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Y esta aceleración de la producción de caballos de vapor no es más que una expresión de la aceleración de nuestro conocimiento de las llamadas leyes naturales. Dicho conocimiento = angustia.

Harry constató de una ojeada que no había mensajes en el contestador (otra inversión innecesaria), se desabotonó la camisa, que dejó en el cesto de la ropa sucia, y tomó una limpia del ordenado montón que tenía en el armario.

Harry dejó puesto el contestador automático (por si lo llamaban de la agencia de estudios de opinión Norsk Gallup) y volvió a salir.

Sin ningún tipo de sentimentalismo, compró los últimos diarios del milenio en la tienda de Ali, antes de tomar la calle Dovregata. En la de Waldemar Thrane la gente se apresuraba hacia sus hogares después de haber hecho las últimas compras de la gran noche. Harry tiritaba, enfundado en su abrigo, hasta que cruzó el umbral de la puerta del Schrøder y recibió como una oleada el calor húmedo que despedían los huéspedes. Parecía bastante lleno, pero vio que su mesa favorita estaba a punto de quedarse libre, de modo que se encaminó hacia ella. El hombre de edad que acababa de levantarse se encajó el sombrero, lanzó a Harry una mirada enmarcada en canosas y pobladas cejas y asintió levemente antes de marcharse. La mesa estaba junto a la ventana y, durante el día, era una de las pocas que tenía suficiente luz para leer el periódico en el penumbroso local. Acababa de sentarse cuando apareció Maja.

– Hola, Harry -dijo la camarera al tiempo que limpiaba el mantel con un paño gris-. ¿El menú del día?

– Si el cocinero está hoy sobrio.

– Sí, lo está. ¿De beber?

– Bueno, a ver -dijo alzando la vista-. ¿Qué me recomiendas hoy?

– Veamos. -La camarera se puso las manos en las caderas y proclamó en voz alta y clara-: En contra de lo que la gente cree, esta ciudad tiene el agua más pura del país. Y las tuberías menos tóxicas se encuentran precisamente en las casas de principios de siglo, como ésta.

– ¿Y quién te ha contado tal cosa, Maja?

– Pues fuiste tú, Harry. -La camarera lanzó una risotada bronca y franca-. Por cierto, te sienta bien la abstinencia.

Hizo aquel comentario en voz baja, tomó nota del pedido y se marchó.

La mayoría de los periódicos estaban llenos de reportajes sobre el fin del milenio, así que Harry leyó el Dagsavisen. En la página seis, fijó su mirada en una gran fotografía de un indicador viario sencillo, hecho de madera y con una cruz solar dibujada en el centro. «Oslo 2611 km», decía en una de las flechas; «Leningrado 5 km», indicaba la otra.

El artículo ilustrado por la imagen llevaba la firma de Even Juul, catedrático de historia. La entradilla era breve: «La situación del fascismo a la luz del creciente desempleo en Europa Occidental».

Harry había visto el nombre de Juul con anterioridad en la prensa, era una especie de eminencia en todo lo relacionado con la historia de la ocupación en Noruega y el partido Unión Nacional. Harry hojeó el resto del diario, aunque sin hallar nada de interés, de modo que volvió al artículo de Juul. Era un comentario sobre un artículo anterior acerca de la fuerte posición de que gozaba el fenómeno neonazi en Suecia. Juul describía cómo los movimientos neonazis, que se habían debilitado claramente con el alza económica de los noventa, resurgían ahora con renovado vigor. Mencionaba además que una de las características de la nueva oleada era el hecho de que gozaba de un fundamento ideológico más consistente. Mientras que el neonazismo de los ochenta se manifestaba básicamente en la moda y en el sentimiento de grupo, con el uniforme como indumentaria, las cabezas rapadas y el hecho de recurrir a expresiones anticuadas como sieg heil, [15] la nueva corriente gozaba de una organización más sólida. Contaba con un aparato de apoyo económico, en lugar de basarse en líderes con grandes recursos y patrocinadores individuales. Además, el nuevo movimiento no era sólo una reacción a ciertos aspectos de la sociedad, como el desempleo o la inmigración, escribía Juul, sino que pretendía también constituirse en alternativa a la socialdemocracia. Su consigna era el rearme -moral, militar y racial-. El retroceso del cristianismo se señalaba como una evidencia de la ruina moral, junto con el sida y el creciente abuso de las drogas. Y la imagen del enemigo era también parcialmente nueva: los partidarios de la UE, que desdibujaban los límites nacionales y raciales, la OTAN, que le tendía la mano a los subhombres rusos y eslavos, y los nuevos capitales asiáticos, que ahora desempeñaban el papel de los judíos como banqueros del mundo.

Maja se acercó con el almuerzo.

– ¿Albóndigas de patata y cordero? -preguntó Harry sin apartar la mirada de las bolas grisáceas con guarnición de col china bañada en salsa rosa.

– Al estilo Schrøder -corroboró Maja-. Son los restos de ayer. Feliz Año Nuevo.

Harry sostuvo el diario en alto para poder comer al mismo tiempo, y no había tomado el primer bocado de aquella bola de plástico cuando oyó una voz procedente del otro lado del diario.

– ¡Vaya, no puede ser!

Harry miró por encima del periódico. En la mesa contigua estaba sentado el Mohicano, que lo miraba fijamente. Cabía la posibilidad de que llevase allí sentado todo el rato, pero Harry no lo había visto entrar. Lo llamaban el Mohicano porque, probablemente, era el último de su clase. Había sido marino de guerra, torpedeado en dos ocasiones, y todos sus compañeros llevaban ya muertos muchos años, según Maja le había contado a Harry. La punta de su larga y rala barba flotaba en el vaso de cerveza y el hombre se había sentado, como solía, ya fuese invierno o verano, con el abrigo puesto. Por su rostro, tan escuálido que se adivinaba el cráneo a través de la piel, cruzaba una red de capilares como los rojizos rayos de una tormenta. Los ojos enrojecidos e hinchados y cubiertos por una flaccida capa de piel miraban fijamente a Harry.

– ¡No puede ser! -repitió.

Harry había oído a bastantes borrachos en su vida como para no prestar demasiada atención a lo que el cliente fijo del Schrøder tuviese que decir, pero en esta ocasión era muy distinto. En efecto, aquéllas eran las primeras palabras inteligibles que le había oído decir al Mohicano en todos los años que llevaba visitando el restaurante. Ni siquiera después de aquella noche del invierno pasado en que lo encontró durmiendo en la calle Dovregata y, a todas luces, lo salvó de morir congelado, el Mohicano lo había obsequiado con más que un gesto de saludo siempre que se veían. Y ahora parecía que el Mohicano ya había dicho lo que tenía que decir pues, con los labios muy apretados, pasó a concentrarse de nuevo en su jarra. Harry miró a su alrededor antes de inclinarse hacia la mesa del Mohicano.

– ¿Te acuerdas de mí, Konrad Åsnes?

El viejo lanzó un gruñido y dejó vagar su mirada por el local, sin responder palabra.

– Te encontré durmiendo en la calle sobre un montón de nieve el año pasado. Estábamos a dieciocho grados bajo cero.

El Mohicano alzó la vista al cielo.

– Allí no hay farolas y a punto estuve de no verte. Podías haber muerto, Åsnes.

El Mohicano cerró su ojo rojizo y miró a Harry con encono, antes de echar mano a su pinta de cerveza.

– Bien, pues te doy todas las gracias habidas y por haber.

El hombre bebía despacio. Después, dejó la jarra en la mesa, apuntando como si fuese importante dejarla en un lugar concreto.

– Deberían haber fusilado a esos sinvergüenzas -declaró.

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[15] «Sieg Heil» frase en alemán que se podría traducir como «salve/viva (la) victoria». En la Alemania del III Reich se utilizaba en los eventos masivos. El orador gritaba «Sieg» y el público respondía «Heil» repetidas veces.