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Quitó el seguro y apuntó mientras rogaba que el claxon del coche quebrantase la calma de aquella extraña mañana en una autopista cortada en la que él, desde luego, en ningún momento había sentido el menor deseo de encontrarse. Las instrucciones eran claras, pero no conseguía dejar de pensar:

Chaleco ligero. Sin comunicación. Dispara, no es culpa tuya. ¿Tendrá familia?

El cortejo aparecía justo detrás de la cabina y se acercaba con rapidez. En dos segundos, los Cadillac estarían a su altura. Por el rabillo del ojo izquierdo vio el leve movimiento de un pajarillo que alzó el vuelo desde el tejado.

Apostar o no apostar…, ese tipo de dilemas eternos.

Pensó en el escaso espesor del chaleco, bajó el revólver un par de centímetros. El rugir de las motocicletas era ensordecedor.

Capítulo 2

OSLO

Martes, 5 de Octubre de 1999

– Ésa es, precisamente, la gran traición -afirmó el hombre bien afeitado mirando sus notas.

La cabeza, las cejas, los musculosos brazos, incluso las grandes manos que se aferraban a la tribuna: todo parecía recién afeitado y limpio. Se inclinó hacia el micrófono, antes de proseguir:

– Desde el año 1945, los enemigos del nacionalsocialismo han sentado las bases, han desarrollado y practicado sus principios democráticos y económicos. Como consecuencia de ello, el mundo no ha visto que el sol se ponga un solo día sin actos bélicos. Incluso en Europa hemos vivido guerras y genocidios. En el tercer mundo, millones de personas mueren de hambre; y Europa se ve invadida por la inmigración masiva con el consiguiente caos y la necesidad de luchar por la existencia.

En este punto se detuvo y echó una ojeada a su alrededor. En la sala remaba un silencio sepulcral y tan sólo uno de los oyentes que ocupaban los bancos a su espalda aplaudió tímidamente. Cuando, reavivado su entusiasmo, decidió continuar, la señal luminosa que había bajo el micrófono parpadeó en rojo, claro anuncio de que las ondas llegaban distorsionadas al receptor.

– Por otro lado, no es muy grande la distancia que separa el despreocupado bienestar en que nos hallamos inmersos y el día en que nos veamos obligados a confiar en nosotros mismos y en la gente que nos rodea. Una guerra, una catástrofe económica o ecológica…, y toda esa red de leyes y reglas que nos han convertido a todos con tanta rapidez en clientes pasivos de los servicios sociales desaparecerá de un plumazo. La otra gran traición fue anterior, la del 9 de abril de 1940, cuando nuestros llamados dirigentes nacionales huyeron del enemigo para salvar su pellejo. Y se llevaron las reservas de oro, claro está, para así poder financiar la lujosa vida que pensaban llevar en Londres. Ahora volvemos a tener al enemigo en casa. Y aquellos que deberían defender nuestros intereses vuelven a traicionarnos. Permiten que el enemigo construya mezquitas entre nosotros, que robe a nuestros ancianos y que mezcle su sangre con la de nuestras mujeres. De modo que, simplemente, es nuestra obligación como noruegos defender nuestra raza y eliminar a nuestros traidores.

Dicho esto, pasó a la página siguiente, pero un carraspeo procedente del podio que tenía ante sí lo hizo detenerse y alzar la vista.

– Gracias, creo que hemos oído suficiente -aseguró el juez mirando por encima de las gafas-. ¿Tiene el fiscal más preguntas que hacerle al acusado?

El sol entraba en diagonal por la ventana e inundaba la sala de vistas número 17 del tribunal de primera instancia de Oslo formando un ilusorio halo luminoso sobre la calva del sujeto. Llevaba una camisa blanca y una corbata muy estrecha, probablemente por consejo de su defensor, Johan Krohn, que precisamente estaba repantigado en la silla jugueteando con un bolígrafo que sostenía entre los dedos índice y corazón. A Krohn le disgustaba casi todo en aquella situación. Le disgustaba el curso que habían tomado las preguntas del fiscal, las abiertas declaraciones programáticas de su cliente, Sverre Olsen, y el hecho de que a éste le hubiese parecido oportuno arremangarse la camisa permitiendo así que tanto el juez como los dos ayudantes pudiesen contemplar los tatuajes en forma de tela de araña que lucía en ambos codos y la serie de cruces gamadas plasmadas en el brazo izquierdo. En el derecho tenía tatuada una cadena de símbolos nórdicos y la palabra valkyria en letras góticas de color negro. Valkyria era el nombre de una de las bandas que había formado parte del entorno neonazi de Sæterkrysset, en Nordstrand.

Pese a todo, lo que más irritaba a Johan Krohn era algo que no concordaba, algo que había caracterizado el curso de todo el juicio, sólo que no se le ocurría qué podía ser.

El fiscal, un hombre menudo llamado Herman Groth, inclinó hacia sí el micrófono con el dedo meñique en el que lucía el sello con el símbolo del colegio de abogados.

– Tan sólo un par de preguntas adicionales, señoría -dijo en tono suave y contenido.

El micrófono mostró luz verde.

– Cuando, el tres de enero, a las nueve de la noche, entraste en el establecimiento denominado Dennis Kebab, de la calle Dronningen, fue, pues, con la clara intención de cumplir con tu parte de ese deber que mencionas de defender, según dices, nuestra raza, ¿no es cierto? [1]

Johan Krohn se lanzó sobre el micrófono:

– Mi cliente ya ha contestado a esa pregunta y ha aclarado que se produjo un altercado entre él y el dueño vietnamita del establecimiento. -Luz roja-. Lo provocaron -sostuvo Krohn-. No hay fundamento alguno que apoye la tesis de la premeditación.

Groth cerró los ojos.

– Si es cierto lo que dice tu defensor, Olsen, hemos de admitir que fue pura casualidad que llevases bajo el brazo un bate de béisbol, ¿cierto?

– Para defenderse -interrumpió Krohn mientras alzaba los brazos en gesto resignado-. Señoría, mi cliente ya ha respondido a esas preguntas.

El juez se acariciaba la barbilla en tanto que observaba al abogado defensor. Todos sabían que Johan Krohn hijo estaba destinado a ser una estrella como abogado defensor; todos, incluido Johan Krohn padre, y, con toda probabilidad, fue esto lo que movió al juez a admitir, con cierto enojo:

– Estoy de acuerdo con la defensa. Si el fiscal no tiene apreciaciones nuevas que hacer, he de pedirle que continúe.

Groth abrió los ojos de modo que quedase una delgada línea blanca en las partes superior e inferior del iris. Después asintió y, con gesto cansado, alzó una mano en la que sostenía un periódico.

– Esto es un ejemplar del diario Dagbladet, del día veinticinco de enero. En la entrevista publicada en la página ocho, uno de los correligionarios del acusado dice…

– ¡Protesto! -comenzó Krohn.

Groth lanzó un suspiro.

– Bien, permítanme que lo modifique sustituyéndolo por un varón que expresa opiniones racistas.

El juez asintió al tiempo que lanzaba a Krohn una mirada de advertencia. Groth prosiguió:

– Este hombre asegura en un comentario al acto de vandalismo sufrido por el establecimiento Dennis Kebab que necesitamos más racistas como Sverre Olsen para recuperar Noruega. En la entrevista se utiliza el término «racista» como si de un calificativo honorable se tratase. ¿Se considera el acusado a sí mismo un racista?

– Así es, soy racista -sostuvo Olsen antes de que Krohn tuviese tiempo de intervenir-. En el sentido que yo le atribuyo a la palabra.

– Y ¿qué sentido es ése? -preguntó Groth con una sonrisa.

Krohn cerró los puños debajo de la mesa y miró hacia la tribuna, a las dos personas que constituían el jurado popular y que ocupaban sendos asientos a ambos lados del juez. Aquellas tres personas eran las que decidirían sobre el futuro de su cliente en los próximos años, así como sobre su propio estatus en el restaurante Tostrupkjelleren en los próximos meses. Dos representantes del pueblo llano, del sentido popular de la justicia. «Jueces legos», los llamaban, pero tal vez ellos considerasen que esa denominación recordaba demasiado a «jueces de juego». El jurado popular que estaba sentado a la derecha del juez era un joven que vestía un traje de chaqueta de aspecto barato y comedido, y que apenas se atrevía a alzar la mirada. La joven, algo entrada en carnes, que ocupaba el asiento de la izquierda, parecía fingir que seguía el juicio mientras aprovechaba para estirar el cuello de modo que su incipiente papada no se advirtiese desde las gradas de la sala. El noruego medio. ¿Qué sabían ellos de gente como Sverre Olsen? ¿Qué querían saber?

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[1] Los noruegos, como otros pueblos nórdicos, se tutean.