mejor conservados. Pero, desde que subieron los precios de la vivienda y la juventud de clase media, que no podía permitirse vivir en Majorstua, se había mudado allí, el tramo había adquirido un aspecto muy mejorado. Ahora, tan sólo una casa seguía con la fachada sin reformar: la número 83. La de Harry. Pero a Harry no le importaba.

Entró en el portal y abrió el buzón que había en la entrada, al pie de la escalera. Una oferta de una pizzería y un sobre de la agencia tributaria de Oslo que, con toda certeza, contenía una reclamación de pago de la multa que le habían puesto el mes anterior. Lanzó una maldición mientras subía las escaleras. Le había comprado un Ford Escort de quince años de antigüedad a un tío al que se podía decir que no conocía. Un poco oxidado y con el embrague algo desgastado, sí, pero con un fantástico techo descapotable. De momento, le había acarreado más multas y reparaciones en el taller que paseos con la melena al viento. Además, aquella porquería de coche no arrancaba, así que tenía que procurar aparcar cuesta abajo para poder ponerlo en marcha.

Entró en su casa. Era un apartamento de dos habitaciones con decoración espartana. Ordenado, limpio y sin alfombras sobre el parqué reluciente. El único adorno que presentaban las paredes era una fotografía de su madre y de Søs y un póster de El padrino que había robado del cine Symra cuando tenía dieciséis años. No había plantas, velas ni figurillas. En una ocasión, había colgado un corcho sobre el que pensaba fijar tarjetas postales, fotografías y dichos de esos que uno encuentra. Los había visto en las casas de la gente. Pero, cuando descubrió que jamás recibía postales y que, en general, nunca tomaba fotos, recortó una cita de Bjørneboe: